Jorge Faljo
Esto del libre comercio no es un asunto sencillo. Es un concepto que se refiere, en principio, a la posibilidad de venderle al que más pague y, en sentido contrario, la conveniencia de comprarle al productor que venda más barato y de mejor calidad. Hacerlo en el plano internacional requiere libertad para exportar e importar. En absoluta libertad de comercio bien podríamos hacer de cuenta, cuando menos en teoría, que no hay fronteras.
Para sus proponentes ortodoxos esa situación conduce al bienestar de todos: los productores más eficientes son los que mejor venden, reinvierten y crecen, mientras que los consumidores pueden comprar más barato y de mejor calidad. Y todos salen ganando.
A menos que… no todos. Porque mientras los productores más eficientes crecen y se apoderan del mercado los no tan eficientes son gradualmente expulsados del mercado y deben buscarse otro quehacer. O hacerse más eficientes; lo que es poco viable porque eficientes y no eficientes tienen que vender a precios similares y los menos capaces no tienen suficiente rentabilidad para invertir.
Podría pensarse que si los productores no eficientes son substituidos por los más eficientes todos los consumidores se benefician con mejores productos a mejores precios.
Solo que aparece un problema cuando resulta que los productores menos capaces son también consumidores y viceversa; es decir que una porción importante de los consumidores son parte de los productores menos eficientes que están siendo gradualmente expulsados del mercado y en los hechos se están empobreciendo. Los consumidores que dejaron de producir son meramente pobres que buscan sobrevivir en actividades informales, que reciben transferencias sociales del gobierno, o parte de los que, aunque tienen un empleo formal no dejan de ser pobres.
Para esa multitud de pobres, la mayoría de la población de México, por cierto, poco importa que exista una oferta de productos cada vez mejores y más baratos cuando ellos tienen cada vez menos ingresos y menos seguridad laboral.
En aras de la modernidad y los beneficios que traería el libre comercio este país sacrificó no solo al campesinado sino, también, a gran parte de las medianas, pequeñas y microempresas orientadas a la producción para el mercado interno, dando preferencias a productos importados.
El pretexto fue que el libre comercio, particularmente el regulado en un tratado comercial con los Estados Unidos, abriría las puertas a la exportación hacia los consumidores norteamericanos asegurando así un moderno y acelerado crecimiento de la producción nacional. Hacer moderna la producción era compatible destruir lo que teníamos y substituirlo con inversión extranjera. Serían los grandes corporativos internacionales los que modernizarían la producción nacional.
En cuanto a lo del acelerado crecimiento de las exportaciones eso es algo más bien relativo. A lo largo de la existencia del “libre comercio regulado”, el TLCAN, lo que creció de manera realmente acelerada fue el libre comercio no regulado. Me refiero al comercio de México, los Estados Unidos y Canadá con China.
Fue hacia China que se fueron las grandes empresas, con sus inversiones y tecnologías modernas, hábilmente copiadas por la nación asiática hasta convertirse en potencia industrial y tecnológica. Fue con China que los tres países del TLCAN establecieron un gran comercio deficitario.
Desde esta perspectiva el TLCAN fue un gran fracaso; los tres países signatarios prefirieron a China para comprar, para invertir y… para pedir prestado.
Poco importa el libre comercio, regulado o no, cuando no se tiene, ni en México, ni en Estados Unidos, una estrategia de crecimiento, industrialización, empleo y fortalecimiento del mercado interno. En los dos países la población se ha empobrecido, la inequidad ha llegado a extremos inconcebibles y el mercado interno se debilita. Mientras los mega multimillonarios juegan a hacer vuelos espaciales que venderán a decenas de miles de dólares el minuto, parte de la población, allá y aquí, requiere ayuda alimentaria o de plano no tiene para comer.
Ahora los Estados Unidos han sorprendido a México y Canadá al interpretar que el 75 por ciento de un automóvil tiene que ser producido en cada país y no que ese 75 por ciento, aunque ensamblado en México, o Canadá, deba ser producido en la región tri nacional. La lectura del tratado no deja lugar a dudas, México podía alcanzar ese 75 por ciento con partes compradas en Estados Unidos o Canadá y de ese modo no pagar aranceles en Estados Unidos.
Ya había ejemplos de renegociaciones paralelas al tratado en los casos del tomate y el azúcar donde, para no ponerle aranceles a las exportaciones mexicanas el gobierno norteamericano hizo un trato, no con el gobierno de México, sino con los productores agrícolas para establecerle precios de referencia a esos productos. De ese modo protegió a sus productores internos contra los, en estos dos casos, más eficientes productores mexicanos
El T-MEC es muy claro en afirmar que México conserva su plena soberanía en materia energética. Pero desde Estados Unidos se levantan voces diciendo que las reformas en materia energética afectan el espíritu del tratado.
Y viene más. Un grupo de senadores demócratas acordaron proponer un impuesto sobre las importaciones de países que carecen de políticas agresivas contra el cambio climático. La propuesta es prácticamente simultánea a la de la Unión Europea para establecer un arancel a la generación de carbono. Es decir que en ambos casos las empresas que quieran vender acero, hierro y otros bienes industriales pagarían por el dióxido de carbono que emitan durante sus procesos de fabricación. Lo que obviamente favorecería a los más eficientes desde estándares establecidos en esos países.
No es casual que existen en el planeta excesos de producción de acero, hierro y, en general, manufacturas. Esta abundancia de capacidades enfrenta el debilitamiento de la demanda que ya era crónico y que se ha acentuado por los impactos económicos de la pandemia. Una situación que impulsa nuevas formas de protección a las industrias de los países centrales.
Atrapados en un juego que no da para más, el libre comercio se resquebraja y los tratados de libre comercio de México, que de poco han servido para el crecimiento del país, y menos para el bienestar de su población, pasan gradualmente a ser letra muerta con nuevos condicionamientos que debilitan aquello de libre y acentúan lo de regulado.
Los países industrializados son pragmáticos. Nosotros, en un mundo cambiante, debemos revisar a fondo lo que no nos ha funcionado y abandonar las ilusiones teóricas que nos han tenido atrapados durante décadas. Esa es la transformación que falta.
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