Faljoritmo
Jorge Faljo
Por allá de 1212, en la edad media europea, ocurrió una cruzada de niños decididos a rescatar la Tierra Santa de los que entonces llamaban sarracenos. Cuenta la historia, mezclada con leyenda y mito, que un niño, francés o alemán, tuvo una visión religiosa que lo llevo a pregonar que serían los niños los que conseguirían la conversión pacifica de los infieles al cristianismo.
La primera gran cruzada, de adultos, había ocurrido en 1095 y con ella se inauguró un periodo de 200 años en los que, bajo el liderazgo papal, los católicos de Europa se propusieron conquistar por la vía armada a Jerusalén y Tierra Santa. Hacia 1212 ya habían ocurrido cuatro de las ocho grandes cruzadas (hubo otras menores) de todo el periodo, y el pensamiento de la población de Europa estaba enfocado en ese objetivo religioso y militar.
Sin embargo las cruzadas no lograron su objetivo. Algunas interpretaciones más cínicas señalan la importancia que tuvieron para reafirmar el poder papal; para ofrecer un objetivo místico que distrajera el imaginario popular de la abismal injusticia social; incluso que fuera una manera de deshacerse del excedente de población miserable.
La cruzada de los niños fue la más desastrosa. Alrededor de 30 mil niños partieron de Alemania y Francia para cruzar los Alpes y llegar a las costas de Italia. Suponían que al llegar al mar este se abriría, como con Moisés al salir de Egipto, y así lograrían llegar caminando a Tierra Santa. Casi la mitad murió de hambre, frio y cansancio en el camino; casi otra mitad desertó. Lograron llegar a la costa unos dos mil y se pasaron dos semanas rezando para que el mar les abriera paso. Grande fue su desilusión cuando esto no ocurrió.
Según la leyenda dos mercaderes les ofrecieron pasaje gratuito hasta llenar siete naves. Dos de ellas naufragaron en una tormenta y las otras cinco llegaron a Tunes donde los mercaderes vendieron a sus pasajeros como esclavos.
Escribo esto por la inevitable asociación mental con la crisis humanitaria que significa el que decenas de miles de niños, muchos más que en la cruzada, intenten llegar, viajando sin familiares, a los Estados Unidos, una especie de nueva tierra prometida. Van en busca de su padre o madre, de un hermano o un tío, de un amigo. O simplemente huyendo del hambre, el desempleo, la violencia criminal y un futuro desolador.
También ahora pasan hambre, frio, soledad y miedo; algunos mueren o desaparecen en el camino. Otros caen en nuevas formas modernas de esclavitud temporal o permanente. Muchos, la mayoría, logran llegar a su destino para ser encerrados en grandes almacenes donde, casi como ganado, se les procesa para aceptar unos cuantos y deportar de regreso a la mayoría.
Es un movimiento que refleja una fuerte ilusión popular que se aferra a un clavo ardiente en un entorno de desesperación. Dicho en su sentido esencial, falta de esperanza. Es también un fracaso; pero tal vez contribuye a desviar la atención de una verdadera solución en sus propias tierras. Tal vez también ayuda a que mucha de la población “sobrante” creada por este modelo despiadado de exclusión económica y social se vaya a otra parte, o se haga la ilusión de que eso es posible.
Esta moderna cruzada sin destino de niños sin futuro no es sino la punta del iceberg. Son decenas de miles de niños en busca de millones de padres o madres ausentes. Son el resultado de una estrategia económica y social que destruye a las familias, a las comunidades y pueblos, a países enteros. Salen de El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua… y México.
La situación es atroz sobre todo porque no estamos en la edad media y esto podría evitarse. Los avances tecnológicos sustantivos de las últimas décadas podrían abrir un horizonte de bienestar generalizado si se sumaran sin destruir la producción tradicional. Pero el modelo de mercado excluyente, manejado por los poderosos en nombre de la modernidad, determina que los “no viables” deben ser expulsados del mercado, de la producción e incluso de la sociedad.
¿Acaso darles de comer unos días a estos niños y regresarlos es la solución? La entrevista que presentó el semanario de El País a un muchacho de 14 años, guatemalteco, no deja lugar a dudas. No tiene a qué regresar, no tiene opciones. Si lo regresan volverá a intentarlo una y otra vez.
¿Qué vamos a hacer con estos niños? Es una pregunta falsa, superficial. Lo que debemos preguntarnos es como vamos a evitar continuar por este camino de destrucción de las familias, de las comunidades, de la sociedad.
Vivimos el sin sentido de las cosas. El llamado progreso sólo beneficia en lo material a una minoría de la población mundial. Hay que corregir el camino.
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