Jorge Faljo
Los últimos datos indican que Europa no sale de la recesión. En el conjunto de los 17 países que comparten la moneda común la producción fabril cayó en un 1.5 por ciento en el mes de julio y con ello acumulan una baja de 2.1 por ciento en el año.
No se trata tan de un problema de la periferia, del sur del continente. Sino de sus tres más grandes economías. La producción industrial alemana se redujo en un 2.3 por ciento, la de Francia en 0.6 y la de Italia en 1.1 por ciento. Con ello se llegó a los niveles más bajos de los últimos tres años y la perspectiva para el resto del año es negativa. El Banco central europeo plantea como expectativa de contracción del 0.4 por ciento para el total del año. Es, como de costumbre, optimista.
Son condiciones en las que no se espera alivio para el desempleo antes del 2015. Y señalar tal fecha no parece sino mera retórica en busca de conseguir que la población aguante por más tiempo una situación de empeoramiento continuado.
Casi se podría pensar que esta es la “nueva normalidad” para un tiempo indefinido. Pero incluso esta mala situación es frágil y tiene riesgos de empeorar.
La caída del consumo y del bienestar de las familias se origina en un severo apretón del cinturón inducido por los gobiernos con el objetivo de reducir sus niveles de endeudamiento. Conforme se acercaban a sus niveles de insolvencia los inversionistas exigían cada vez más altas tasas de interés.
Hubo países que de plano no pudieron seguir pagando y se les impuso una “ayuda” esencialmente dedicada no a su recuperación sino a pagarles a los prestamistas. Hubo en los casos de Grecia y Chipre que renegociar fuertes quitas a la deuda e incluso a los depósitos bancarios. Todo ello con el apoyo, incluso la exigencia del Banco Europeo y el Fondo Monetario Internacional.
El hecho es que toda Europa entró, en mayor o menor grado, en una austeridad que se tradujo en despedir trabajadores, reducir el gasto en salud, educación y transporte y los apoyos a la población vulnerable; además de elevar impuestos. Todo lo cual impactó negativamente el consumo y por ende la producción. El resultado es cierre de empresas, desempleo y recesión.
La situación es absurda: fabricas paradas o trabajando por debajo de su capacidad; empresarios que quieren vender; obreros que quieren trabajar y población que desearía consumir. Pero con gobiernos atados a dogmas e incapaces de liderar transformaciones de fondo.
Paradójicamente la austeridad no logró su objetivo central. De acuerdo al Fondo Monetario Internacional la deuda pública de la eurozona subirá del 70 al 95 por ciento del producto interno bruto del 2008 al final del 2013. La causa es doble. La recesión misma implica cobrar menos impuesto; por otro lado el aumento de tasas de interés para aquellos de solvencia dudosa.
Si Europa no recupera pronto un nivel de crecimiento dinámico podría adentrarse en otra crisis financiera por incapacidad de pago. Pero ¿Cómo crecer si la población no tiene capacidad de demanda? Son los gobiernos los que tendrían que impulsar la recuperación económica.
Francia lo intenta mediante una política industrial centrada en la promoción de energías renovables, redes digitales, biotecnologías y carros altamente eficientes en el uso de combustibles. Intenta revertir un proceso de desindustrialización que en los últimos diez años le ha costado 750 mil empleos industriales y que la llevó a un déficit de 93 mil millones de dólares el año pasado.
Pero su problema es que muchas de las grandes industrias privadas que apoyó fuertemente en el pasado decidieron radicar el grueso de su producción en otros países con mano de obra más barata. Incluso si se quedaran en el país las tecnologías de punta son cada vez menos generadoras de empleo. Así que no parece que esta sea la solución.
Las elites de Europa en la ciega defensa de sus intereses se tardan en entender que conducen a sus pueblos al abismo. La única salida posible les resulta demasiado radical. Consiste, en mi opinión en derrumbar la ortodoxia y orientarse hacia tres ejes de una nueva política económica.
Dicho de manera telegráfica: Cada gobierno debe ser un fuerte redistribuidor del ingreso poniendo impuestos a la ganancia improductiva y derivándolos a garantizar un ingreso mínimo ciudadano. Se trata de que la población pueda comprar todo lo que puede producir.
Pero es necesario evitar que la demanda se escape del país. Por lo tanto se necesita un comercio externo equilibrado. Importar tanto como se exporte y no más. Finalmente esto permitiría reactivar las capacidades productivas ya existentes y emplearlas a plena capacidad; incluso podría pensarse en reabrir las miles de empresas que en ese continente han cerrado en los últimos años. Una política de administración del comercio y de generación de empleo que no requeriría de enormes capitales, mucho menos de financiamiento usurero.
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