viernes, 31 de agosto de 2018

APOLOGÍA DE LA POBREZA

Este es un artículo que expresa la filosofía de mi libro “Producir para Nosotros. Crisis económica y desarrollo del sector social”. Lo escribí para una reunión de organizaciones sociales previa a la Cumbre Social de Copenhague, centrada en el tema de la pobreza.

Lo reproduzco tal y como fue escrito originalmente, en 1995 – 1996. JFL




Apología de la Pobreza

Jorge Franco López

¿Qué es ser pobre?

El Combate Ideológico sobre la Pobreza

Inviabilidad del Modelo de Consumo de los Ricos

Las Soluciones de los Pobres

Reconstrucción de Ámbitos de Mercado para el Intercambio entre Pobres

¿Qué es ser pobre?

Ser pobre es un término impreciso. Existen importantes variaciones históricas en cuanto a los niveles de acceso al consumo, la salubridad, la educación y el ocio que definen lo que en un momento dado se considera pobreza. Ser pobre tiene un significado determinado por la sociedad en que se vive y su experiencia histórica. No es lo mismo ser pobre en una sociedad rica, que serlo en un país periférico; también es distinto ser un pobre productivo y autosuficiente, por ejemplo un campesino del tercer mundo, a ser un pobre enteramente dependiente, parasitario, como tienden a serlo los pobres urbanos de los países industrializados.

Lado a lado con la pobreza económica, existe, en paralelo, una pobreza política. Generalmente los pobres no participan en los procesos de toma de decisiones, tienen dificultades para expresar sus intereses y ser oídos, tienen poca fuerza de negociación. Esta debilidad se acrecienta día con día en tanto que los pobres parecen cada vez menos necesarios. Los pobres/ trabajadores de antes eran necesarios; los nuevos pobres/ inactivos/ dependientes tienen crecientemente como la única carta restante su capacidad de estorbar.

Dentro de su indefinición la pobreza varía en connotaciones; sus significados implícitos y emocionales son también variados y de la mayor importancia. En los últimos años se ha dado un intenso combate ideológico que, una vez más, los pobres parecen haber perdido. Los pobres han perdido su derecho y su posibilidad de ser pobres y lo que antes podía ser una pobreza digna ha sido confundida con la miseria.

Se trata de una pérdida ideológica, pretendo decir aquí, de la mayor importancia, pues le cierra a la humanidad entera la única salida posible, la de la dignificación de la pobreza y nos arroja en un camino sin salida; la aspiración fantasiosa a la universalización de niveles de vida basados en el derroche energético y la destrucción del medio.

El cambio de significado de la pobreza es evidente. En los años cuarenta era posible que los actores populares mexicanos presumieran, en sus películas, de pobres. Eran pobres "pero honrados"; eran pobres trabajadores, autosuficientes, dignos. Las películas podían pregonar que el dinero no daba la felicidad y que se podía ser feliz y pobre al mismo tiempo.

Era, evidentemente, un cine orientado a las masas. Amplios grupos de población disfrutaban del amplio reparto de tierras y de los avances de la organización sindical e institucional de los años treinta. Con empleo y un ingreso modesto; con agua entubada y electricidad; con salud y acceso de los hijos al sistema escolar, todo parecía haberse conseguido.

Tratar de obtener más, mucho más, implicaba, en la moral popular, la pérdida de los valores, de la honestidad, en aras de conseguir lo superfluo, lo que no garantizaba la felicidad; esta última necesariamente más vinculada a la firmeza de la familia y la comunidad, asentada en el pueblo rural, el barrio urbano o la vecindad.

Tal vez la imagen era idílica. Lo importante es que era aceptada por la mayoría de la población. Se trataba de un cine de masas que no corría a contrapelo del sentido popular. Los que veían la película no se rebelaban ante el mensaje del héroe; parecía aceptable ser pobre, honrado, trabajador, vivir modestamente y ser feliz. Era aceptable, sobre todo, porque era la situación de casi todos.

La misma película se encargaba de explicar las excepciones: los ricos eran los puntos negros del arroz; su riqueza era de origen dudoso; su trato hipócrita e interesado, su comportamiento guiado por las apariencias, su vida familiar sin valores; sus esfuerzos por conseguir lo superfluo y vivir interesados en las apariencias desembocaban en la infelicidad.

El ideal de pobre, era un pobre trabajador y honrado; la vida todavía ofrecía recompensas, modestas desde la perspectiva actual, a la constancia en el trabajo. Ofrecía, por lo menos, trabajo. Pero el pobre ideal seguía siendo pobre y la película no nos imponía un final feliz en el que el pobre dejara de serlo; al final era simplemente un pobre que, a pesar de contratiempos y vicisitudes, podía sentirse satisfecho de sí mismo.

La propuesta no era absurda ni novedosa; recogía una herencia de siglos durante los cuales el cristianismo había pregonado la pobreza como ideal. Recordemos aquello de que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja a que un rico entrara al reino de los cielos. El reino de Dios era para los pobres.

Algunas órdenes religiosas, las menos, todavía recogen esa tradición y sus integrantes aceptan, incluso buscan voluntariamente vivir en la pobreza. Pero ¿de cuál pobreza hablan? De una pobreza que no es miseria, ni hambre; sino simplemente tener una alta satisfacción personal en un nivel de vida modesto, ajustado a lo necesario, y con aspiraciones y logros definidos por valores no económicos.

El Combate Ideológico sobre la Pobreza

Pero algo ha cambiado en los últimos años. Desde el norte, desde los países centrales y desde las grandes instituciones financieras, se ha convertido a la pobreza en un término peyorativo. Pobreza y miseria se han vuelto indistinguibles una de la otra y ahora se trata de combatir ambas como si fueran lo mismo y como si todos pudiéramos ser ricos. Se combate a la pobreza en una batalla que, por no definir objetivos precisos (nutrición, salud, autonomía, dignidad, etc.), amenaza convertirse en un propósito absurdo e incluso suicida.

Se ofrece, implícitamente, un sueño a millones de seres humanos: ser "no pobres". Pero, ¿qué entiende el pobre con dejar de ser pobre? Cuando el discurso promete acabar con la pobreza parece haber una promesa que a los oídos del que escucha puede significar muchas cosas, pero que sin duda se asocia a las nuevas imágenes de la televisión: los arquetipos de triunfadores, el consumo de las clases medias industrializadas, incluso el "american way of life".

Las imágenes que ofrece la televisión de los norteamericanos "pobres" los muestran con electricidad, teléfono y refrigerador; su ropa parece adecuada y los hijos van a la escuela. Bueno, hasta carro tienen. Por demás decir que cuentan con agua corriente en sus hogares y no parecen desnutridos. Obviamente los norteamericanos "no pobres" se encuentran todavía mejor (computadora, microondas, videojuegos, etc.). Entonces, ¿cuál es el estándar que se ofrece al prometer la erradicación de la pobreza?

Las dificultades de definir a la pobreza y a los pobres han sido grandes. Definir lo que se ofrece como un nivel de vida "no pobre", es imposible.

El discurso ideológico que pregona el progreso y la modernidad, que ofrece acabar con la pobreza y deja a la televisión esbozar constantemente la promesa del consumo inalcanzable, nos roba la posibilidad de una pobreza digna y satisfecha a cambio de un engaño.

El cambio en los valores/ imágenes que imponen los medios masivos, es brutal: del pobre honrado y trabajador hemos pasado al pobre fracasado por estúpido e ineficiente; del rico sin valores, al triunfador cuyo triunfo lo justifica todo, incluso el consumo más absurdo y derrochador de recursos que son, finalmente, patrimonio de la humanidad.

Hoy en día la norma que se impone es ser rico; es inaceptable ser pobre. La satisfacción interior que daba el orgullo del propio trabajo, la rectitud en la vida, la unidad familiar, se desvanece ante la urgencia de alcanzar el disfrute de un consumo cada vez más sofisticado e inaccesible.

Lo peor es que no parecen caber en el planeta dos estilos de consumo y de vida; la difusión del estilo de consumo de los ricos exige el monopolio y se expande en las élites periféricas (siempre será de acceso minoritario) destruyendo la viabilidad y la dignidad del consumo de los pobres que quedan sin la posibilidad de seguir trabajando y viviendo como antes y sin acceso a la modernidad. Se les construye un limbo configurado por los programas de asistencia social.

El pobre de los años noventa se siente necesariamente un rezagado; alguien que quedó atrás cuando todos los demás lograron avanzar y parecen estar disfrutando los beneficios del progreso y el consumo moderno. Lo muestra en sus imágenes la tele, y no puede sino repetir constantemente la promesa implícita porque otra cosa sería revelar el engaño del fin de la pobreza. Es posible, si, acabar con la miseria; pero no ofrecer que pronto todos accederemos al consumo depredador.

En México traemos arroz de Filipinas, kiwis de Nueva Zelanda, piñas enlatadas de indonesia, galletas de Grecia y atún para gatos de los Estados Unidos (quien lo dijera). Eso es posible por el precio absurdamente bajo de los energéticos, por medio del cual la humanidad hipoteca su futuro para sostener el consumo derrochador de unos cuantos y hacer a un lado a los pobres locales (que podrían producir arroz, kiwis, piñas y atún localmente). El anzuelo del fin de la pobreza ha servido para distraernos del problema de fondo, la glorificación del consumo ilimitado y el derroche absurdo de los pocos.

Cada día hay más pobres/ miserables/ dependientes. No son, por desgracia, aquellos pobres dignos, trabajadores, autosuficientes que podían ser el sustento de una sociedad democrática. Más bien son los nuevos pobres miserables, desempleados o subocupados, insatisfechos, encandilados por el faro de una modernidad que los reduce a la improductividad y a la pérdida de sus recursos individuales y colectivos. Pobres que buscan trabajo y se les ofrece caridad; sus capacidades no son únicamente redundantes, sino incluso estorbosas. El mercado ha sido rediseñado solo para los productivos y eficientes, los modernos, los que prestan a los pobres para una nueva dosis de consumo moderno a cambio de las escrituras de sus derechos a la propiedad, la producción y la autodeterminación.

Los pobres son más, pero parecen menos en su presencia social, en su capacidad para incidir en el rumbo nacional, en sus apariciones en la televisión, en la que se asoman como marginados, fracasados o antisociales. Son menos porque se han quedado sin discurso y sin rumbo propio; el mensaje de la modernización es apabullante.

Pregúntese a un pobre en la calle ¿por qué es pobre? Lo más probable es que conteste "porque no estudié". Ha sido convencido de su ineficiencia, se le ha dicho que no es competitivo y ha aprendido (en la escuela sobre todo) que es su propia culpa (y no de la ineficiente operación del mercado).

El embate no ha sido neutro. Los pobres, la mayoría de la humanidad (no los verdaderamente miserables) han perdido la batalla ideológica en torno a la pobreza; es decir que han perdido la posibilidad de definir su forma de producir y consumir. Esta derrota ha facilitado el inutilizar sus capacidades y recursos ("no competitivos"), destruir sus redes y mecanismos de intercambio (familiares, comunitarios, extra mercantiles, solidarios) y orientarse progresivamente al modelo de producción, de consumo, de cultura y de vida asociado a la industrialización masiva.

Inviabilidad del Modelo de Consumo de los Ricos

Al destruir la dignidad y aceptabilidad de la pobreza, al romper las distancias entre pobreza como forma modesta de vivir y la franca miseria, lo que queda como único camino a seguir es el modelo de consumo de las clases medias de los

países industrializados. Este es el mensaje de fondo del combate a la pobreza: tienes que producir y consumir como rico.

Justo cuando nos enteramos que es un modelo de consumo inviable. Su expansión a la mayoría de la humanidad es imposible, tan sólo intentarlo con un 20 por ciento de la población amenaza agotar los recursos naturales, destruir la capa de ozono, y agotar los hidrocarburos en exportar carros de Japón a los Estados Unidos y otros de los Estados Unidos al Japón (buena parte del comercio mundial es redundante).

El planeta hace sonar numerosas señales de alarma y en los juegos de poder y de engaño de las élites mundiales adquiere carta de naturalidad la mención de lo autosustentable; lamentablemente lo hace sin intentar tocar y definir su requisito más indispensable: la definición de la franja de consumo verdaderamente viable y generalizable para todos. Un consumo accesible para todos y que no destruya el planeta. No es este el caso del nivel de consumo de las clases medias de los países industrializados; intentar generalizarlo, además de inviable sería suicida.

Además de la definición de la franja de consumo generalizable se encuentra el asunto del uso eficiente de los medios de producción disponibles y del empleo racional de los recursos no renovables. Marchamos a contrapelo de lo primero; la globalización del mercado tiene como impacto inmediato la inutilización y demolición de las capacidades y recursos productivos en manos de los pobres. Sólo la agricultura con alto nivel de insumos agroquímicos y tecnificación es competitiva; sólo la construcción con materiales no biodegradables es económicamente viable; sólo el pan envuelto en plástico tiene una durabilidad de almacenamiento que permite su comercialización masiva, etc.

En contraste los recursos y capacidades en manos de la población pobre del planeta, que el mercado condena por no competitivos, parecen tener mayor grado de eficiencia energética autosustentable y adaptabilidad y menos agresividad con la naturaleza (menos desechos no biodegradables, por ejemplo).

Ni las previsiones más optimistas permiten considerar que la elevación de los niveles de consumo de los países periféricos se acerque al actual consumo norteamericano antes del agotamiento del petróleo y otros recursos no renovables. Este acercamiento consumiría tales reservas prácticamente de inmediato.

La implicación es inevadible. Las poblaciones periféricas no podrán alcanzar los modelos de consumo, de uso de materias primas y de energéticos de las sociedades industrializadas. Simplemente no quedan suficientes recursos para que otras tres cuartas partes de la humanidad tengan un nivel de consumo similar al que, con sólo una cuarta parte de la población beneficiada, ya se revela insostenible.

La nueva preocupación mundial por el desarrollo sustentable implica que, en particular las periferias se verán obligadas a vivir con un racionamiento de materias primas y energéticos, y un nuevo respeto por la naturaleza, totalmente ajeno a lo conocido por los países centrales, que no sólo tuvieron los recursos propios, los ubicados en sus territorios, sino que han hecho uso de buena parte del patrimonio de toda la humanidad. La creación de clases medias locales ya es un fracaso evidente y estos grupos se deslindan crecientemente en unos cuantos muy ricos y una mayoría en descenso socioeconómico.

Las Soluciones de los Pobres

Nuestro camino, el de las poblaciones periféricas del planeta, será necesariamente una vía original y estará marcado por nuevos conceptos crecientemente en boga: los límites del crecimiento y del consumo, el cuidado del patrimonio ecológico, el reciclamiento en todas las escalas.

Todo hace suponer que tendremos que pensar en una estrategia económica para pobres. Nos veremos obligados, más pronto que tarde, a abandonar las fantasías de los modelos de consumo de las clases medias centrales, en derrumbe incluso en ese medio, y aceptar que somos pobres y que seguiremos siendo pobres.

Esto no significa resignación ante nuestra suerte. Todo lo contrario. El abandono de las fantasías abre importantes posibilidades de evolución económica y social fincadas en lo real. Implica dejar de estrellarnos contra el cristal, intentando pasar al otro lado y empezar a pensar ¿qué es lo que podemos hacer con lo que tenemos?; implica abrir las puertas a la imaginación, no para acabar con la pobreza y convertirnos en la rica clase media pregonada por la televisión, sino para apoyar una nueva estrategia, con nuevas soluciones acordes a nuestras capacidades y recursos y con el imperativo de que sea una vía que preserve el patrimonio ecológico propio y de la humanidad.

En la nueva estrategia habremos de apoyar a los pobres en la solución, por sí mismos, de sus, de nuestros problemas. Lo que significa que será necesario recuperar y desarrollar soluciones de pobres. Esto es muy distinto a llevar a los pobres las "soluciones" de los ricos.

Llevar a los pobres soluciones de ricos, de clases medias, es lo que se ha hecho como estrategia fundamental de combate a la pobreza. Se intenta que los pobres tengan algunos elementos del consumo de los ricos alegando que son derecho de todos. Es, sin embargo, una estrategia desmovilizadora de las energías y recursos de los pobres.

Los elementos de consumo de los ricos que se llevan a los pobres tienen que ser, necesariamente, proporcionados por las áreas modernas de la economía, por así decirlo por los ricos industrializados. Por ello en el combate a la pobreza los más beneficiados son los sectores sociales, institucionales y productivos insertos en la modernidad y que operan como intermediarios de las soluciones para pobres.

Son distintas las respuestas para pobres que las respuestas de pobres. Las soluciones para pobres son usualmente soluciones de ricos, así sean para pobres. Veamos ejemplos:

Llevar a los pobres desayunos escolares y complementos al consumo alimenticio con productos llevados de fuera termina por devaluar y deteriorar sus propias capacidades de producción de alimentos en una espiral de deterioro y dependencia crecientes. Otra cosa sería apoyar el fortalecimiento de sus propias capacidades para la producción, la transformación y el auto abasto. Todo lo contrario del subsidio a la harinificación del consumo de maíz que obliga a que el más importante consumo alimenticio de los mexicanos transcurra por mecanismos centralizados de procesamiento industrial y pague su tributo a un oligopolio privado.

Llevar a los pobres servicios institucionales de salud de alto nivel, implica contratar médicos, administradores, contadores, servicios, comprar instrumental y medicinas, construir infraestructura, adquirir elevada capacitación, etc. Todo ello generado y vendido a buen precio por los sectores modernos y prácticamente nada por los mismos pobres. Es cierto que los pobres reciben el servicio (al tiempo que se degradan sus alternativas tradicionales); pero muchas veces lo reciben sólo de manera simbólica, como cuando se sortea o raciona el ejercicio efectivo de su derecho, porque en realidad no puede alcanzar para todos. Lo cuestionable es que la creación del aparato de salud no apoya sino que erosiona su economía de pobres y destruye sus alternativas tradicionales.

Proporcionar a los pobres vivienda y servicios urbanos (agua potable, alcantarillado, electricidad, caminos, transportes, etc.) con casas, infraestructura y servicios construidos y proporcionados por compañías constructoras, instituciones y obreros formales, les da acceso a un bien de consumo, no siempre sustentable (¡qué bueno que se llevó electricidad a Chalco!, nada más que siguen sin tener para pagarla) y que no fortalece su inserción productiva en la economía. Todo lo contrario, tiende a deteriorarla (ahora deben pagar servicios, impuestos, deudas políticas, etc.).

Es imposible que pueda funcionar una estrategia en la que la elevación de los niveles de consumo de los pobres no se ve sustentada en la elevación de sus propias capacidades productivas. De esa manera se logran hacer clientelas sociopolíticas crecientemente dependientes, con el riesgo de que llegue un momento en que su incremento las haga insostenibles para los sectores modernos de la economía y se rebelen al llegar a los límites de un callejón sin salida.

Lo que aquí se propone es apoyar a los pobres en sus capacidades productivas, en sus propias respuestas y soluciones, para que se hagan cargo fundamentalmente por sí mismos de la atención a sus carencias. Ello implica repensar las soluciones de ricos para pobres en nuevas soluciones de pobres para pobres. Es decir el cambio de estrategia reclama un cambio de tecnologías, de mecanismos de solución, de estrategias.

No es aceptable una estrategia modernizadora que se traduce sólo en beneficios para las transnacionales por la importación de nuevas tecnologías y equipos al tiempo que se desechan los recursos y capacidades productivas disponibles para la mayoría de la población. Esta estrategia modernizadora demanda grandes cantidades de capital externo al tiempo que arroja por la borda el ahorro que la gran mayoría de la población ya ha invertido en infraestructura, maquinaria y equipos, que se ven inutilizados. Es una estrategia cuyos resultados patentes son hundir en la miseria a cada vez más amplios grupos de población.

Por el contrario, se trata de apoyar a los pobres para que eleven sus niveles de autosuficiencia a partir de la reactivación y movilización de sus capacidades productivas. Este propósito implica una nueva (¿vieja?) concepción económica y social. No se trata de que produzcan como ricos, modernos y tecnológicamente avanzados. Para ello se requerirían enormes cantidades de capital y formación masiva de recursos humanos en el dominio de nuevas tecnologías, en su administración y comercialización; lo que sólo sería posible en algunos escaparates de exhibición, pero no como solución generalizada.

Se trata de permitir que los pobres produzcan como pobres; con las tecnologías de pequeña escala que les resultan conocidas, en redes de intercambio también de pequeña escala (comunidad, región, grupo social), con las capacidades y recursos con los que ya cuentan. Implica no tirar por la borda las capacidades y recursos disponibles para reconstruir el país con tecnología y capitales importados para producir para otros. Se trata de producir para nosotros con nuestros recursos y ahorros, con nuestras capacidades y habilidades, con esquemas de comercialización y mercados apropiados a nuestras escalas de producción.

Reconstrucción de Ámbitos de Mercado para el Intercambio entre Pobres

No está cuestionado si se puede producir con tecnologías de pobres; se podía antes, ¿por qué no ahora? Hoy en día la producción de los pobres es invendible; sus cereales, frutas y hortalizas se pudren en los campos; sus botes pesqueros se pudren en los muelles; su alfarería, muebles, calzado, sombrero, textiles y ropa no hay quien la compre; sus alimentos, dulces y bebidas preparados ya no tienen demanda.

Nuestros pueblos pagan con su tierra y su subsuelo, con las empresas de la nación y el hipotecamiento del futuro, el enorme costo del subsidio al consumo en dólares que ha ido creando la deuda externa. El abaratamiento artificial de los productos importados ha desplazado del mercado, de "nuestro" mercado a la producción nacional en un proceso de modernización del consumo que no tiene sustento en la modernización de nuestra producción.

El asunto es productivo y mercantil; pero tiene profundas raíces ideológicas; el problema es que ya no se vale ser pobre, producir como pobre y producir para pobres. Ser un pobre viable, funcional, productivo, orgulloso de su autosuficiencia, atenta contra los modelos de modernidad en la producción, el consumo, el intercambio.

Ser un pobre autosuficiente y digno implica recuperar un contexto cultural prácticamente perdido, a contrapelo del mensaje imperante en los medios masivos de comunicación. Requiere también recuperar una gama de tecnologías y capacidades productivas tradicionales y reconstruir los mercados comunitarios y regionales en los que los pobres encontraban una salida adecuada al ejercicio de sus capacidades productivas y el uso de sus propios recursos; solo el intercambio entre pobres, fincado en la reciprocidad, nos permitirá recuperar el control del propio destino, a partir del abandono de la fantasía.

1º de agosto de 1996.

domingo, 26 de agosto de 2018

TLCAN, una mirada escéptica

Jorge Faljo

La línea oficial dice que estamos a unas horas, días a lo mucho, de culminar la renegociación del TLCAN. Este ha sido el mensaje de los negociadores desde hace un par de semanas. Un optimismo que se ve aderezado con una pisca de sal. Ya que Ildefonso Guajardo, el secretario de economía, señala que en toda negociación hay puntos de fricción.

¿Entonces, cuál es la situación? Dado que la negociación se hace a puertas cerradas no lo sabemos. Sin embargo, existen pasos del proceso que indican que a lo más que se puede llegar en los próximos días es a un “acuerdo en principio”, lo que en inglés llaman “handshake agreement”. Esto último, más que apretón de manos podría traducirse como un acuerdo de caballeros en lo general, pero sin solventar todos los detalles.

No obstante, ante la opinión pública este acuerdo se presenta como algo definitivo. Y no lo es por un par de factores. Uno es que la renegociación ha tomado un rumbo bilateral que ha hecho a un lado, de momento, a Canadá. Para México el acuerdo definitivo tiene que incluirlo, pero no hay garantía de que más adelante ese país se sume al acuerdo bilateral sin muchas dificultades.

Otro factor que es el verdaderamente fundamental, es que los nuevos acuerdos deberán ser ratificados por los congresos de los tres países. Y el senado mexicano cambiará de color partidista dentro de una semana. Algo similar puede ocurrir, con un avance de los demócratas, en las elecciones norteamericanas de noviembre próximo.

Dar la impresión de que todo marcha sobre ruedas responde a los intereses inmediatos de Trump y Peña Nieto. Para el Donaldo un acuerdo con México es una forma de presionar a Canadá que, si no lo acepta quedaría como tercero en discordia.

Antes de hablar del interés de Peña Nieto conviene recordar los principales puntos de fricción. Todos relevantes.

Leí hoy en la mañana que los agricultores norteamericanos están cautelosamente optimistas respecto a la renegociación. Su interés es asegurar que México siga siendo el gran importador de granos, carne de cerdo y otros productos agropecuarios.

Sin embargo, de este lado AMLO ha prometido que habrá precios de garantía para los granos básicos; fusionará Liconsa y Diconsa para crear Segalmex, seguridad alimentaria mexicana, como entidad con funciones de acopio y distribución en el medio rural, todo con el fin último de llegar a la autosuficiencia alimentaria.

El interés de los productores norteamericanos choca frontalmente con las promesas de AMLO.

Jesús Seade, representante del presidente electo en las negociaciones, ha expresado que la cláusula Sunset, que obligaría a renegociar cada cinco años, debe desaparecer y que hay un exceso de protección a la inversión externa en el sector energético. Esto obstaculizaría posibles futuras decisiones soberanas en la materia.

No son los únicos problemas. A los empresarios mexicanos les inquieta no saber cómo se negocia la exigencia norteamericana y canadiense de acabar con los sindicatos de protección y la instauración de la democracia sindical en México. Además de que no les gusta la exigencia de un incremento substancial de los salarios en los sectores de exportación de manufacturas, en particular automóviles.

Otra duda se refiere al cambio en las reglas de origen para que el ensamblado de autos de exportación en México contenga un mayor porcentaje de componentes norteamericanos y trilaterales. Es decir, menos importaciones asiáticas.

También hay desencuentro en cuanto a los mecanismos de arreglo de disputas; Estados Unidos quiere eliminar los paneles de decisión para darle mayor peso a su propio sistema legal.

Y no olvidemos la promesa de Trump de acabar con el déficit comercial que su país tiene con México. Ese fue el motivo principal para forzar esta renegociación, y centrarnos en los detalles más el secretismo de las pláticas, deja la duda de si ese propósito ha sido olvidado, o se encuentra disimulado en la maraña de acuerdos.

Si hacemos el recuento de divergencias, surge la duda de que realmente estemos a punto de un acuerdo “en principio” que permitiría tomar la ansiada foto histórica: Trump y Peña Nieto dándose la mano, felices porque fueron exitosos.

Para Peña Nieto esta sería una reivindicación importante en sus afanes de “pasar a la historia”. Sin embargo, existe un importante riesgo, que en aras de un interés inmediato se llegue a acuerdos incompatibles con las expectativas que ha creado el triunfo avasallador de AMLO.

Siendo mal pensados hasta podríamos suponer que las declaraciones optimistas pretenden posponer lo más posible la noticia de una renegociación fracasada para retrasar su impacto financiero.

Otra posible desembocadura es que se haga un acuerdo patito, celebrado con foto y apretón de manos entre Peña Nieto y Trump, para presionar la aceptación de la siguiente administración. O, en caso de que no fuera ratificado, su impacto sería cargado a la cuenta de la nueva administración.

Estamos ante una negociación complicada; también importa en la cuenta de qué país y de qué administración se cargaría el costo político de no llegar a un acuerdo aceptable para México y para Trump. Por lo pronto todo es duda.

sábado, 18 de agosto de 2018

Gobernanza rural, un desastre provocado

Jorge Faljo

El uso de la palabra “gobernanza” se ha extendido por la diferencia, sutil pero importante, que tiene respecto a gobernabilidad. Gobernabilidad da a entender algo unilateral; un gobierno activo y una población pasiva en la que el buen ciudadano es esencialmente obediente. Gobernanza, en cambio, es un término más equilibrado que reconoce la necesidad de una buena interacción entre gobierno y sociedad. Se acerca más a la noción de gobernabilidad democrática.

La lista de desastres a lo largo de tres décadas es extensa: millones de migrantes y de familias desintegradas; empobrecimiento masivo; decenas de miles de muertos y desaparecidos. Y en este sexenio la violencia empeoró; llegamos a extremos de corrupción e impunidad, se perdió la tercera parte de los empleos que pagaban más de cinco salarios mínimos; se incumplió el compromiso de llegar a la seguridad alimentaria en 2018.

De este nivel de importancia y gravedad se encuentra otro desastre poco evidente: el deterioro de la gobernanza rural.

Lo que se afirma en adelante es que la manera de operar los programas de desarrollo social ha destruido las bases de lo que sería una gobernabilidad democrática en el medio rural. Lo ilustro con una experiencia personal y luego me referiré a las reglas de operación de un par de programas.

Varias veces pregunté a grupos de señoras beneficiadas por el programa Oportunidades, ahora Prospera, por qué fueron seleccionadas. No lo sabían. Cuándo yo decía lo oficialmente correcto, que se elegía a las más pobres, ellas invariablemente lo negaban. Inmediatamente me señalaban excepciones en ambos sentidos: pobres no elegidas y otras que fueron incluidas sin ser pobres.

Hay que decir Prospera es, por sus resultados en nutrición, salud y educación, un buen programa. No lo ataco.

Pero si afirmo que la comunidad no lo siente como justo, ni propio. La información y criterios locales llevaría a una selección diferente. Pero el pueblo, el ejido, las formas de representación locales, no participaron en el proceso. Cierto que beneficia, pero no empodera a sus beneficiarias que pasan a ser, en muchos casos, discriminadas por un entorno resentido. Su resultado es pérdida de cohesión y gobernanza local.

En general los programas de desarrollo social operan a contrapelo de las autoridades y la organización social rural. Esto es particularmente significativo en el caso de la propiedad social; más de 30 mil ejidos y comunidades (conocidos como núcleos agrarios) registradas detentan más de la mitad de la superficie nacional, unos 105 millones de hectáreas. Más del 80 por ciento de los bosques y selvas son propiedad social de 8,500 núcleos agrarios. Más del 60 por ciento de la superficie de las áreas naturales protegidas pertenecen a 3,359 núcleos agrarios.

Ejidos, comunidades, municipios, delegaciones y agencias municipales y, con asegunes, pueblos indígenas, son formas legalmente reconocidas de gobierno local. Tienen, en la mayoría de los casos, mayor cercanía e información relevante que los centros de decisión nacional de los programas públicos. Sin embargo, no participan en los procesos de acompañamiento, diseño, asignación de recursos, o evaluación de estos programas, que de hecho están diseñados no solo para ignorar estas instancias sino para socavarlas.

Por ejemplo, la Comisión Nacional Forestal define, para el grueso de sus apoyos, a una población objetivo en la que entran “dueños o poseedores” de terrenos forestales y “grupos participativos de interés común”. De este modo evade el trato con el dueño colectivo y no aborda un enfoque integral para el conjunto de la propiedad ejidal y comunitaria.

Si el 80 por ciento de los terrenos forestales (bosques y selvas) son ejidos, ¿por qué no mencionarlos por su nombre? ¿por qué no tratar con ellos? De esta malsana orientación derivan dos tendencias, una es a concentrar los apoyos en la propiedad privada, la segunda es a tratar con subgrupos que dentro de un ejido o comunidad se han apropiado, muchas veces de manera irregular, de una porción de la propiedad social. Esto se facilita porque el trato con la población se maneja por personas físicas y morales que “sin ser servidores públicos” están facultadas para instrumentar las reglas de operación. Es decir que en la práctica se deja en manos privadas la asignación de recursos.

La que tampoco hace malos quesos es la Secretaría de Agricultura, Sagarpa. Apoya con proyectos productivos a “grupos de productores”. Un grupo, define, es un conjunto de personas que se reúnen para lograr un objetivo común. “Organización rural” es un grupo de personas que unen esfuerzos para conseguir un fin común. Ambos se formalizan con “actas de asamblea” que son los acuerdos del grupo. Con esta palabrería abstracta crea grupos hechizos que substituyen a las entidades formales e históricas existentes y se facilita la corrupción.

Sagarpa, además, delega su operación en instancias ejecutoras que pueden ser, y de hecho son, sociedades anónimas, asociaciones civiles, institutos, y varios tipos de organismos auxiliares privados. Estas instancias a su vez subcontratan técnicos privados que son los que en campo se relacionan con la población. De este modo en la práctica desaparecen, para la Sagarpa, los ejidos y comunidades que detentan más de la mitad de la propiedad del país.

Desde la reforma neoliberal de 1992, la propiedad social fue condenada a desaparecer. Los programas sociales han sido punta de lanza del deterioro de su cohesión social mediante la creación de grupos y organizaciones hechizos que son los únicos con los que acepta operar el sector público federal, mediante intermediarios privados. De este modo se envenena la gobernabilidad rural con presiones desintegradoras y se socava su capacidad para tomar decisiones colectivas e instrumentarlas.

Se dice que en política y en las expresiones de poder no hay vacíos; estos se llenan por otros agentes. Al deteriorar las formas de gobernanza local lo que se ha hecho es abrir el espacio sociopolítico a la corrupción, la ilegalidad y la violencia.

Necesitamos darle un giro de 180 grados a la política social de manera tal que refuerce la gobernanza local de los ejidos, comunidades, población indígena, delegaciones y agencias municipales y, en general, las formas auténticas de expresión colectiva. Esto es indispensable para conseguir los propósitos de bienestar y paz rurales que encabeza AMLO.

domingo, 12 de agosto de 2018

Salarios, transferencias sociales y paridad cambiaria

Jorge Faljo

Salarios, transferencias sociales y paridad cambiaria parecen en principio tres asuntos distintos y con baja relación entre ellos. Cada uno de ellos tiene fuerte incidencia en cuanto al modelo económico nacional y al tipo de sociedad que estamos construyendo. Estos tres elementos interactúan entre sí, por lo que no es conveniente verlos como separados e independientes.

Por otra parte, además de abordarlos en conjunto, tenemos que ubicarlos en un contexto complejo que no es el de la mera inercia de nuestra historia reciente. La perspectiva es distinta; dos motores o impulsos transformadores, uno interno y otro externo, nos obligarán a instrumentar cambios substanciales, incluso a nuestro pesar y al deseo de muchos de una evolución muy suave.

Un primer impulso transformador es la reciente decisión ciudadana, expresada en los mayores comicios de la historia del país, de dirigirnos decididamente a conseguir un estado de derecho, en paz interna, que corrija los extremos de riqueza y de miseria y priorice el crecimiento económico incluyente. Lo cual requiere, además una administración eficaz. Todo ello es una gran tarea.

El segundo impulso transformador nos lo impone el mundo. Este se expresa sobre todo como importantes avances tecnológicos y de productividad que desplazarán millones de ocupaciones en los próximos años; un planeta que ha entrado en un proceso de cambio climático que, por vez primera, parece causado por un ser humano confrontado con la naturaleza; condiciones de sobreproducción, rezago de la demanda y empobrecimiento generalizado que se traducen en convulsiones sociales que cuestionan los modelos políticos y el surgimiento de guerras comerciales en substitución del tradicional libre mercado.

Hemos entrado en un proceso de transformación inevitable que me trae a la mente la visión de una pequeña embarcación en la que sus tripulantes palean para sortear los remolinos y rocas de un rio embravecido.

Tomemos como primer hilo de esta madeja el asunto de los salarios. Pretendimos convertirnos en una potencia exportadora sustentada en el pago de bajos salarios, tan bajos que pueden calificarse como de hambre. Subir el salario mínimo a 102 pesos diarios como quiere la Coparmex, y se opone el gobierno peñista, no es suficiente para cumplir el precepto constitucional de un ingreso suficiente para el bienestar de la familia.

Una de las discrepancias no resueltas en la renegociación del TLCAN es precisamente el asunto salarial en México. Estados Unidos y Canadá no aceptan que México compita con salarios muy por debajo de los que se pagan en esos países.

Aceptar pagar mayores salarios de manera selectiva, en tan solo algunas industrias de exportación reduciría el margen de competitividad. Hay que ver que Incluso pagando tan mal a los trabajadores no conseguimos ser potencia exportadora. Los déficits crónicos, comercial y de cuenta corriente lo atestiguan.

Ajustar a la baja la competitividad salarial solo haría trastabillar más un esquema que ya no funciona ni para los sectores globalizados. Mucho menos para el resto de la economía y la gran mayoría de la población. Tendremos que buscar otro mecanismo y ese solo puede ser una paridad cambiaria competitiva.

Solo hay dos maneras de competir en el exterior: salarios bajos o una paridad c cambiaria que nos obligue a comprar menos en el exterior y a entrar en una ruta de substitución de importaciones. China lo aprendió de cuando este país crecía a tasas de seis por ciento anual y más. Habrá que reaprenderlo de nuestra propia experiencia histórica.

Una paridad competitiva nos ubicaría en posibilidad de desarrollarnos dentro y fuera del marco del TLCAN y conseguir algo que muchos proponen: diversificar mercados de exportación. Pero lo más importante es que permitiría elevar salarios y colocar la demanda interna como impulso central del crecimiento económico.

Exportar como eje del crecimiento no dio para más allá de una evolución raquítica, sobre una base productiva altamente concentrada y sacrificando sectores y regiones no globalizables.

La exigencia ahora es crecer de manera generalizada y eso demanda un mercado interno en crecimiento. Pero no basta. No se trata tan solo de que todos consuman más y así abatir la inequidad y revertir el empobrecimiento de las últimas décadas. Es imprescindible que todos produzcan más, que el fortalecimiento del mercado implique demanda sobre todos los sectores y regiones.

Para empezar las transferencias sociales, que crecerán en importancia deberán ser la semilla de una administración del consumo en favor de la producción de los rezagados. La propuesta es sencilla; que las transferencias se otorguen en cupones para consumir productos locales, regionales y nacionales. Será una manera para que, desde el Estado, en su papel constitucional de rector de la economía, se organice un gran esfuerzo de inclusión productiva de los rezagados.

Mejores salarios, paridad competitiva y transferencias sociales generadoras de demanda sobre la producción no globalizable parecen ser los ejes de la transformación que ha decidido emprender la nación.

sábado, 4 de agosto de 2018

Guerra comercial en puerta

Jorge Faljo

El gobierno norteamericano, con Trump a la cabeza, se ha embarcado en una guerra comercial con los países con los cuales tiene déficits comerciales importantes. Estados Unidos le compró al resto del mundo mercancías por 2.34 billones de dólares en 2017 y le vendió 1.55 billones. Compró 795 mil millones de dólares más de lo que vendió. Para financiar el déficit tuvo que endeudarse.

Obtener ese nivel de financiamiento externo no ha sido un problema para los Estados Unidos; en el resto del mundo hay mucho interés por guardar sus ahorros en dólares. Si Ud. ahorra en un banco de hecho le está prestando dinero; si Ud. ahorra en dólares le está prestando a los Estados Unidos. Ser el país emisor de la moneda internacional en que se guarda la mayor parte de las reservas, es decir ahorros, del planeta, le proporciona mucho financiamiento muy barato.

Lo anterior favorece que los norteamericanos sean buenos consumidores de los bienes y servicios que ofrece el resto del mundo. Desde la perspectiva financiera esta situación le funcionó bien a ese país; inversionistas y consumidores obtienen crédito barato y productos importados a buen precio.

Pero… algo falló. No en la perspectiva financiera, sino en la economía real. Desde hace décadas los salarios se estancaron y fueron substituidos por crédito fácil y barato. Hasta que se llegó al límite de endeudamiento y ocurrió la Gran Recesión de 2008 – 2010 donde millones ya no pudieron pagar sus casas.

Otro factor fue que los grandes consorcios trasladaron la producción a países de bajos salarios.

Así que la población del país que pregonaba que la globalización traería prosperidad para todos, ahora enfrenta la pérdida de millones de empleos y el deterioro salarial generalizado. Las familias están endeudadas y para sostenerse tienen que trabajar dos o tres de sus integrantes en lugar de uno solo. O un jefe de familia con dos o tres empleos.

En los Estados Unidos, y en el mundo, se ha llegado al límite. Crecen los movimientos sociales y la rebeldía política en los países industrializados. En los demás países en desarrollo, apenas se soporta la inequidad, la descomposición social y la violencia creciente, de la que decenas de millones tratan de escapar.

Trump y los políticos de su estilo han logrado encausar el descontento de sus empobrecidos hacia las víctimas más vulnerables: los marginados de la economía, las minorías raciales y religiosas, los migrantes, los pobres y desempleados. Pregonan cínicamente que estos son los malos, los ineptos, los criminales; los culpables de la tragedia neoliberal.

Pero este discurso no basta y para no tocar a las elites hay que hacer otra cosa. La respuesta al problema que encabeza Trump es equilibrar la balanza comercial norteamericana abandonando el libre comercio para exigir que los demás le compren más o, mediante intervenciones en el comercio, substituir importaciones con producción interna. Su promesa es que de esa manera millones de trabajadores encontrarán empleo digno.

No lo conseguirá porque el problema de fondo es que, desde hace décadas, la nueva riqueza creada por el avance tecnológico se la quedan los ultra ricos, el uno por ciento de la población. Para empeorar la perspectiva está anunciada una revolución tecnológica que destruirá millones de empleos. Una tendencia que empeora el principal problema de la economía planetaria: el exceso de producción que no encuentra compradores.

Se empiezan a generar oleadas de destrucción de empresas sobrantes mientras que las sobrevivientes se consolidan como conglomerados gigantescos de enorme poder económico y con capacidad para comprarse decisiones políticas favorables.

Trump ha sabido, con sus desplantes, encabezar la furia de una población a la que le prometió tres cosas principales: golpear a un gobierno y un sistema político en el que no se sienten representados; poner un muro en la frontera sur repeliendo a los migrantes, y reconstruir la base industrial norteamericana atacando a todos los países que, dice, se han aprovechado de los norteamericanos.

Con esa furia respaldándolo el presidente norteamericano ataca con aranceles la producción de Canadá, Europa, Japón y, sobre todo China. Con esta última, la segunda potencia económica del planeta, Estados Unidos tuvo un déficit de 375 mil millones de dólares en 2017. Para disminuirlo les impuso aranceles a 34 mil millones de dólares de exportaciones chinas. China respondió con impuestos a una cantidad similar de productos norteamericanos que le pegan sobre todo a la base política rural (cerdo, soya) del presidente Trump.

Ahora Estados Unidos habla de un segundo round en el que impondría aranceles de 25 por ciento a 200 mil millones de dólares de mercancías chinas y podrían, dice Trump llegar a gravar el total de los 505 mil millones de dólares de importaciones chinas.

Los aranceles no son la única arma de una guerra comercial. Trump se queja de que China ha devaluado su moneda un 10 por ciento desde que entró a la presidencia; y critica a su propio banco central por elevar la tasa de interés y fortalece al dólar. Son factores que reducen la efectividad de los aranceles.

México, o más precisamente, AMLO disfruta de un corto respiro. Pero la nueva administración federal tendrá que negociar apenas llegue con un adversario sin escrúpulos que ya amenazó con “tomar otras medidas” si no consigue lo que quiere.

En su carta a Trump, López Obrador ofreció una estrategia de crecimiento que haga innecesaria la emigración. Para ello tendrá que tomar medidas no ortodoxas (precios de garantía, rectoría estatal de la economía). Queda pendiente la exigencia gringa de equilibrar el comercio.

Fue Marcelo Ebrard el que mencionó algo que era tabú para la administración de Peña Nieto: reducir el déficit comercial de México con China que en 2017 fue de 67.4 mil millones de dólares. Es decir que prácticamente todo el superávit con Estados Unidos se usa para comprarle a China. Eso es lo que no acepta el gobierno norteamericano.

Parece inevitable que México entre a una guerra comercial. Puede ser con los Estados Unidos intentando, como lo hizo Peña Nieto, que no haya cambios importantes. Solo que bastaría que Trump le ponga impuestos a la compra de automóviles hechos en México para descuadrarnos el modelo económico.

O podemos reducir las importaciones de China en una estrategia doble: en parte para comprarles más a los gringos y en parte para substituirlas con producción interna. Esto último abriría espacio a una política industrial que podría hacerse compatible con la estrategia norteamericana.

AMLO tendrá que decidir.