sábado, 4 de agosto de 2018

Guerra comercial en puerta

Jorge Faljo

El gobierno norteamericano, con Trump a la cabeza, se ha embarcado en una guerra comercial con los países con los cuales tiene déficits comerciales importantes. Estados Unidos le compró al resto del mundo mercancías por 2.34 billones de dólares en 2017 y le vendió 1.55 billones. Compró 795 mil millones de dólares más de lo que vendió. Para financiar el déficit tuvo que endeudarse.

Obtener ese nivel de financiamiento externo no ha sido un problema para los Estados Unidos; en el resto del mundo hay mucho interés por guardar sus ahorros en dólares. Si Ud. ahorra en un banco de hecho le está prestando dinero; si Ud. ahorra en dólares le está prestando a los Estados Unidos. Ser el país emisor de la moneda internacional en que se guarda la mayor parte de las reservas, es decir ahorros, del planeta, le proporciona mucho financiamiento muy barato.

Lo anterior favorece que los norteamericanos sean buenos consumidores de los bienes y servicios que ofrece el resto del mundo. Desde la perspectiva financiera esta situación le funcionó bien a ese país; inversionistas y consumidores obtienen crédito barato y productos importados a buen precio.

Pero… algo falló. No en la perspectiva financiera, sino en la economía real. Desde hace décadas los salarios se estancaron y fueron substituidos por crédito fácil y barato. Hasta que se llegó al límite de endeudamiento y ocurrió la Gran Recesión de 2008 – 2010 donde millones ya no pudieron pagar sus casas.

Otro factor fue que los grandes consorcios trasladaron la producción a países de bajos salarios.

Así que la población del país que pregonaba que la globalización traería prosperidad para todos, ahora enfrenta la pérdida de millones de empleos y el deterioro salarial generalizado. Las familias están endeudadas y para sostenerse tienen que trabajar dos o tres de sus integrantes en lugar de uno solo. O un jefe de familia con dos o tres empleos.

En los Estados Unidos, y en el mundo, se ha llegado al límite. Crecen los movimientos sociales y la rebeldía política en los países industrializados. En los demás países en desarrollo, apenas se soporta la inequidad, la descomposición social y la violencia creciente, de la que decenas de millones tratan de escapar.

Trump y los políticos de su estilo han logrado encausar el descontento de sus empobrecidos hacia las víctimas más vulnerables: los marginados de la economía, las minorías raciales y religiosas, los migrantes, los pobres y desempleados. Pregonan cínicamente que estos son los malos, los ineptos, los criminales; los culpables de la tragedia neoliberal.

Pero este discurso no basta y para no tocar a las elites hay que hacer otra cosa. La respuesta al problema que encabeza Trump es equilibrar la balanza comercial norteamericana abandonando el libre comercio para exigir que los demás le compren más o, mediante intervenciones en el comercio, substituir importaciones con producción interna. Su promesa es que de esa manera millones de trabajadores encontrarán empleo digno.

No lo conseguirá porque el problema de fondo es que, desde hace décadas, la nueva riqueza creada por el avance tecnológico se la quedan los ultra ricos, el uno por ciento de la población. Para empeorar la perspectiva está anunciada una revolución tecnológica que destruirá millones de empleos. Una tendencia que empeora el principal problema de la economía planetaria: el exceso de producción que no encuentra compradores.

Se empiezan a generar oleadas de destrucción de empresas sobrantes mientras que las sobrevivientes se consolidan como conglomerados gigantescos de enorme poder económico y con capacidad para comprarse decisiones políticas favorables.

Trump ha sabido, con sus desplantes, encabezar la furia de una población a la que le prometió tres cosas principales: golpear a un gobierno y un sistema político en el que no se sienten representados; poner un muro en la frontera sur repeliendo a los migrantes, y reconstruir la base industrial norteamericana atacando a todos los países que, dice, se han aprovechado de los norteamericanos.

Con esa furia respaldándolo el presidente norteamericano ataca con aranceles la producción de Canadá, Europa, Japón y, sobre todo China. Con esta última, la segunda potencia económica del planeta, Estados Unidos tuvo un déficit de 375 mil millones de dólares en 2017. Para disminuirlo les impuso aranceles a 34 mil millones de dólares de exportaciones chinas. China respondió con impuestos a una cantidad similar de productos norteamericanos que le pegan sobre todo a la base política rural (cerdo, soya) del presidente Trump.

Ahora Estados Unidos habla de un segundo round en el que impondría aranceles de 25 por ciento a 200 mil millones de dólares de mercancías chinas y podrían, dice Trump llegar a gravar el total de los 505 mil millones de dólares de importaciones chinas.

Los aranceles no son la única arma de una guerra comercial. Trump se queja de que China ha devaluado su moneda un 10 por ciento desde que entró a la presidencia; y critica a su propio banco central por elevar la tasa de interés y fortalece al dólar. Son factores que reducen la efectividad de los aranceles.

México, o más precisamente, AMLO disfruta de un corto respiro. Pero la nueva administración federal tendrá que negociar apenas llegue con un adversario sin escrúpulos que ya amenazó con “tomar otras medidas” si no consigue lo que quiere.

En su carta a Trump, López Obrador ofreció una estrategia de crecimiento que haga innecesaria la emigración. Para ello tendrá que tomar medidas no ortodoxas (precios de garantía, rectoría estatal de la economía). Queda pendiente la exigencia gringa de equilibrar el comercio.

Fue Marcelo Ebrard el que mencionó algo que era tabú para la administración de Peña Nieto: reducir el déficit comercial de México con China que en 2017 fue de 67.4 mil millones de dólares. Es decir que prácticamente todo el superávit con Estados Unidos se usa para comprarle a China. Eso es lo que no acepta el gobierno norteamericano.

Parece inevitable que México entre a una guerra comercial. Puede ser con los Estados Unidos intentando, como lo hizo Peña Nieto, que no haya cambios importantes. Solo que bastaría que Trump le ponga impuestos a la compra de automóviles hechos en México para descuadrarnos el modelo económico.

O podemos reducir las importaciones de China en una estrategia doble: en parte para comprarles más a los gringos y en parte para substituirlas con producción interna. Esto último abriría espacio a una política industrial que podría hacerse compatible con la estrategia norteamericana.

AMLO tendrá que decidir.

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