Obesidad
y política pública
Jorge Faljo
La nutrición se ha
convertido en un asunto de extremos, insuficiencia o exceso, y ninguno de los
dos es bueno. Sin embargo nuestras reacciones son muy diferentes ante uno y
otro caso. La desnutrición involuntaria y crónica produce, o debiera hacerlo,
un sentimiento de indignación moral contra el modelo económico. El hambre es sin
duda algo que se le impone de manera cruel al individuo.
La obesidad crónica
pareciera, por lo contrario, un asunto de mera voluntad personal, sin
imposición externa y cuyos efectos negativos recaen únicamente en el culpable
del exceso. No es usual pensar que la obesidad se encuentra determinada por
estructuras económicas o por políticas que se imponen sobre los individuos. No
obstante esta visión del asunto está cambiando.
Para empezar la obesidad es
ahora vista como pandemia; es decir como una enfermedad en expansión que afecta
ya a una parte importante de la población de los países industrializados y de algunos
otros, como México, que sin serlo han adoptado la dieta de aquellos.
La obesidad es en sí misma
una enfermedad que acorta la vida y su disfrute; lo cual empeora al considerar
que provoca otras enfermedades como diabetes, arterioesclerosis, problemas
cardiacos e incluso cáncer. Lo que la convierte en el factor central del
incremento del gasto en salud de los países de mediano y alto ingreso; con un importante
impacto negativo sobre el conjunto de la economía y del bienestar social. El
problema se encuentra claramente identificado; lo que ha fallado
estruendosamente son las soluciones.
En días pasados una noticia
reavivó, en los Estados Unidos, el interés en este asunto. Un estudio médico
estadístico serio demostró que donde existen leyes estatales prohíben las
maquinas expendedoras de botanas y refrescos azucarados en las escuelas los
niños presentan un peso más adecuado y saludable al final de la primaria y en
la secundaria.
En un sentido parecido, el
de poner ciertos límites, la ciudad de Nueva York ha prohibido (a partir de
septiembre) la venta de bebidas azucaradas en vasos desechables (los que deben
consumirse de inmediato) de más de medio litro. Resulta que las cadenas de
comida rápida usualmente venden bebidas azucaradas en vasos de 1.25 litros.
Pero en algunos este es el tamaño “pequeño” y llegan a ofrecer supervasos de
3.8 litros, cada uno de ellos con 210 gramos de azúcar y más calorías que las que
contendría toda una buena comida.
Las autoridades de Nueva
York señalan que cada año 5,800 neoyorkinos mueren a consecuencia de la
obesidad y 700 mil son diabéticos y que la causa central son las bebidas
azucaradas. Por cierto que en esa ciudad los cupones de alimentos que se
reparten a los pobres ya no sirven para comprar refrescos azucarados.
Son medidas que causan
revuelo en los Estados Unidos porque, algunos señalan, limitan las libertades
individuales. Por mi parte quisiera colocar el acento en otro cambio que
considero importante.
Hace unas tres décadas se
libró una importante batalla política y mediática en torno a las recomendaciones oficiales sobre lo que es
una buena alimentación. En esa lucha los grandes perdedores fueron los
alimentos con alto contenido de grasas, en particular colesterol y grasas
hidrogenadas (aceites que se hidrogenan para solidificarlos). Las campañas de
buena nutrición se centraron en recomendar la disminución del consumo de grasas
y no la de azucares.
Una importante razón ha
sido, hasta la fecha, que los productores de grasas se encuentran altamente
dispersos y muchos de ellos son relativamente pequeños; en cambio los
productores de refrescos azucarados son empresas monstruo con alta capacidad mediática.
Sencillamente tienen más fuerza económica y política.
No obstante la situación
empieza a cambiar. Salen a la luz estudios que señalan como culpable principal
de la obesidad a los azucares, incluyendo la alta fructosa.
Ocurre que la grasa engorda
pero quita el hambre y al crear una sensación de satisfacción tiende a establecer
un límite a su ingestión. De cualquier manera podemos excedernos y sobre todo
en los Estados Unidos es evidente que el empaquetamiento de postres, helados y
alimentos está diseñado para inducir un consumo que va más allá de la mera
satisfacción del hambre.
Sin embargo el caso del azúcar
y la fructosa es peor. Por sí mismas contribuyen muy poco a saciar el hambre y
por ello prácticamente no presentan este límite. Si aparte de ello ocurre que
su fórmula contiene sal (para dar más sed) y cafeína (para dar una sensación de
dinamismo y generar cierta adicción) puede decirse que se trata de bebidas
diseñadas para rebasar con mucho el límite de la mera hidratación y ciertamente
inducir el exceso.
Francia va algo más allá que
la ciudad de Nueva York. El primero de enero del año entrante pone en vigor un
impuesto de un centavo de euro (unos 17 centavos de peso) por cada refresco
azucarado. Hungría por su parte impuso un impuesto a los alimentos y refrescos
altos en grasas, azúcar y/o sal. Finlandia y Dinamarca ya cuentan con impuestos
a los refrescos azucarados mientras que Rumanía está planeando crearlos.
Se trata de una nueva
tendencia: poner impuestos y encarecer los alimentos y refrescos que contribuyen
a la mala salud de la población. De este modo entran a una categoría cercana al
consumo de cigarros o de alcohol y en la que se busca limitar sus malos efectos
en la salud de la población mediante el encarecimiento de su consumo.
No se trata, sin embargo,
del extremo adoptado por Bolivia, donde a partir de este próximo 21 de
diciembre ya no será posible consumir la principal bebida de cola del planeta
“por su contenido de substancias perjudiciales para la salud”. Será paradójico
que en este país en donde el consumo y el comercio de hoja de coca es legal
pronto vaya a generarse un comercio clandestino de la otra coca.
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