Primero competitividad, luego productividad, Sr. Presidente
Jorge Faljo
En su discurso en la Confederación de Trabajadores de México, nuestra conocida CTM, el Presidente Peña Nieto planteó como una de sus principales metas nacionales la de lograr un México prospero que sea un entorno de oportunidad y desarrollo para todos.
Para ese propósito se hace fundamental elevar la productividad entre los mexicanos. No basta, añadió, mantener esta inercia de crecimiento que es insuficiente para asegurar mayores oportunidades de empleo.
Se trata de generar empleos bien remunerados, bien calificados, que deparen a cada trabajadores mejores condiciones de vida al amparo de una seguridad social que espera, dijo, que hagamos realidad en los próximos meses. Habló también de un sistema que asegure mínimos de bienestar para todos los mexicanos como acicate de la productividad y para desarrollar ese país que todos queremos.
Dentro del ideal del México prospero se encuentra también el generar condiciones óptimas para atraer mayores inversiones, para desarrollar más infraestructura y elevar la competitividad.
La oferta de inclusión y prosperidad no fue solo para los trabajadores ahí representados, en la asamblea de la CTM; fue para todos los mexicanos, en particular los jóvenes que, en sus palabras, son un bono demográfico por su edad, su número y su aptitud para trabajar.
El reto planteado a si mismo por el presidente es enorme. De una Población Económicamente Activa –PEA-, de 56.8 millones, solo 30.1 millones tienen empleo formal y seguridad social. Lo comprometido implica crear otros treinta millones de puestos de trabajo en los próximos seis años; es decir, unos cinco millones al año durante seis años.
Basta hacer cuentas y mencionar estas cifras de nuestra realidad para que piensen que la tarea es imposible. Ciertamente la inercia de los pasados quince años obligaría a pesimismo. No obstante el señalamiento presidencial de que la inercia es insuficiente abre una rendija a la posibilidad de plantearnos algo distinto; un cambio substancial en la estrategia económica.
Retomemos esta posibilidad en su nivel más básico pero al mismo tiempo substancial. El mensaje nos habla de dos factores esenciales: elevar la productividad y la competitividad. Solo que ambas no necesariamente van de la mano y en este caso el orden de los factores si altera, substancialmente, el producto.
Estoy convencido de que plantearnos como esfuerzo central elevar la productividad nos condena al fracaso; por lo contrario empezar por elevar la competitividad tiene un enorme potencial. Me explico.
La productividad constituye una relación entre insumos y esfuerzo por un lado y la generación de producto, sean bienes o servicios por el otro. Producir más con el mismo número de horas trabajadas, con menos desperdicio de materia prima o empleando menos electricidad, serían ejemplos de incremento de la productividad.
Hablar de productividad nos introduce en la forma concreta de operación de una unidad de producción (sea taller, fábrica o despacho). Es un hecho ubicado en el campo de la microeconomía y tiene que ser atendido empresa por empresa. Depende de múltiples factores en cada caso, desde las capacidades gerenciales, las de los trabajadores, la maquinaria y equipos, el acceso a servicios (transporte, agua, electricidad, comunicaciones y más).
La productividad evoluciona sobre todo mediante flujos de inversión (nuevas tecnologías y equipos, capacitación) que permiten a la empresa provechar mejor sus recursos. Y la inversión es posible cuando hay rentabilidad y ahorro que se puede traducir directamente en mejoras o que sustenta la atracción de financiamiento para ello (sin rentabilidad presente o futura no hay crédito).
Por otro lado la competitividad es sobre todo un asunto macro. Depende de las condiciones del mercado, de la competencia nacional o internacional (determinados por el grado de apertura comercial y los aranceles a las importaciones. Depende, cada vez más, como nos lo dice a gritos la información internacional, de la paridad cambiaria. Con una moneda cara se pueden comprar divisas baratas e importar mucho; con una moneda débil los dólares son caros y las importaciones también. El consumo se dirige a la producción interna.
La productividad es un asunto microeconómico sobre el que el gobierno tiene muy poca capacidad de incidir directamente. Hacer infraestructura o proporcionar buena educación puede apoyar en realidad a muy pocas empresas y lo hace de manera contraproducente. Cuando estas pocas elevan su productividad se apoderan de una mayor tajada de un mercado que no crece y el resultado es la quiebra de sus competidores. Inutilización de capacidades productivas, desempleo y empobrecimiento. El modelito económico que ya conocemos.
Por el contrario, la competitividad puede ser un asunto macro donde el gobierno puede incidir de manera inmediata y decisiva, con efectos masivos. Recordemos el explosivo incremento de las exportaciones de 1995 a 1997 que sustentó el rápido crecimiento general de la económica de 1995 al 2000. Este imponente avance de competitividad no fue producto de la mayor productividad sino de cambios (algunos indeseables y no mitigados) en el contexto de mercado y en las relaciones internacionales. Crecimos en esos años sin inversión en infraestructura ni al interior de las empresas, sin financiamiento disponible, con las cadenas productivas dislocadas.
Crecimos insisto, con casi todo en contra excepto dos elementos fundamentales: una paridad competitiva y un nuevo margen de rentabilidad del esfuerzo productivo (lamentablemente no traducido en mejoras salariales y fortalecimiento del mercado interno).
Elevar la productividad es labor tenaz de años; elevar la competitividad puede ser una decisión gubernamental de un día para otro. Fortalecer la productividad en el actual contexto es imposible excepto para algunos pocos ejemplos de vitrina y sin incidencia en los niveles de empleo y el bienestar. Por aquí no avanzamos a la competitividad.
Pero lo contrario, elevar la competitividad por la vía de modificaciones audaces al contexto económico y mercantil nos llevaría en pocos años a elevaciones substanciales de la productividad. Como meros enunciados plantearé cuatro medidas de competitividad:
Paridad competitiva que nos lleve a obtener un superávit en cuenta corriente. Es decir que podamos exportar lo suficiente para pagar lo que compramos y, también, los intereses de la deuda acumulada.
Política industrial centrada en abatir el déficit comercial con China, en reintegrar cadenas productivas internas y en el uso pleno de capacidades instaladas. Incluso las obsoletizadas en los últimos años por la apertura comercial y el encarecimiento artificioso y especulativo del peso. Hay que ponerle aranceles al dumping chino sustentado en la subvaluación de su moneda.
Un enorme sector social de la economía que se haga cargo ofrecer la canasta básica de los mexicanos sobre la base de la reactivación de capacidades productivas y el amarre de los incrementos de la demanda popular a la oferta social. Para ello se instrumentaría un amplio esquema de cupones, a la manera de los “food stamps” norteamericanos que vinculen demanda mayoritaria con oferta social.
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