Jorge Faljo
Para el combate al huachicoleo se ha retomado el control de los flujos del energético dentro de Pemex, con mejor vigilancia de ductos y pipas, con métodos de distribución alternativas, con mayor capacidad de respuesta inmediata de la fuerza pública. Además está la detección de manejos financieros irregulares, cierre y posible extinción de dominio de infraestructura asociada a la criminalidad. A esta lista no exhaustiva le falta el ingrediente principal.
En la perspectiva de la nueva administración se requiere una estrategia de desarrollo y bienestar. Al plan correspondiente ya se le ha asignado un presupuesto de 3.8 miles de millones de pesos y consiste en enfocar nueve programas sociales en beneficio de los pobladores de 91 municipios propensos al huachicoleo.
Al contrario de criminalizar a los de a pie, como se acostumbraba, para disimular el hacerse de la vista gorda con los de arriba, ahora el diagnóstico es que han sido las condiciones de pobreza y necesidad las que empujaron a estas poblaciones a las actividades ilegales.
Los apoyos planteados incluyen transferencias monetarias para adultos mayores, personas con discapacidad, estudiantes y jóvenes; también a pequeños productores agropecuarios y ejidatarios; becas de capacitación para el trabajo y para estudiantes del nivel básico al superior; créditos sin intereses para impulsar pequeños negocios. Proseguirá un censo para identificar beneficiarios y el eje de la instrumentación consistirá en entregar tarjetas que permitan transferir los apoyos de manera directa, sin intermediarios.
Lejos de ser un garbanzo de a libra la propuesta huachicolera aterriza un planteamiento central del nuevo régimen: el combate al crimen organizado requiere una estrategia de inclusión al desarrollo de la población marginada y vulnerable.
Hago dos señalamientos al respecto que lejos de ser contradictorios se complementan. Lo primero es que una nueva política social para el bienestar, el fortalecimiento del estado de derecho y el abatimiento de la violencia es lo mejor que se le puede ofrecer al país. Abrir oportunidades a la inclusión escolar y productiva de los jóvenes, apoyar a los productores, mitigar el desamparo de los más vulnerables nos permitirá construir bases para un desarrollo más equilibrado.
En una nueva política social apropiada a las nuevas orientaciones de este gobierno lo esencial será encontrarse con el pueblo, consultarlo, apelar a su sabiduría. Si de momento hay que cargar con la herencia de programas diseñados con otra visión, deben aplicarse con espíritu crítico. En los sexenios recientes los programas sociales fueron en ocasiones corruptos, en otras de baja o nula eficacia. Por lo menos en comparaciones internacionales el importante gasto social de México no tuvo ni de lejos los impactos positivos que programas similares consiguieron en otros países.
Lo que ocurrió es que los programas sociales no tuvieron real acompañamiento público y menos desde una perspectiva de conocimiento de lo social. De parte del gobierno ha ocurrido un desprecio inadmisible a las aportaciones de los sociólogos, antropólogos, politólogos o economistas con formación social. Los programas no tuvieron acompañamiento de ningún tipo. Se diseñaron para sembrar dinero como si se arrojara desde el aire y sin verdadero análisis de sus impactos.
Los pueblos, ejidos, comunidades y barrios no fueron verdaderos receptores de los programas. Lo fueron los individuos en calidad de beneficiarios pasivos. No se apoyaron, sino que se debilitaron las formas de organización, liderazgo y representación locales. Una estrategia asistencialista y debilitadora de la participación.
Tuve la oportunidad de preguntar de manera directa y en varias comunidades a mujeres beneficiadas de “Progresa – Oportunidades” cual fue el criterio para seleccionarlas. Invariablemente contestaban que no lo sabían; no podían entenderlo. Cuando yo daba la respuesta oficial correcta; que se beneficiaba a las más necesitadas, se armaba una buena discusión. No estaban de acuerdo.
El fondo del asunto es que los programas que se han presentado como sociales no son sentidos como propios de los pueblos y comunidades. Se aceptan porque a caballo regalado no se le ve el colmillo, pero no se les considera justos. En muchos casos, tal vez la mayoría, han sembrado discordias internas y han debilitado la gobernanza local. Operan a contrapelo de las autoridades y liderazgos formales e informales locales.
Lo que ha faltado es una visión de fortalecimiento de la cohesión local.
En el otro extremo he tenido la suerte de participar, con un equipo de verdaderos expertos, en la formación de facilitadores de la planeación participativa. Procesos serios e intensivos de dos semanas de duración, con una docena de grupos trabajando simultáneamente. Dia a día describían su entorno territorial, actividades económicas, grupos y formas de relación social. A partir de un diagnóstico consensado definían problemas, prioridades y estrategias de acción expresadas en el método de marco lógico.
Fue fascinante ver como el conocimiento emanaba de abajo hacia arriba, con facilitadores cuya principal virtud era saber callarse cuando el pueblo hablaba. El resultado era la alegría por lo aprendido; no mero conocimiento, sino habilidades para hablar en público, de liderazgo, de dialogo y concertación. De los grupos emanaban proyectos innovadores con estrategias de instrumentación. Una reacción al conocimiento mutuo y de su entorno; sin haber recibido dadivas, becas, apoyos. Nada, aparentemente.
Lamentablemente la mayor cohesión comunitaria y la elevación de la autoestima son invisibles para la burocracia.
Si pensamos que el pueblo es sabio debiéramos facilitarle la palabra, la generación de consensos, su autodiagnóstico, y saber escuchar sus prioridades y proyectos. Y amoldar los programas para apoyar proyectos que unan, que fortalezcan su organización y gobernanza.
Ese es el gran reto para una política que cohesione, fortalezca y escuche a las bases sociales que harán posible encaminarnos hacia la inclusión y el bienestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario