domingo, 25 de abril de 2021

Entre dos fuegos

 

Jorge Faljo

El 16 de abril saltó a las primeras páginas de varios periódicos, con algún grado de alarmismo, que el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos comenzó a vigilar las prácticas monetarias de México. Algunos periódicos señalaron que Estados Unidos “puso a México en la mira”, o que era un “primer aviso” por la cotización del peso frente al dólar. Prontamente la Secretaría de Hacienda señaló que el reporte no significaba que habría sanciones contra México.

El hecho es que Departamento del Tesoro norteamericano les da seguimiento permanente a las políticas macroeconómicas, y en particular a la política cambiaria de sus principales socios comerciales porque ello impacta su comercio exterior. Su preocupación es que, si un país sigue una estrategia de moneda barata, es decir competitiva, entonces sus exportaciones son más baratas. Una moneda barata también implica que el dólar es más caro dentro de ese país, y por tanto compra menos productos norteamericanos. Por otra parte, a Estados Unidos no le importa que un país encarezca su moneda porque pierde competitividad; con una moneda cara, le compra más a Estados Unidos.

Muchas de las variaciones fuertes en la balanza comercial de Estados Unidos se deben a cambios acentuados de la paridad cambiaria de las monedas. Un ejemplo que salta a la vista es que entre 1994 y 1996 México, en plena crisis y con una fuerte devaluación del peso, incrementó sus exportaciones de manufacturas a los Estados Unidos en un 80 por ciento. Algo verdaderamente inusitado que un país en crisis, sin recibir inversión extranjera y sin inversión interna, sin que los bancos dieran créditos, pudiera elevar de manera casi increíble sus exportaciones. Pero así sucedió porque con la devaluación el peso se volvió sumamente competitivo, barato, y la demanda externa se acentuó.

No hubo inversión productiva, ni nacional ni extranjera, pero las empresas existentes pusieron a trabajar toda su capacidad instalada y elevaron sus exportaciones. Mientras tanto el resto de la economía nacional se debatía en una profunda crisis que impactó severamente los ingresos de los trabajadores y la recaudación, así que no hubo demanda interna que favoreciera a las empresas no exportadoras.

La crisis alteró la paridad cambiaria peso dólar por una doble vía. Por un lado, muchos capitales buscaron seguridad comprando dólares y lo fortalecieron. Con un dólar fuerte los consumidores y empresas norteamericanos vieron abaratarse los bienes e insumos importados. 

A México le ocurrió lo contrario; el doble golpe de la paralización de sectores productivos, sobre todo los de mayor contacto físico y, además, de caída brutal de la demanda de la mayoría de la población empobrecida ha hecho que compremos bastante menos del exterior.

El caso es que, en 2020 México, según el reporte del Tesoro, tuvo un superávit comercial de 113 mil millones de dólares con los Estados Unidos. Un 11 por ciento mayor que el del año anterior. Además, el envío de remesas de los trabajadores mexicanos en Estados Unidos subió también en un 11 por ciento y llegó a los 40 mil millones de dólares.  

El incremento del déficit norteamericano con México les encendió una señal de alerta y de manera automática colocó a nuestro país en la mira para revisar si ese déficit se debió a un abaratamiento deliberado del peso provocado por el Banco de México. Pero no fue así.

De hecho, Banxico y el gobierno de México durante décadas han procurado tener un peso fuerte y esto lamentablemente se ha convertido en un mantra político en nuestro país. No se comprende que este es un fuerte lastre al crecimiento económico.

Lo que el reporte del Tesoro encontró no fue manipulación monetaria sino ausencia fiscal. Para combatir la crisis del Covid los Estados Unidos han inyectado apoyos al consumo de su población y a la supervivencia de sus empresas por un monto equivalente al 24 por ciento de su producto interno. El mismo reporte señala que en México tales apoyos han sido inferiores al uno por ciento.

Es decir que mientras los consumidores y empresas norteamericanos pudieron, más o menos, sostener su consumo de productos importados abaratados; en México el empobrecimiento de la población y la crisis de las empresas (excepto el sector exportador) nos hicieron comprar menos.

Así que no hubo manipulación monetaria pero aun así hay preocupación norteamericana. Estados Unidos espera, desea, que México vuelva a una normalidad en la que regresemos a importar de su país los montos acostumbrados.

Pero salir del empobrecimiento no será sencillo. Para empezar el Fondo Monetario Internacional proyecta que la recuperación del PIB per cápita de México no ocurrirá antes del 2026, después de que acabe el sexenio. Y la recuperación se concentra en los sectores exportadores; no en la producción para el mercado interno y menos en ocupaciones bien remuneradas. La crisis ha volcado a los mexicanos a trabajar cómo sea, en la informalidad y con ingresos reducidos.

Alfredo Coutiño, de Moody´s Analytics, un reconocido analista, señala que la política fiscal austera, que mantiene deprimidas la demanda y las importaciones evita el rebalance esperado por Estados Unidos y advierte que México corre el riesgo de ser considerado no un manipulador de la moneda, pero si un manipulador fiscal.

México se encuentra entre dos fuegos. En 2020 tuvimos un superávit comercial histórico con los Estados Unidos, algo que no les gusta y quisieran aminorar. Pero al mismo tiempo seguimos con un enorme déficit con Asia, que fue, de acuerdo a Banxico, de 122 mil millones de dólares –mmd-, además de otros 22 mmd con Europa. Hemos sido un país crónicamente deficitario en su comercio y eso no cambió en 2020, cuando el déficit comercial global de México fue de 34.5 mmd.

Una vez superada esta crisis seguiremos en la situación de que para los Estados Unidos nuestra moneda es competitiva, barata; por otro lado, nuestro déficit global indica que tenemos moneda fuerte, pero cara y poco competitiva.

Un dilema que no podría resolverse rompiendo el tabú de la manipulación monetaria, pero si mediante medidas de administración del comercio. Lo cual es también tabú para nuestro neoliberalismo ortodoxo, pero igual lo digo como medidas algo utópicas.

El enorme déficit con Asia requiere imponerles aranceles a algunas importaciones en el contexto de una política industrial consensada con el sector privado mexicano. Sería una estrategia de substitución de importaciones.

El superávit con los Estados Unidos requiere lo contrario; consensar con ellos el establecimiento de algunos impuestos a las exportaciones de México antes de que ellos nos impongan restricciones para reducir su déficit. Recordemos que los Estados Unidos ya nos han amenazado con algunos aranceles, o han presionado para subir el precio de algunas de nuestras exportaciones.

domingo, 18 de abril de 2021

Por una gran reforma fiscal; nos vemos lentos.

Jorge Faljo

Este 16 de abril rebasamos los tres millones de muertes por Covid en el planeta; uno de los peores desastres globales de la historia. Además, empobrecimiento masivo provocado por el doble golpe de, primer, caída de la producción y, después, caída brutal del ingreso de la mayoría.

Lo peor ya parece estar quedando atrás y entramos a una etapa de reactivación insuficiente y sesgada. Así como unos fueron más golpeados que otros; ahora en la reactivación los más golpeados son los menos favorecidos.

De esta inequidad da cuenta la enorme multiplicación de la riqueza de los que ya eran los más ricos del planeta. Según Oxfam, la más reconocida alianza de organizaciones caritativas, la riqueza de los 10 más ricos del planeta, que ya era enorme, se incrementó en 540 mil millones de dólares –mmd-, en lo que va de la pandemia. Jeff Bezos, el más rico del planeta batió otro record cuando su fortuna personal se incrementó en 13 mmd en un solo día, a fines de julio del 2020.

Pero los cuentos de hadas tienen su lado oscuro. Según el Banco Mundial la pandemia ha elevado la pobreza extrema a más del 9 por ciento de la población mundial (que vive con menos de 1 dólar 90 centavos al día), mientras que más del 40 por ciento de la población vive con menos de 5.50 dólares al día. La pobreza extrema implica hambre crónica y carencias elementales; la pobreza a secas mala nutrición y necesidades básicas insatisfechas.

El enriquecimiento de los súper ricos se asocia a su muy baja contribución al bienestar general, aunque a muchos les guste dar fachada y presumir de “filántropos”; palabra que hay que oír con mucho recelo.

Resulta que 55 de las más grandes corporaciones norteamericanas no pagaron ni un centavo en impuestos federales en 2020. En conjunto tuvieron ganancias por 40.5 mil millones de dólares y a la tasa oficial de 21 por ciento de impuesto a las ganancias corporativas habrían pagado un total de 8.5 mmd. No los pagaron y hasta recibieron 3.5 mmd del gobierno norteamericano; obviamente provenientes de los impuestos que si pagaron los trabajadores, los consumidores y las pequeñas y medianas empresas.

Un ejemplo. La empresa Zoom, dedicada a facilitar videoconferencias tuvo 16 millones de dólares –md-, de ganancias en 2019 y de 660 md en 2020; un año en que pago cero dólares en impuestos federales. A fines de 2020 tenía 4.2 miles de md en efectivo y públicamente solicitó buenas ideas sobre qué hacer con ellos.

A lo largo de los años y con el apoyo de sus cabilderos, las grandes empresas lograron incidir en el diseño de leyes con grandes agujeros que les permitieran evadir impuestos, y hasta solicitar apoyos públicos. Digamos que desquitan los grandes donativos que hacen a las campañas políticas norteamericanas. Consiguen deducir sus gastos de investigación, de inversión y los beneficios a sus altos ejecutivos.  

Los países, estados y ciudades del mundo compiten para ofrecerles condonaciones de impuestos, infraestructura a modo, subsidio a sus insumos (agua, electricidad), y reglas laborales favorables. Es una competencia suicida que pone contra la pared a los gobiernos.

Un efecto de la pandemia es que pone los reflectores en la falsedad de la idea de que si los ricos se hacen más ricos eso terminará por favorecer también a los pobres. La nueva idea es que son los gobiernos los responsables y los únicos que pueden aliviar la enorme crisis sanitaria, social y económica en que nos encontramos. Y para ello necesitan recursos y no a la manera usual. No como deuda.

Hasta ahora lo acostumbrado es que los grandes corporativos paguen pocos impuestos y acumulen enormes recursos financieros que luego les prestan a los gobiernos. De manera similar les prestan a los consumidores en lugar de elevar salarios. Una estrategia que agoniza porque difícilmente los gobiernos y los hogares (y en Estados Unidos, los estudiantes) se pueden endeudar más.

Hay enormes capacidades de producción semiparalizadas; lo que se requiere es generar demanda que la ponga a funcionar. Eso solo lo pueden hacer los gobiernos gastando en infraestructura y transferencias sociales que apoyen a los más vulnerables. Para eso, para salir adelante, se requiere fortalecer el gasto público. Una idea que ha adoptado la actual administración federal norteamericana pero que se esparce en todas partes.

Cunde en el mundo la idea de que se requiere una gran reforma fiscal. No una que le quite dinero a la mayoría empobrecida, o a las empresas pequeñas y medianas, las mayores generadoras de empleo. Es necesario en cambio que el peso del esfuerzo recaudatorio recaiga en los pocos muy favorecidos por la crisis; en los ultra ricos, en las grandes ganancias y riquezas que poco o nada contribuyen a reactivar la producción, el empleo o la demanda.

El presidente norteamericano, Biden, ha propuesto una gran reforma fiscal en tres pasos: elevar el impuesto a las ganancias corporativas del 21 al 28 por ciento; hacerlo efectivo por la vía de eliminar agujeros para la evasión y, algo inusitado, propone que se establezca un piso mínimo de impuestos del 21 por ciento parejo en todos los países del mundo para todas las corporaciones.

Un impuesto mínimo global parejo es una idea que apoya el Fondo Monetario Internacional y es de la mayor importancia en un mundo globalizado porque evitaría la absurda competencia para bajar impuestos y subir incentivos para atraer grandes corporaciones a cambio de un puñado de empleos y, en algunos casos, de engrasar las manos de algunos gobernantes.

Otra idea que cunde en el mundo es gravar las grandes riquezas, y las grandes herencias. Argentina impuso un impuesto del 2 por ciento a las fortunas personales en la porción que sobrepase el equivalente a unos 50 millones de pesos mexicanos. Afecta a solo 12 mil personas. Bolivia cobra del 1.4 al 2.4 por ciento a la riqueza personal excedente de más o menos 86 millones de pesos

Noruega, España y Suiza tienen impuestos a las grandes fortunas. Francia lo tiene a la riqueza inmobiliaria que supere los 1.3 millones de euros (unos 31 millones de pesos). Italia tiene un impuesto a la riqueza de italianos colocada fuera del país.

Ideas hay muchas, ejercerlas es una carrera que apenas empieza y, poco a poco, nos acerca a la gran reforma fiscal que necesita el mundo… y, por supuesto, México

 

domingo, 11 de abril de 2021

Estados Unidos, la esperanza de México

 Jorge Faljo

El gobierno de México, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional coinciden en señalar que un pilar fundamental de la reactivación de la economía mexicana es la aceleración esperada en la recuperación de los Estados Unidos. Esta se ve apuntalada, nos dice la Secretaría de Hacienda, por su propio proceso de vacunación y por el paquete de estímulos fiscales aprobado por el congreso norteamericano el pasado 10 de marzo y que asciende a 1.9 billones de dólares. A partir del mismo Hacienda espera un derrame del estímulo que favorecerá sectores de la economía mexicana que tienen un vínculo estrecho con la economía norteamericana, como la producción agropecuaria, la agroindustria y las manufacturas.

Sin olvidar que el año pasado, a pesar de la pandemia, las remesas enviadas por trabajadores mexicanos en los Estados Unidos tuvieron un incremento de 11.4 por ciento y llegaron a los 41 mil millones de dólares. No les fue muy bien a los trabajadores mexicanos en los Estados Unidos y, no obstante, sabiendo que a sus familias les iba peor, mostraron una gran solidaridad.

Desde antes de la pandemia la estrategia económica de México hacia agua, con una caída del 0.1 por ciento del PIB en 2019 y al año siguiente, 2020, decreció en 8.2 por ciento. Así que el crecimiento calculado por Hacienda, de alrededor de 5.6 por ciento para este 2021 y cercano al 3.6 por ciento para el año que entra, nos llevará, si se cumple, a que en 2022 recuperemos el nivel del PIB del 2018. Igual pero diferente porque la crisis impuesta por el Covid no les pegó igual a todos los sectores y a todos los mexicanos y porque cabe esperar lo mismo de la recuperación: será diferenciada. Y en estas diferencias clases medias y pobres serán los más golpeados.

El caso es que en alguna medida la esperanza de México… son los Estados Unidos. No lo eran antes dado que allá como acá en los últimos años predominó el empobrecimiento de su población. De eso se aprovechó Trump con un discurso a favor de los aumentos salariales, la reindustrialización y una fuerte inversión en infraestructura que lo llevó a ganar las elecciones. Solo que nunca cumplió, ni tuvo intenciones de cumplir. Lo suyo era estafar.

Pero, como lo escribí hace unos meses, Biden, el nuevo presidente norteamericano tendría que tomar en cuenta las demandas de una población norteamericana enfurecida por la desaparición de los buenos empleos, el deterioro de sus condiciones de vida y su progresivo endeudamiento y dentro de este el endeudamiento estudiantil. Es decir que tendría que hacer efectivas buena parte de las promesas huecas de Trump.

Tal es el sentido del plan de rescate lanzado por Biden y recién aprobado por el congreso norteamericano. No se rescatan bancos y grandes negocios, sino que ahora se inyectan 1.9 billones de dólares a los hogares norteamericanos mediante literalmente una multitud de mecanismos que es imposible listar en este espacio.

Lo que más se conoce es que dará un pago directo de 1,400 dólares a todas las personas con ingresos menores a 75 mil dólares anuales. Una pareja con dos hijos que gane menos de 150 mil dólares al año recibe cuatro veces esa cantidad; un total de 5,600 dólares. Esto beneficia al 85 por ciento de los hogares norteamericanos.

Entre las otras muchas transferencias sociales se encuentra la ampliación del seguro de desempleo, el existente y el que pueda ocurrir, a 300 dólares a la semana hasta, por lo menos el mes de septiembre. Se incrementa la ayuda alimentaria a decenas de millones de familias y se introducen notables reducciones de impuestos a la mayoría, por ejemplo, por tener hijos o dependientes. Hay subsidios a la nómina de las pequeñas empresas y descuentos de impuestos a las empresas que siguieron pagando a sus empleados ausentes por enfermedad. Se mejoran las instalaciones escolares; se dan donativos para el pago de hipotecas y creación de vivienda de bajo costo; se subsidian los costos de asistir a universidades y se beneficia a los pequeños agricultores.

En total se calcula un gasto equivalente al 8.5 por ciento del producto anual norteamericano, que habrá de generar más de 7 millones de empleos. Mientras que la reducción de impuestos del 2017, en el gobierno de Trump, benefició sobre todo al 5 por ciento más rico de la población, ahora el beneficio es para las familias de ingresos bajos y medios.

Para darnos idea de la magnitud del rescate si se dividiera el gasto previsto de 1.9 billones dólares entre cada norteamericano, hombre, mujer, o niño, a cada uno le tocaría 5 mil 500 dólares. Pero su impacto no se divide así, sino que va a los no ricos, la gran mayoría.

No es hasta aquí que llega la administración Biden. Ya está preparando otro plan de gran envergadura. Se trata de un plan de generación de empleos asociados a una enorme inversión (todavía no aprobada) de dos billones de dólares para, en los próximos diez años, reconstruir y ampliar puentes, carreteras, puertos, aeropuertos, vialidades y sistemas de transporte urbanos.

También reemplazaría viejas tuberías de agua y drenaje, redes eléctricas y llevaría el internet de alta velocidad a todos los norteamericanos. Reconstruiría millones de casas, edificios, escuelas y hospitales. Revitalizaría la producción industrial, invertiría en investigación y proporcionaría capacitación a los trabajadores. Lo principal es que es una estrategia de inversión dispersa y no concentrada en unas cuantas obras de relumbrón.

La estrategia adopta tecnologías avanzadas, menos contaminantes y con mayor respeto a la naturaleza.

Parte fundamental de la agenda es el apoyo a la creación y fortalecimiento de sindicatos y a las negociaciones colectivas entre trabajadores y empresas de manera tal que puedan mejorar sus condiciones salariales y de empleo.

Los norteamericanos desconfían del gasto gubernamental. En este caso apoyan tanto el plan de rescate como el de empleo porque se asocia a un importante incremento de los impuestos efectivamente pagados por las grandes empresas. Hay que señalar que las 500 más grandes empresas norteamericanas pagaron cero dólares en impuestos federales en 2018; muchas incluso recibieron subsidios fiscales, es decir impuestos negativos. La idea es elevar la tasa impositiva formal y eliminar numerosos mecanismos de evasión de impuestos.

Biden coloca a su gobierno como eje de la recuperación y recomposición de la sociedad norteamericana. Rechaza la austeridad, baja impuestos a la mayoría y demanda que los muy ricos contribuyan al desarrollo de su país y al bienestar de todos. Es un gobierno progresista.   

El plan de empleos requerirá que el grueso de los materiales y equipos sean hechos en los Estados Unidos, no obstante, la reactivación norteamericana puede efectivamente tener un efecto de derrame positivo hacia el exterior. Habría que ponerse las pilas para aprovecharlo y esto requerirá una estrategia espejo de parte de México.