domingo, 24 de febrero de 2019

Dinero público a los ricos

Jorge Faljo

Jeff Bezos es el hombre más rico del planeta. Sorprende el ritmo al que se ha incrementado su riqueza. En julio de 2017 su fortuna se calculaba en 90 mil millones de dólares; en marzo de 2018 llegó a los 112 mil millones y cuatro meses más tarde en 150 mil millones de dólares. Tan solo en 2018 su fortuna creció más de 64 mil millones de dólares. Es un indicador de como unos cuantos se han apoderado de prácticamente toda la nueva riqueza que se genera en el mundo.

Bezos es el dueño de Amazon, la gran empresa que empezó como vendedora de libros por internet y luego de todo tipo de mercancías. También es dueño de una empresa aeroespacial, de un periódico de gran prestigio, el Washington Post, y de otras muchas inversiones.

Una de sus empresas, Amazon Web Services, tiene grandes contratos con el gobierno norteamericano para crear y venderle, por ejemplo, el sistema más avanzado de reconocimiento facial. Se abre así la posibilidad de identificar a toda persona en cualquier espacio, incluso al simplemente circular en la calle o colocar fotos en internet. Esto ha creado revuelo en las organizaciones de derechos humanos, los empleados de Amazon, e incluso inversionistas, preocupados por el espionaje sobre las personas.

Bezos pertenece al club de los súper ricos que buscan ser vistos como grandes filántropos… pero no les gusta pagar impuestos. Como filántropo ha comprometido dos mil millones de dólares en donaciones a organizaciones que apoyan a familias sin hogar y para la educación de los niños.
Pero su empresa pago cero impuestos en 2017 sobre ganancias de 5.6 mil millones de dólares y, de nuevo cero impuestos en 2018, sobre ganancias el doble de las anteriores. Su equipo de contadores sabe aprovechar todos los resquicios de un sistema impositivo no solo favorable a los muy ricos, sino diseñado por políticos que reciben sus apoyos. Un esquema fundamentalmente corrupto y crecientemente cuestionado.

Bezos llamó mucho la atención cuando decidió ubicar el segundo gran cuartel de oficinas de Amazon en el barrio Queens de Nueva York. Se trataba de una inversión de 2 mil 500 millones de dólares que crearía 25 mil empleos bien pagados. Pero el escandalo se desató cuando se supo que Amazon recibiría incentivos fiscales por alrededor de 3 mil millones de dólares en el curso de los siguientes años. Parte del truco es que recibiría apoyos destinados a la inversión en áreas pobres.

Además, los directivos de Amazon indicaron que se opondrían, como siempre, a cualquier intento de sindicalización de su personal, de mejora salarial y/o cambios en las pesadas condiciones de trabajo en sus centros de distribución.

El plan de ubicar ese cuartel de Amazon en Nueva York provocó una fuerte reacción en contra, encabezada por Alexandria Ocasio Cortez, la más joven demócrata de la Cámara de Representantes norteamericana. Ante el escándalo Amazon canceló sus planes. Pero la controversia sigue. De un lado se encuentran los que acusan a Ocasio de impedir el progreso y ser una analfabeta en materia económica. Del otro lado los que celebran el triunfo popular contra una empresa explotadora y contra la práctica extendida de que los estados y ciudades compitan ofreciendo grandes beneficios a las empresas gigantes a cambio de sus inversiones.

Para la gente del barrio la amenaza era contundente. Tal inversión elevaría el precio de las propiedades… y de las rentas. El aburguesamiento de la zona terminaría por deteriorar a la clase media y expulsar a los pobres.

Ofrecer exenciones de impuestos y otros donativos a las súper empresas es práctica habitual. General Electric recibió 25 millones de dólares en incentivos por invertir en Boston; General Motors obtuvo 115 millones por invertir en Baltimore; a Foxconn, un gigante de la electrónica, Wisconsin le ofreció cuatro mil millones en incentivos y Donald Trump celebró su inversión como un gran triunfo.

Hay estudios que indican que las empresas no cumplen lo que ofrecen. La creación de empleos es inferior a lo prometido y las condiciones de trabajo y los sueldos no mejoran el bienestar de la población local. Incluso resulta que con tal de aprovechar los incentivos hacen inversiones mal planeadas que con frecuencia terminan mal.

México no se queda atrás. En 2016 el gobierno de Nuevo León ofreció 5,286 millones de pesos en incentivos a la empresa coreana Kia para que ubicara una planta automotriz en el estado. Solo que el siguiente gobernador dijo que era un exceso, quiso renegociar y la empresa canceló su inversión. Como colofón Ikea, fabricante de muebles también se retiró por falta de certidumbre en cuanto a los incentivos que deseaba.

En San Luis Potosí, también en 2016, el gobierno del Estado compró un terreno de 280 hectáreas para donárselo a la Ford, más los incentivos fiscales y de infraestructura habituales. Pero la empresa cambió de idea con la llegada de Trump a la presidencia norteamericana.

Este no es un recuento exhaustivo porque con frecuencia este tipo de información no se difunde.

El problema de fondo radica en una concepción del desarrollo que favorece las grandes inversiones a costa del gasto público. Es el momento, con este nuevo gobierno, de revisar si es el tipo de evolución que deseamos: la que favorece a los gigantes, la producción de exportación, con poca generación de empleo y mal pagado.

Tales incentivos, si ocurren, debieran reorientarse a la reactivación de las empresas pequeñas y medianas importantes para el consumo interno. Deben ser parte de una estrategia de autosuficiencia nacional que observe no solo la alimentación sino toda una canasta de consumo que incluya, como me decían en la primaria, techo, vestido y sustento.

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