domingo, 8 de noviembre de 2015

Un premio totalmente palacio…

Jorge Faljo

El Senado de la República decidió otorgar la medalla “Belisario Domínguez” al empresario Alberto Bailléres. Es una decisión con una fuerte carga de significados que posiblemente escapan al entendimiento de los que tomaron la decisión.

Este galardón fue creado en 1953 en memoria y homenaje a un senador destacado por su valentía en defensa de la democracia y por denunciar los asesinatos del entonces presidente Madero y vicepresidente Pino Suarez. Hoy en día es la mayor distinción que otorga el Estado mexicano “para premiar a los hombres y mujeres mexicanos que se hayan distinguido por su ciencia o su virtud en grado eminente, como servidores de nuestra Patria o de la Humanidad."

Belisario Domínguez nació en Comitán, Chiapas, en 1863; se formó como médico cirujano, especializado en oftalmología y con un doctorado en medicina. De regresó en su pueblo natal se hizo de buena fama y a insistencia de sus vecinos aceptó ser candidato a la presidencia municipal; ganó e hizo una gestión honesta y destacada. También por un breve periodo fue periodista.

Más tarde aceptó también de manera reticente, ser candidato a senador suplente. Quiso el destino que el senador propietario falleciera y eso lo convirtió en senador en 1913. Un año aciago en el que Victoriano Huerta traicionó sus juramentos y aplastó una incipiente democracia para autonombrarse presidente. El costo fue terrible; hizo necesaria la Revolución Mexicana. Huerta fue presidente tan solo dos años y poco después habría de morir de cirrosis coñaquera.

El caso es que Belisario Domínguez escribió en contra de lo que afirmaba Huerta en un Informe presidencial el país no se pacificaba, la economía iba mal, la prensa estaba bajo censura y se violaba la soberanía de los estados. Más tarde lo acuso de magnicidio y propuso su destitución en el senado.

Este claridoso senador chiapaneco moriría de lo que hoy se llama desaparición forzada; fue arrestado por la policía y no se supo más de él hasta que su cadáver fue encontrado en una fosa común casi un año después.

Cuando se instituyó la medalla que lo honra, en 1953, este país todavía tenía raíces revolucionarias y un rumbo exitoso, decidido internamente. La economía crecía a más del seis por ciento anual; el consumo alimenticio se había duplicado, el empleo y los salarios crecían y se formaba masivamente a profesionistas que integraban una nueva clase media educada. La medalla encarnaba los valores ideales de honestidad, conciencia cívica y valentía, aplicados en su caso a una representación digna de la ciudadanía que lo había elegido.

Hoy la medalla de honor se otorga a Alberto Bailléres, un empresario acrecentó la fortuna de su padre a los más de 18 mil millones de dólares que tiene hoy en día. Su fortuna está basado en los más de dos y cuarto de millones de hectáreas que ha recibido en concesión para su explotación minera a lo largo de muchos sexenios, pero en particular, con más de dos millones de hectáreas, de Fox y Calderón. Es también dueño del ITAM, del Palacio de Hierro, de la aseguradora Grupo Nacional Provincial, de una administradora de fondos de retiro, una casa de bolsa y más.

No intento una descalificación del empresario; vería como lo más natural que una organización de empresarios, nacional o internacional, lo premiara; o que el ITAM le diera un segundo doctorado honoris causa. Pero otorgarle la medalla de honor por excelencia, entregada en el recinto del senado por el C. Presidente de la República, expresa un fuerte trastrocamiento de los valores republicanos. Los cargos de representación popular están ahora en manos de una elite que no entiende lo fundamental.

Por cierto que de los cuatro senadores chiapanecos que hicieron la preselección tres son egresados del ITAM.

El premio puede ser interpretado como una exaltación del enriquecimiento extremo; uno basado en la concesión de propiedades sociales o de la nación. Un caso de éxito en buena medida atribuible a una mínima retribución al Estado, a las comunidades de su entorno y a sus trabajadores.

Pero el real asunto no es a quien se da sino a quienes se ignora o francamente se desprecia.

Somos una sociedad desgarrada por la desaparición forzada. Hay grupos y personas destacadas por haberla sufrido en sus familias y haberse convertido en voceros de los dolientes; hay quienes con valentía le hicieron saber a Calderón que no solo eran pleitos entre pandillas, sino que existían las víctimas inocentes. Y no solo de criminales sino, ahora sabemos, de las fuerzas del Estado. No faltan en este campo personajes que, de ser premiados, simbolizarían un mensaje de conciliación e interés por instrumentar una justicia eficiente y, sobre todo, justa.

Hoy en día el país se distingue como uno de los más violentos en contra de los periodistas. Hacer periodismo es colocarse a dos o más fuegos y arriesgar la vida. Ya ni huyendo al Distrito Federal se logra ponerse a salvo. Pero el problema no es solo este extremo sino la mera posibilidad de hacer análisis crítico o un periodismo de investigación que destape los actos dudosos de los poderosos. Una buena selección en este campo podría haber dado un mensaje de aceptación del escrutinio público, o por lo menos del necesario respeto a la vida de los periodistas que debiera imperar en algunos estados.

Pero en lugar de ello la cúpula política parece reafirmar su desafiante ¡ya basta! ¡Ya chole con sus críticas! ¡Estamos cansados de escucharlos!

Es una elite que se siente incomprendida, acorralada por la crítica interior que cada vez controlan menos y por los cuestionamientos internacionales al incumplimiento de compromisos también internacionales en materia de derechos humanos y gestión de la justicia. Recién se empiezan a dar cuenta que su globalización los compromete a presentar una cara limpia ante el mundo.

Como en la película de Almodóvar, están en riesgo de un ataque de nervios. Pero su mensaje no es de paz sino de provocación; así se entiende adentro y afuera. Lejos de tender puentes, así sea simbólicos, con las demandas sociales reaccionan, de buena o mala fe, como chicos Totalmente Palacio.

Estoy convencido de que al Presidente de la República le conviene reflexionar sobre el riesgo de asociarse personalmente a esta postura. Lo mejor sería enviar a alguien más a otorgar la medalla, con un discurso digno sobre el tipo de sociedad que queremos construir.

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