Jorge Faljo
Posiblemente el Sr. Presidente López Obrador se siente bastante presionado en cuanto al tema hacendario cuando por enésima ocasión ha salido al ruedo a afirmar que no habrá reforma fiscal porque no se necesita. Es cosa de continuar con el combate a la corrupción, de mantener la austeridad republicana y de esperar que el crecimiento económico ayude. Estos son los pilares de la ideología macroeconómica de la actual administración.
Estos dogmas al parecer necesitan ser repetidos con firmeza y cada vez mayor frecuencia debido a que son crecientemente cuestionados desde el exterior y el interior del país.
Se ha alterado radicalmente la visión imperante en las sociedades más ricas debido a la pandemia y su cola de empobrecimiento masivo, inequidad y una perspectiva de estancamiento económico con posibles deterioros en la estabilidad social.
La pandemia derrumbó el mito de que todo lo resuelve el mercado actuando en libertad y ahora, con una notable rapidez se entendió que los gobiernos tenían la responsabilidad de hacerle frente, no solo como enfermedad, sino en un segundo paso como mitigadores de sus consecuencias sociales y en un tercer paso, como impulsores de la reactivación económica.
De manera prácticamente simultanea el mundo entero está entendiendo que el problema del deterioro ambiental es un asunto de la mayor gravedad. El incremento de los huracanes, incendios, inundaciones, sequías han obligado a dejar atrás el desdén y tomar la cosa en serió. Como cereza de un mal pastel se encuentra el azote de altas temperaturas nunca antes vistas en algunas regiones de los Estados Unidos, Canadá, e incluso en Siberia en las colindancias del círculo polar.
Si antes el gobierno norteamericano ya reconocía el desastre climático en Centroamérica, con huracanes, inundaciones y sequías, en cruel sucesión, como un factor de la emigración hacia su frontera, estos días le está llegando la lumbre a los aparejos.
El cambio decisivo a nivel global lo encabeza la administración del presidente Biden con una política de decidido apoyo económico a las familias y a las pequeñas empresas y con una propuesta de fuerte gasto en inversión en infraestructura y servicios públicos que solo se equipara con la intervención gubernamental que sacó a los Estados Unidos de la Gran Depresión hace unos 80 años.
La economía mundial ya trastabillaba antes de la pandemia a causa del rezago en los ingresos y consumo de la población que contrastaban con los fuertes incrementos en producción asociados a tecnologías más productivas. Avances impresionantes y en principio positivos que, sin embargo, aceleraron la monopolización de la producción y provocaron una enorme destrucción de empresas que ya no pudieron competir, sobre todo en los países periféricos.
Esa ruta de inequidad y empobrecimiento fue enormemente acelerada por la pandemia y su consecuente paralización económica.
Los gobiernos de economías avanzadas han entrado al quite con, en primer lugar, un fuerte gasto en salud que, transferido a sus farmacéuticas, fue lo que consiguió el desarrollo de vacunas en tiempo record. A ese se han ido sumando los otros gastos que ya mencioné y para los cuales fue fundamental el apoyo de sus bancos centrales, que ni tardos ni perezosos echaron a andar la máquina de hacer dinero.
Las grandes economías ahora están dirigidas por gobiernos “desarrollistas” con una importante perspectiva social y con un nuevo componente que por fin se empieza a tomar en serio; el de combatir el deterioro ambiental. Y todo eso cuesta…y cuesta mucho.
El gasto inmediato se ha solventado en buena medida mediante endeudamiento a las muy bajas tasas de interés propiciadas en las economías desarrolladas por sus bancos centrales. Hay un siguiente paso ineludible. Ese endeudamiento, y el gasto que todavía falta por hacer y sostener por lo menos durante una década, obligan a incrementar los ingresos gubernamentales. Solo así podrán cumplir como líderes de la transformación social, económica y ambiental que requieren sus países y el mundo entero.
Vemos los pasos en ese sentido: reformas fiscales para incrementar la captación tributaria en buena parte de los países del mundo, con nuestro vecino del norte dando el ejemplo y ahora, la aceptación de los principales líderes mundiales de una reforma tributaria global largamente cabildeada por la mayoría de los países.
Los mensajes del exterior son muy claros. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), nos dice que somos un paraíso fiscal y que es necesaria una recaudación progresiva, extender el alcance de los impuestos sobre la renta, la propiedad y el patrimonio. Es decir, impuestos a los que tienen más y no tocar la capacidad de demanda de la gran mayoría.
No es un asunto limitado a las finanzas públicas; esa sería una visión muy pequeña. El verdadero gran tema es el bienestar de la mayoría y la posibilidad de un desarrollo económico, ambientalmente sustentable, basado en la defensa e incremento de la capacidad de consumo del 90 por ciento de la población.
Así que si el presidente se siente presionado, tiene razones para estarlo. En el resto del planeta los gobiernos asumen una nueva visión en la que encabezan la transformación socioeconómica y ambiental a partir de su propio fortalecimiento. Dejaron atrás los dogmas que pregonaban la conveniencia de gobiernos pequeños, de no tocar a los dueños de las riquezas y de dejar el crecimiento en manos del libre mercado y sus tratados internacionales.
Esta administración enfrenta la posibilidad de dejar como herencia mayor inequidad; una población más pobre, desnutrida, obesa y con mayor proporción de enfermedades crónicas; sin recuperar el ingreso per cápita previo a la pandemia; con una menor proporción de empleo digno; con mayores niveles de desintegración social y violencia.
Ante esta perspectiva desoladora apenas es tiempo de aprender lo que hace el resto del mundo.
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