Jorge Faljo
No ha sido fácil. Las filas para cargar gasolina alcanzaron en algunos lados cuadras de distancia y significaron largas horas de tiempo perdido. Algo tan deprimente como encontrarse con una tras otra gasolinera fuera de servicio.
La reacción ciudadana inicial ha sido de consternación y miedo. Miedo a que la situación empeorara al grado de que el impacto al transporte y al comercio pudiera generar desabastos secundarios. Ayudaron a crear esta sensación las oleadas de información falsa y tendenciosa.
Afortunadamente la situación no escaló y, por el contrario, ya son claras las señales de regularización de la situación. Sin embargo, ha sido un evento sísmico, de esos que nadie puede ignorar y que quedará grabado en la memoria. Pese a lo inesperado y desconcertante, este evento ha despertado en millones de mexicanos una mayor conciencia de la vulnerabilidad que heredamos tras décadas de erosión continuada del Estado.
El desmantelamiento del sector público se aceleró en los años noventa cuando la tecnocracia neoliberal se atrevió a repudiar abiertamente las raíces populares del Estado mexicano. Se trataba de alejarse de lo que se llamó paternalismo para enanizar y despojar de sus responsabilidades al gobierno.
Con el entusiasmo con que se rompe una piñata el salinismo puso a la venta centenares de empresas públicas cedidas a los cuates a precios de ganga; así empezó el saqueo a México al amparo de la ley. Se generó una nueva camada de enriquecidos que, en alianza con el capital externo, se hicieron cargo de la conducción del país.
Pero algunas grandes empresas e instituciones no eran fáciles de desmantelar. Sea porque eran pilares de las finanzas públicas, como Pemex y la CFE; porque operaban transferencias sociales indispensables a la convivencia social y a la gobernanza del país, como Diconsa, los programas sociales y el ejido; o porque no podían borrarse fácilmente de la memoria histórica del pueblo de México.
Para las empresas que no se pudieron rematar, la estrategia de desmantelamiento consistió en una labor de zapa, pudrirlas desde adentro. El resultado fue disparejo, Diconsa y el ejido resistieron algo mejor las presiones privatizadoras en la medida en que se vinculaban a comunidades organizadas.
El caso es que el desmantelamiento progresivo del Estado abrió el paso a una estrategia de globalización, privilegio a la producción exportable, venta de acervos nacionales al capital externo y ceder la conducción del país al libre mercado. Una estrategia que hoy sabemos fracasada; que a más del estancamiento económico significó empobrecer a México y a la mayoría de los mexicanos.
La venta país fue un rasgo admitido, incluso presumido por los abanderados del modelo. Otros no tan dignos de elogio, como el deterioro salarial, el retroceso del empleo digno y la falta de crecimiento eran también conocidos.
Pero en estos días nos ha sorprendido la magnitud de la corrupción que ahora podemos ver como otra característica esencial del modelo. No una mera herida infortunada, sino una podredumbre de magnitud casi inimaginable que ha sido parte esencial de la estrategia de saqueo facilitada desde los más altos niveles gubernamentales.
En Pemex el huachicoleo hormiga, populachero, ha sido importante. Pero una visión amplia revela su importancia secundaria respecto del robo mucho mayor orquestado por personajes de traje y corbata del sector público y empresarial. Lo mismo ocurrió en la CFE donde la existencia de diablitos permitía disimular que eran en realidad los diablotes concertados con grandes empresas el principal canal de fuga de energía. Ahora se calcula que entre Pemex y la CFE se generaban pérdidas por más de 100 mil millones de pesos al año.
Los problemas generados por la escasez de gasolina en las últimas dos semanas hacen que muchos hablen de una mala planeación. Es posible que al jalar los primeros hilos los primeros sorprendidos por la magnitud de la madeja hayan sido los más altos funcionarios públicos. Como nos ha pasado a todos.
Sin embargo, a la movilización del ejército y la marina para la toma de instalaciones estratégicas se han sumado con rapidez otras entidades, como la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y el Servicio de Administración Tributaria. Se ha redondeado una estrategia integral que incluye las operaciones sobre terreno y, tal vez lo más novedoso, un verdadero rastreo de operaciones financieras.
Están además los acuerdos con el sector privado y la compra de transportes para mejorar la distribución de gasolina al mismo tiempo que se combate no solo la apertura de ductos, sino el franco sabotaje.
Comparado con los tiempos usuales de reacción burocrática, este ha sido un periodo de aprendizaje intensivo. Primero sobre el verdadero tamaño de un problema disimulado durante décadas por una extensa madeja de complicidades que ahora ha quedado al descubierto. Un segundo aprendizaje es sobre el enfoque integral, incluido lo financiero y lo fiscal, que se requiere para combatir los crímenes sobre el terreno. Lo tercero es la movilización administrativa y la logística operativa necesaria para resolver el desabasto.
La nueva administración está mostrando una musculatura y coordinación que sus predecesores se habían negado a siquiera intentar. Algunos comparan la recuperación del control de la empresa y la distribución de gasolina con una nueva expropiación en favor del interés nacional.
Esta coyuntura puede y debe ser vista como uno de los primeros pasos hacia la recuperación del Estado como agente de la voluntad ciudadana. Ha empezado por una limpieza interna que fortalecerá sus capacidades para conducir la vida nacional en un nuevo sentido.
La lucha contra el viejo entramado corrupto ha sido apoyada por la mayoría de la ciudadanía. Es una actitud de virtud, valentía y capacidad de resistencia sobresaliente para enfrentar la adversidad en favor del bien colectivo. Precisamente la definición de heroísmo.
(Este artículo fue escrito antes de conocerse la terrible tragedia ocurrida en Tlahuelilpan, Hidalgo).
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