domingo, 20 de mayo de 2012

La Trampa de la Competencia


La trampa de la competencia
Jorge Faljo

El presidente Felipe de Jesús Calderón en la reciente Cumbre empresarial de las Américas impartió lecciones del viejo discurso neoliberal ahora en retroceso. Sus palabras:
“No le demos la vuelta: la alternativa es la apertura, es la competencia, es el comercio, es la libertad, es la empresa, es la propiedad. Son enunciados que deben defenderse por quienes creemos en ello, entre ellos los empresarios y los gobiernos libres. (…) Si quieres tener un hijo que camine, no le prohíbas caminar. Si quieres tener un competidor, hazlo competir.”
Son los conceptos con los que se abrió paso la globalización en el planeta entero. La que hoy en día empobrece no solo a nuestros pueblos periféricos sino incluso a las antes privilegiadas clases medias europeas y norteamericanas. Es un asunto de supervivencia entender lo ocurrido para poder transformarlo. Intentaré  explicarlo de manera muy sintética.
Los últimos cincuenta años de la historia mundial se caracterizan por avances científicos que han generado el mayor ritmo de incremento de la productividad en la historia de la humanidad. Son impresionantes los avances en electrónica, informática, bioingeniería, digitalización de la información de texto, audio y video y  comunicación mundial instantánea. También hay nuevos materiales (fibra óptica por ejemplo) un mejor aprovechamiento energético y gran cantidad de aparatos novedosos para el hogar, la oficina y la producción industrial y agropecuaria.
El espectacular incremento en productividad podría, debería, haber generado un incremento substancial en los niveles de bienestar y tiempo libre para toda la población de los países industrializados e incluso para toda la humanidad. En lugar de ello vivimos una época de empobrecimiento generalizado
Lo que ocurrió es que los adelantos tecnológicos y en productividad se concentraron en los que podemos llamar, para abreviar, sectores globalizados. Pero sus incrementos de la producción, basados en las nuevas tecnologías, no se acompañaron de un incremento en la demanda y eso creó un grave desequilibrio: abundante oferta y escasa capacidad de demanda. Pronto la baja de poder adquisitivo de la población se convirtió en impedimento para crecer.
En esas condiciones el incremento de la nueva producción globalizada no se sumó a la apenas un poco más vieja producción convencional. Por el contrario, la fue destruyendo. Se eliminó precisamente el tipo de empresa que más empleo y más capacidad de demanda creaban. El desempleo condujo a una baja generalizada de salarios.
En México el salario mínimo alcanzó su máximo en 1980, tras décadas de crecimiento rápido y sostenido con un modelo de industrialización nacionalista. Con el modelo de apertura y competencia, desindustrializador, se ha perdido el 75 por ciento del poder adquisitivo del salario mínimo desde esa fecha.
La función histórica de las ganancias en el capitalismo pre globalizado era la inversión, una vez restado el consumo de los dueños. Con la globalización las nuevas fabulosas ganancias se destinan a una función paradójica; la de generar capacidad de demanda mediante préstamos a los gobiernos y a los consumidores. A falta de dar mejores salarios, se endeuda a los consumidores; a falta de pagar impuestos adecuados, se endeuda a los gobiernos. Prestando se consiguieron niveles de demanda más o menos adecuados a las ofertas de los sectores globalizados mientras que se destruía a las empresas convencionales.
La combinación de tecnologías maravillosas, dominio oligopólico de los mercados, influencia política, bajos salarios y bajos impuestos han creado enormes fortunas que se apoderan crecientemente de toda la propiedad periférica. En este contexto en México se ha extranjerizado la propiedad de los bancos, cadenas comerciales, ferrocarriles, cerveceras y más. Se ha destruido, por ejemplo, la vieja industria nacional textil y del vestido, del juguete, de electrodomésticos, maquinas herramienta y buena parte del pequeño comercio y de la producción campesina. Los oligopolios internos se expanden a costa de la mediana y pequeña empresa.
La globalización se impuso prestando con triple beneficio: primero, para vender lo que produce; segundo, cobrando intereses; tercero, sus préstamos convertidos en indispensables en la lógica de la globalización, han sido un factor de poder que le permite extorsionar incesantes concesiones políticas y económicas adicionales.
Sin embargo en su momento de triunfo explota el problema que ha creado. Produce muchas mercancías y riqueza; pero no genera demanda, de hecho la destruye. Al prestar parte de sus inmensas ganancias los inversionistas solo colocaron un parche en la herida; lograron que los consumidores siguieran comprando y los gobiernos funcionando, pero a medias y no por mucho tiempo. Pero la deuda es una mala solución, insostenible y limitada. Y si la deuda ya no es solución, se convierte en problema.  Primero generó demanda que permitía crecer; ahora para pagar sus excesos todos se ajustan el cinturón y la recesión, las quiebras y el desempleo se expanden en Europa y el mundo.
La verdadera solución de fondo es simple: que la humanidad cuente con ingresos suficientes para poder comprar todo lo mucho que pueden producir los sectores globalizados y también los no globalizados. Más aterrizado: los sectores globalizados deben producir suficiente demanda para vender lo que producen sin destruir a los demás. Y eso solo lo pueden hacer por dos vías: pagar buenos salarios y, sobre todo, pagar buenos impuestos que los gobiernos usen en favor de los excluidos.
Hace años se anunció lo que ahora ocurre. Estaba de moda declarar “los no competitivos no sobrevivirán”. Urge ahora entender que los competitivos son cada vez menos y que la amenaza es real. Competir es jugar a las sillas locas; todos los días cierran empresas que dejan de ser competitivas en Italia, España, Grecia, Estados Unidos y aquí también. Aparte del ritmo de destrucción normal de vez en cuando llega un tsunami de gran destrucción. Y parece que se avecina el siguiente.
¿Pondrías a tu hijo a competir, en patines, con otros que llevan motocicletas, autos de carreras y camiones doble remoque? Claro que no. Cada quien debe competir en su propia pista; en su propio mercado.
El primer debate presidencial abrió con el tema de la competencia en los medios de comunicación. Tres candidatos respondieron con planteamientos inspirados en la perspectiva neoliberal: Josefina: “La competencia es esencial para la prosperidad en cualquier economía.” Quadri: “Gracias a la competencia hay nuevas empresas, hay eficiencia, hay crecimiento económico, tenemos mejores servicios y mejores productos.” Peña: “Competencia significa darle a los mexicanos la oportunidad de tener acceso a productos y servicios que compitan en calidad y en precio.” Más de lo mismo.  
Solo uno, Amlo, escapó de la trampa al decir: “Vamos a democratizar a los medios de comunicación”. Esto es distinto, es la posibilidad de que la gente de a pie, la no competitiva, tenga derecho a una parte del pastel.
Millones de jóvenes españoles, griegos, portugueses, norteamericanos, con licenciaturas, maestrías y doctorados no son competitivos. Nuestros hijos no serán competitivos y podrán ser destruidos por la competencia, por trabajos sin dignidad y sueldos de hambre; o por el desempleo y la violencia.
A menos que cambiemos de juego. Hay que recuperar el sentido de realidad para decidirnos a producir con todas nuestras capacidades y recursos. Sin desperdicios. Empecemos por equilibrar el comercio exterior. No es admisible que le compremos 46 mil millones de dólares de mercancías a China y ellos nos compren solo 5 mil millones. No me importa si son más competitivos. Yo no quiero que mis hijos compitan.
Hay que substituir importaciones, reindustrializarnos, proteger el empleo interno e instrumentar una política fiscal que trate con amabilidad los ingresos del trabajo, el derecho al consumo y la inversión productiva; pero que, por otro lado equilibre la oferta y la generación de demanda de los sectores globalizados y que grave fuertemente las ganancias de la especulación y la usura.

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