Jorge Faljo
Allá por 2002 el gobierno de Vicente Fox realizó una reforma administrativa de gran calado pero que pasó casi inadvertida. En el primer año de su sexenio, 2001, predominó la inercia administrativa; pero al segundo se instrumentaron cambios de apariencia meramente administrativa pero cuyas consecuencias fueron radicales. Por ellos se redujo a un mínimo el dialogo con la ciudadanía y se limitó severamente la rendición de cuentas. Esa revolución burocrática fue un catálogo para la incomunicación entre pueblo y gobierno.
Para entender lo que ocurrió tenemos que recordar el momento histórico. Tras 70 años de hegemonía priista, durante todo el periodo post revolucionario, por primera vez ganó la presidencia de la república el candidato de un partido de oposición, el PAN. Un partido cuya principal propuesta electoral era luchar contra la corrupción. Un cáncer que asociaba al sistema de partido hegemónico.
Al triunfo panista siguió un adelgazamiento del gobierno. Este se tradujo en el despido de buena parte del personal operativo en particular de los programas sociales y las entidades orientadas al desarrollo rural, social y de preservación ambiental.
El nuevo personal panista acomodado en los puestos de dirigencia de las instituciones y programas desconfiaba fuertemente de su propio personal al que identificaban como priista. A esta generalización le siguió otra. El hecho de que el personal operativo de campo estuviera en contacto con organizaciones locales se definió como algo corrupto. Había que arrebatarle a ese personal operativo la posibilidad de asignar recursos a proyectos y grupos de beneficiarios.
Para quitarles esa capacidad se hizo una limpia de personal operativo y se privatizó el contacto con la población.
Los extensionistas rurales, es decir los trabajadores del gobierno que salían a campo a dar asistencia técnica in situ, fueron substituidos por “prestadores de servicios técnicos” cuyos ingresos fueron cubiertos como parte del costo de los proyectos. Pero en lugar de operar como verdaderos apoyos técnicos al servicio de los productores sus tareas se reorientaron al llenado de formularios y al papeleo burocrático. Substituyeron una burocracia diezmada. Ese cambio le permitió al gobierno foxista no solo adelgazar la burocracia sino reclasificar el gasto corriente de los salarios de empleados públicos como gasto de “inversión” en asesoría técnica.
Si recordamos, en paralelo se satanizó a las autoridades y a las organizaciones locales y regionales bajo la consideración de que todas eran corruptas. Lo que realmente se creía en la óptica panista es que todas ellas eran expresión política del priismo.
El gasto público tenía que ser “purificado” evitando toda colusión entre el personal operativo y las organizaciones locales. Se substituyó al personal operativo o se le quitó hasta la posibilidad de salir a campo negándole los recursos para ellos. Se decidió evitar todo trato con organizaciones y autoridades locales (ejidales, comunales, por ejemplo).
La última medida se tenía que expresar en positivo y para ello se recurrió al concepto de “ciudadanización” de la atención. Es decir que solo el ciudadano directamente interesado podía realizar una solicitud, trámite, petición o critica a un programa público.
Por ejemplo, en los pueblos y comunidades rurales los afectados que querían arreglar alguna irregularidad de los programas sociales, agropecuarios, ambientales o similares tenían que viajar a la capital del estado con sus propios medios.
No se aceptaba que la autoridad local (comisario ejidal, presidente de bienes comunales) o el, o la dirigente de una organización acudiera en representación de un grupo de afectados. Esto elevó el costo de plantear cualquier queja hasta hacerlo imposible. Tampoco podía tramitarse nada con intermediación de los prestadores de servicios técnicos ya que estos eran esencialmente personal privado, así estuvieran al servicio del programa más que de los propios campesinos.
La tal ciudadanización sin personal público en campo implicó darle la espalda a las demandas rurales y sociales en general negándoles las asesorías y actualizaciones técnicas, los productores tendrían que pagar por esos servicios. Al no aceptar atender demandas colectivas y dialogar con representantes colectivos se eleva también exponencialmente el costo de una buena atención a ciudadanos individuales; al grado de que simplemente no se puede hacer.
Para redondear la incomunicación el trato a la contraloría social consistió en limitar la participación a los beneficiarios y no como espacios de ejercicio del derecho de todos a exigirle transparencia y rendición de cuentas a los programas. Se siguió una estrategia de dispersión extrema, la que le permitió a Peña Nieto afirmar que se habían creado 322 mil comités de contraloría social. Ninguno de ellos con capacidad de dialogo relevante con el sector público.
La reforma foxista tuvo como objetivo debilitar a las organizaciones y liderazgos sociales y disminuir su capacidad de demanda de recursos públicos y exigencia de rendición de cuentas.
Era lo contrario a lo que en otro momento histórico representó el cardenismo de los años treinta; el esfuerzo de un gobierno revolucionario para fomentar la organización obrera y campesina; crear gobernanza local en ejidos y comunidades y sentar las bases de la cohesión social y la fuerza que impidió la desaparición de la propiedad social ante la embestida neoliberal.
Hablar de la reforma foxista viene a cuento porque dentro de la nueva administración por la que con entusiasmo votamos la mayoría de los mexicanos hay algunos que no tienen clara la opción correcta.
Destruir o ignorar a las autoridades y organizaciones del campo para dar paso a decisiones autoritarias. O, por lo contrario, aterrizar en la operación cotidiana el ofrecimiento de que este será un gobierno basado en la consulta, el dialogo, la participación y el respeto a los derechos de un pueblo que lejos de la ciudadanización individualista, manifiesta su verdadero carácter en la expresión colectiva. Al final, esperamos que así sea.
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