Faljoritmo
Jorge Faljo
Desde hace tres décadas las reformas de fondo para el desarrollo del país apuntan más al fracaso que al éxito. Se suscribió el TLC con los Estados Unidos, y otros más con docenas de países, lo que nos llevaría de la mano al primer mundo, con gran crecimiento de la producción, el empleo y el bienestar. Cierto que con ello se fortaleció un espacio productivo moderno y competitivo; pero el costo fue la destrucción masiva de la producción y el empleo convencionales.
Para el medio rural se impulsó la transformación de la propiedad social en privada y fue destruido el conjunto de instituciones de apoyo del tipo de la CONASUPO, INMECAFÉ, TABAMEX, FERTIMEX, o BANRURAL. El resultado es un campo de extremos. De un lado el grueso de los empobrecidos, crecientemente excluidos de la comercialización y por ende de la producción. Cierto que también se fortaleció un subsector dinámico e incluso exportador. No obstante el país en su conjunto se volvió deficitario en su balanza comercial y altamente dependiente de las importaciones de alimentos básicos.
Se abandonó toda política industrial y una fuerte alianza entre gobierno y empresas impuso el deterioro continuado de los salarios y el enflaquecimiento del mercado interno. No obstante, el empobrecimiento permanente no nos hizo competitivos y grandes exportadores, aunque no faltaron loas internacionales a nuestros héroes del mercado libre.
La autonomía del Banco de México constituyó en la práctica una forma de privatización donde se le cedió al gran capital financiero nacional e internacional la conducción de nuestra política macroeconómica en detrimento de los intereses de la empresa productiva y los trabajadores. Su punto culminante fue el Fobaproa, el salvamento de los cuates y una deuda impagable.
Privatizar los ferrocarriles no mejoró el transporte del mismo modo que privatizar los bancos no expandió el crédito a la producción.
Ahora la reforma educativa y la financiera prometen mucho, aunque de momento lo que hacen es incomodar a tirios y troyanos. La reforma energética es la cereza del pastel cargada de promesas de abaratamiento de la energía, atracción de inversiones productivas, creación de empleos y bienestar. Difícil decir que sería mejor: su fracaso (que en realidad no haya petróleo submarino) nos obligaría a reorientar la estrategia económica hacia la producción, el trabajo y el fortalecimiento del mercado interno. Su éxito podría beneficiar a pocos y reforzarnos como país importador, caracterizado por el desempleo y la inequidad.
En esencia estas reformas cambiaron el rumbo que seguía el país en los primeros ochenta años del siglo pasado. De una estrategia económica nacionalista que, a pesar de sus defectos permitía crecer, crear empleos y ampliar el mercado interno, pasamos a un largo bache económico que cada reforma parece profundizar.
Ahora el Programa Sectorial de Desarrollo Agropecuario, Pesquero y Alimentario 2013 – 2018 nos anuncia la siguiente transformación: la reforma del campo. Las razones que plantea el documento son contundentes: el sector se encuentra estancado; la participación del PIB primario era de 16.1 por ciento en 1950 y de solo 3.4 por ciento en el 2012. Esto se traduce en pobreza y debilidad productiva.
En el 2012 se importó el 79 por ciento del consumo doméstico de arroz, 93 por ciento de oleaginosas, 58 por ciento de trigo y 82 por ciento de maíz amarillo. En paralelo más del 20 por ciento de la población rural vive en pobreza extrema; sin alimentación suficiente.
Finalmente el documento considera que la salida de la pobreza y el mejoramiento de la alimentación en países como China, la India y Brasil elevarán la demanda y el precio de los alimentos. Es decir que si no hacemos algo la situación va a empeorar.
El Programa Sectorial plantea como meta, para el 2018, producir el 75 por ciento del consumo nacional de granos básicos y oleaginosos.
El diagnóstico es correcto y la meta pertinente. No obstante los instrumentos de la política agropecuaria no parecen rebasar el marco convencional neoliberal. Propone, por ejemplo, elevar la productividad del minifundio a través de modelos de asociatividad bajo liderazgo gerencial; promover la producción nacional de fertilizantes y agroquímicos; manejo de riesgos de mercado; un nuevo extensionismo; financiamiento oportuno y competitivo. Las propuestas suenan bien excepto que el papel del estado parece limitarse a promover al sector privado sin meter las manos en la masa.
Lo que se requiere es mucho más: reconstruir el andamiaje institucional para la participación del estado en la comercialización de la producción, el abasto de insumos y la difusión tecnológica. Todo ello aterrizado en cada región con los productores.
No sería aceptable otro fracaso en un sector estratégico para la seguridad nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario