Faljoritmo
Jorge Faljo
“Banco de México manifestó que el cambio de administración de ninguna manera provocará riesgos cambiarios, por fuga de capitales o por otros aspectos, porque la situación es de calma en los mercados financieros… Se siente una mayor confianza en el futuro del país”. Esta nota apareció en el periódico El Financiero el 30 de noviembre de 1994. Unos pocos días después ocurrió una tremenda devaluación.
De esto me acordaba hace apenas unos días cuando, en el mismo periódico, leía que tras la decisión de intervenir en el mercado cambiario “durante la actividad de este martes la paridad peso/ dólar se ha estabilizado manifestó el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens”. No sé si se estabilizó el martes; en todo caso sería por apenas unas horas porque el resto de la semana continuó la baja del peso.
En la misma declaración Carstens dijo que a los niveles actuales (los 14.47 pesos por dólar de ese momento) el peso está subvaluado y abundó “yo si vería hacia adelante que el peso se pudiera fortalecer” para ello “lo que tenemos que hacer es simplemente quitarle las asperezas al mercado”. Sencillo, ¿no?
Pues no. Tanto en 1994 como ahora las declaraciones del Banco de México no parecen inspiradas en los hechos sino en sus objetivos; lo que quiere conseguir. Y lo que desea es, obviamente, calmar la inquietud, conseguir que los grandes inversionistas y los de a pie no cambien sus pesos a dólares. Lo cual parece que funciona con los de a pie, pero no con los grandes capitales.
Me parece que este estilo de declaraciones corresponde a una corriente de pensamiento que bien a bien no sé cómo llamar. Tal vez voluntarismo, pensamiento positivo, o buena vibra. La idea de fondo es que las buenas vibras triunfan sobre la realidad. Si todos pensamos positivamente no habrá devaluación, crisis o accidentes. O, tal vez, se piensa que lo mejor de no pensar negativamente es que “ojos que no ven corazón que no siente”. Lo cual está muy bien en la sesión de yoga pero tal vez no sea lo mejor para gobernar la economía o el país.
El pensamiento “buena vibra” funciona un rato pero tarde o temprano aprendemos a desconfiar de lo que dicen nuestros altos funcionarios. Se suponía que los “fundamentales” de la economía eran sólidos y que todo marchaba sobre ruedas. Que íbamos a crecer y se iba a crear empleo; que en el campo se podría vivir con dignidad; que se estaba ganando la lucha contra el crimen.
Cuando se trata de modificar la realidad con castillos en el aire, o de contener la fuga de capitales con diques de saliva, lo más probable es que el problema de fondo sea la impotencia de quien lo propone. Tal vez no se puede o no se quiere hacer otra cosa.
Se ha abandonado la idea de que el gobierno puede y debe incidir sobre lo importante para nuestra sociedad. Hace décadas que parece haber llegado a la conclusión de que esa tarea corresponde al “mercado”, es decir a las decisiones particulares de los agentes privados, en particular los poderosos; o al exterior.
Con ello ha abandonado el cumplimiento de responsabilidades esenciales: conducir el desarrollo económico y social; promover en serio el empleo y la equidad; crear un contexto donde se puedan ejercer las capacidades productivas de la mayoría; brindar seguridad a los ciudadanos.
El nuevo presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis Raúl González Pérez acaba de declarar que no hay manera de recuperar la engañosa normalidad que teníamos antes de Iguala o Tlataya, porque “era anómala, estaba sentada en parte en la simulación, la ausencia de información pertinente, la desidia, la indolencia y la falta de responsabilidad pública de quienes propiciaron ese estado de cosas”. No podía ser más claridoso.
No he cambiado el tema de este artículo; creo que sus palabras señalan la urgencia de abandonar la filosofía de la buena vibra para encarar nuestra dura realidad. Son aplicables a todo el actuar público: la conducción de la política macroeconómica, la operación de la administración pública en sus distintos niveles y, por supuesto, la seguridad de los ciudadanos.
En la declaración del “ombudsman” señala la necesidad de conjugar tres dimensiones: ejercicio pleno de las libertades y derechos; la construcción de un piso común de satisfactores materiales y culturales que propicie la inclusión social y el fortalecimiento de un Estado de Derecho que en verdad sea digno de ese nombre.
No juega a construir castillos en el aire; nos señala un plan de acción que incluye lo económico y nos recuerda las responsabilidades del Estado, las que, creo yo, se han abandonado por falta de comprensión y sentido de responsabilidad pública.
Me parece verdadera indolencia que nuestras más altas autoridades financieras se dediquen a intentar predecir lo que va a ocurrir (y que no le atinen), en lugar de plantearnos objetivos precisos para regular de manera efectiva los vaivenes de la economía y conseguir el bienestar de los mexicanos.
En este contexto de crisis que no solo viene de fuera, sino que nos pusimos de pechito, debemos evitar regresar a la engañosa realidad previa y abrir paso a la discusión de fondo sobre cómo recuperar la conducción de este barco a la deriva.
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