Jorge Faljo
El virus del Covid-19 ha infectado a más de 150 millones de personas y matado a más de tres millones. Tiene también otros impactos igualmente demoledores. Ha paralizado durante meses las actividades productivas y provocado el despido de cientos de millones de trabajadores; ha hundido en la miseria a muchos que ya eran pobres y llevado a la pobreza a buena parte de las clases medias del planeta.
Su impacto puede equipararse al efecto de docenas, o cientos, de tsunamis, terremotos, huracanes y erupciones volcánicas en el curso de pocos meses. Pero no ha destruido edificios, viviendas, carreteras; se ha centrado en las personas y eso la convierte en una catástrofe terrible pero insidiosa. Se ensaña en los más mal alimentados y aquellos que sufren enfermedades crónicas no transmisibles; sobrepeso, diabetes, problemas cardiacos, cáncer y se expande sobre todo entre los que no pueden dejar de salir a la calle a ganarse la vida que son también los que viven y se transportan hacinados.
El virus se ha aprovechado de nuestras debilidades; las personales, como una débil fortaleza inmunológica y las sociales que tienen que ver sobre todo con la inequidad en el acceso a una buena alimentación, servicios de salud y hospitalarios.
Es el virus el que enferma y mata, pero también es nuestra culpa el daño que nos hace. Hemos elevado la probabilidad de que surjan nuevos brotes virales peligrosos en particular de tres maneras: la invasión de la naturaleza y el mayor contacto con especies exóticas; la producción en masa e insalubre de animales para alimentación y la globalización del transporte de personas y mercancías.
Algo de la mayor importancia es aprender de la catástrofe, no para repartir culpas sino para estar mejor preparados para un siguiente evento de este tipo.
La Organización Mundial de la Salud encargó a un grupo independiente de expertos una revisión de la manera en que se ha respondido hasta el momento a la pandemia. Se basaron en un amplio ejercicio de campo; es decir de dialogo con múltiples informantes que contribuyeron a una visión de conjunto para finalmente generar un reporte cuyo título, traducido del inglés, es “Hagamos que el Covid-19 sea la última pandemia”.
Este nombre nos dice algo fundamental, que las pandemias pueden evitarse. No por la vana idea de que ya no surgirán nuevos virus de igual o mayor peligro; sino porque es posible estar mejor organizados para hacerles frente.
El reporte señala, sin miedo a las palabras, fallas importantes de la propia OMC y de los gobiernos que se localizan sobre todo en las siguientes vertientes.
El mundo no estaba preparado para enfrentar el problema a pesar de que algunas epidemias previas como el SARS, MERS, Influenza H1N1, Ebola, afortunadamente contenidas a nivel regional, indicaban la necesidad de cambios importantes. La advertencia de que, tarde o temprano, se enfrentaría otro virus más agresivo era clara pero los gobiernos no lo tomaron suficientemente en serio y no se destinaron recursos. Era como gastar en un seguro contra accidentes.
Los sistemas de vigilancia y alerta no reaccionaron con suficiente rapidez; lo mismo en China que posteriormente en la propia OMC.
Una vez declarada la Emergencia de Salud Global la mayor parte de los gobiernos no tomaron medidas inmediatas y decididas. Fallo el liderazgo y la coordinación e incluso se devaluó el conocimiento experto. Tal vez para no enfrentar consecuencias políticas.
No se contó con infraestructura, personal capacitado y reservas de, por ejemplo, pruebas diagnósticas, oxigeno, respiradores. El desabasto se hizo presente en múltiples puntos de las cadenas de producción y sigue impactando no solo la atención a la pandemia, sino que se ha traducido en descuido de la atención a otras enfermedades.
Uno de los mayores fracasos ha sido la incapacidad para responder con una estrategia de vacunación global. Lo que han predominado son las prioridades nacionales de los países de mayores ingresos donde ya se vacuna a población de muy bajo riesgo en tanto que la población del planeta con peores condiciones de salud preexistentes y más vulnerables son los más rezagados.
Aunque aquí lo he expresado en tiempo pasado, buena parte de estas fallas persisten y deben ser atendidas con rapidez. Pero el esfuerzo debe ir más allá de lo inmediato para invertir en el futuro; adquirir el seguro que permita asegurar que esta sea la última pandemia.
De acuerdo al reporte de la OMC los gobiernos nacionales y las instancias de gobierno internacionales fracasaron y el costo que se está pagando en vidas, en sufrimiento humano, en la economía mundial y en la convivencia social es terrible. Peor aún, saldremos de esta pandemia con gobiernos endeudados que bajo la ortodoxia dominante nos puede llevar a una austeridad acentuada que implique no atender la herencia de la pandemia: población empobrecida, nutrición deteriorada, rezago educativo, mayor inequidad, y otras prioridades desatendidas.
Si predomina la austeridad y el egoísmo, en vez de gobiernos proactivos sustentados en nuevos acuerdos sociopolíticos para que los ultra ricos contribuyan al bien social, la convivencia social se deteriorara todavía más.
Prevenir una nueva pandemia requiere de una importante transformación para contar con una población más sana, mejor nutrida, más educada, en condiciones de vida dignas en el hogar, el transporte, el trabajo. Requiere invertir en un mejor sistema de salud y hospitalario y en una investigación científica orientada por las necesidades de la población y no por las perspectivas de lucro privado.
Hay países que lograrán esta transformación. Otros fracasarán y su fracaso implicará una involución no solo interna sino importantes consecuencias internacionales. Oleadas de migrantes en busca de escapar de su miseria y falta de perspectivas.
La herencia de la pandemia será que no habrá vuelta atrás: avanzamos o retrocedemos. Pero no regresaremos a lo mismo.
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