Jorge Faljo
De nueva cuenta nos llega desde el Fondo Monetario Internacional el consejo de darle máxima prioridad al incremento de la productividad. Lo dice Alejandro Werner, un economista mexicano con estudios en el Massachusetts Technological Institute que es ahora economista en jefe para el Hemisferio Occidental de esa agencia financiera internacional. Apunta así a una posible solución al bajo crecimiento de México que este año, según esa institución, crecerá a tan solo un 1.2 por ciento, pero que, si hace su tarea podrá aprovechar el crecimiento norteamericano esperado para el año que entra. Se trata de la vieja visión de México como furgón de cola de la economía norteamericana; sin un motor interno que nos permita crecer por cuenta propia.
Sin embargo esta visión del crecimiento de la productividad como base del crecimiento de la competitividad de nuestra economía para venderle más a los Estados Unidos deja mucho que desear, sobre todo cuando se trata de competir con China en el terreno industrial.
Para explicarlo mejor me remito al muy exitoso crecimiento de la exportación de manufacturas que ocurrió entre 1994 y 1996. En esos dos años incrementamos la exportación de manufacturas de empresas no maquiladoras en un 80 por ciento. Tal experiencia tiene mucho que enseñarnos y conviene revisarla a conciencia. Sobre todo en una estrategia de furgón de cola, pero también en un posible modelo alternativo que se planteé la reindustrialización nacional bajo el viejo modelo exitoso de la substitución de importaciones.
El caso es que el salto exportador de esos dos años se hizo de tal manera que sustentó el crecimiento de la manufactura mexicana a un ritmo de 7.24 por ciento anual de 1995 al 2000. Muy distinto del periodo del 2000 al 2006 en que el crecimiento medio no llegó al 2 por ciento.
¿Cuáles fueron las condiciones en las que elevamos la competitividad y aumentamos nuestra participación en el mercado norteamericano? Aunque parezca paradójico, y sin duda no se trata de una sugerencia, resulta que ese crecimiento se dio en un par de años de grave crisis; con ausencia casi total del crédito a la producción; con fuerte caída de la inversión productiva; con un gobierno fuertemente contraído y en pleno dislocamiento del comercio interno y externo.
En esas duras condiciones las empresas manufactureras debieron, para sobrevivir, encontrar abastecedores internos que les vendieran en pesos y no en dólares.
Lo que había ocurrido es que tras la fuerte fuga de capitales ocurrida en 1994 llegamos a una situación en que el país agotó sus reservas vendiéndolas a los “tomadores de ganancias” al grado de ya no contar con lo suficiente para pagar deudas o para importaciones estratégicas.
La escasez y encarecimiento de los dólares obligó a empresas y consumidores a abastecerse en el mercado interno. Fueron años de tropiezo del modelo económico y paradójicamente de fuerte incremento de la competitividad. Tan alto que alentó una reactivación generalizada de capacidades productivas. El truco no fue la nueva inversión y el incremento de la productividad. Lo que ocurrió fue muy distinto; emplear mejor lo que ya se tenía; incluso empresas pequeñas y micro con tecnologías atrasadas.
Lo que ocurrió en medio del sufrimiento de la población fue, no obstante, espectacular. Si nos enfocamos en el aspecto de la productividad encontramos una paradoja: se reabrieron empresas y talleres de baja productividad con lo que podríamos pensar que la productividad media se redujo; lo que podríamos llamar “productividad país” se elevó debido al mejor uso de capacidades instaladas y recursos existentes, entre ellos mano de obra.
Viendo el panorama general podemos decir que el aumento de competitividad originado en la devaluación del peso fue lo que jaló a la productividad. Este es el camino fácil seguido por la mayoría de los países que logran industrializarse. China por ejemplo inició su entrada al mercado internacional con estrategia financiera de moneda barata y regulación comercial altamente proteccionista; eso fue lo que le permitió conquistar los mercados mundiales a partir de niveles tecnológicos muy bajos. Como la vieja historia de Japón que inicia su industrialización exportando productos de baja calidad.
Lo que ha funcionado son las estrategias en las que el gobierno es responsable de una favorable operación del mercado y el comercio externo; es decir de las condiciones de competitividad. Entretanto la adopción de nuevas tecnologías y mejores prácticas productivas es responsabilidad de cada empresa. Sobre todo, no se parte de destruir sino de construir sobre lo que hay.
En nuestro caso lo intentamos hacer al revés. Nuestras estrategias de apertura comercial, de moneda cara y de ausencia de política industrial implican que el gobierno se desentiende del funcionamiento del mercado y el comercio externo. La posibilidad de competir es responsabilidad exclusiva de las empresas. Pero la experiencia histórica no nos habla de buenos resultados.
En nuestro caso los dos años de crisis del 95 – 96 nos colocaron en situación de alta competitividad y podrían haber sido el pie de un modelo de substitución de importaciones, alto crecimiento industrial y avanzar como potencia exportadora. Un traspiés ciertamente, pero que podríamos haberlo aprovechado como punto de arranque para fortalecer el papel del estado y el mercado interno como motores de un crecimiento basado en el mercado interno.
No hay que repetir la infame historia de la crisis de fin de 1994. Nadie lo desea. Hay que hacer examen de conciencia y revalorar la posibilidad de una estrategia de productividad nacional basada en la integración de cadenas productivas que reactiven todas las capacidades existentes en lugar de seguir predicando que la destrucción de los débiles y la contención salarial nos hacen competentes.
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