Jorge Faljo
La destrucción causada por el huracán Otis sobre la infraestructura de Acapulco es monstruosa. Hubo cerca de 200 fallecimientos, sobre todo en embarcaciones de recreo y pesqueras, incluso las amarradas a los muelles. Pero es posible que lo peor lo estemos viendo ahora: el deterioro masivo de las viviendas de la mayor parte de la población; la pérdida de empleos, en buena medida informales; las dificultades del aprovisionamiento básico, agua y alimentos; el mal funcionamiento de servicios públicos; y la mayor inseguridad.
No obstante Acapulco era, y tiene el potencial de volver a ser un gigante del turismo. En 2022 los hoteles de la ciudad registraron la llegada de 7.7 millones de turistas, de los que el 92 por ciento fueron de origen nacional. Más difícil de calcular, pero también importantes, son el turismo que llega a estancias de corta duración en alojamientos privados, los llamados B&B, y el turismo que se aloja en viviendas propias ocupadas de manera estacional.
La idea imperante es reconstruirlo y el reto es gigantesco dada la magnitud de los daños. Los impactos sobre la población son diferenciados y reflejan la situación de un territorio en el que ha imperado la más contrastante desigualdad económica y social.
Los vientos se llevaron las fachadas, recubrimientos, ventanería, divisiones internas y el amueblado de los grandes hoteles. Los dejaron en obra negra, pero no dañaron su integridad estructural. Se pueden reparar de aquí a la próxima principal temporada turística de los últimos meses de 2024. El 80 por ciento de los 36 mil negocios formales afiliados a la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo enfrenta daños importantes y en su mayoría no cuentan con un seguro que cubra, así sea parcialmente los costos de reparación.
La Cámara mexicana de la Industria de la Construcción asegura que el huracán dañó todos los inmuebles de Acapulco, ocasionando desde daños menores hasta pérdidas totales. Estas últimas se localizan en viviendas que no fueron planeadas o diseñadas por algún arquitecto o ingeniero y fueron autoconstruidas en zonas de alto riesgo, no aptas para la edificación. Gran parte de la población de Acapulco vive así.
Una primera reacción ante el desastre ha sido buscar al culpable inmediato. Un absurdo porque el evento era imprevisible. El modelo de riesgos es siempre una extrapolación del pasado y este no contemplaba, hasta ahora, lo que ocasiona el cambio climático. Además, porque lo más probable es que incluso un aviso oportuno, de apenas un día, no habría provocado movimientos o precauciones significativas de la población. Por temor al pillaje, por falta de albergues, porque movilizar a cientos de miles requiere mucho más tiempo y credibilidad en la posibilidad del alto riesgo.
Pero lo verdaderamente erróneo es que buscar al culpable inmediato desvía la atención del o de los culpables históricos. El sistema que durante décadas permitió que Acapulco se convirtiera en un desastre ecológico, territorial, jurídico, económico y social. Es decir en una zona de alto riesgo ambiental, de inseguridad jurídica, de carencias profundas, de corrupción y criminalidad.
Se calcula que el 65 por ciento de las propiedades de Acapulco no cuentan con escrituras. Eso se debe a que buena parte de su urbanización es irregular, producto, para decirlo claro, de invasiones. Las cuales son de dos tipos. Las que, usando el vocabulario del régimen, son “fifís”, comandadas por empresas que se han apoderado de reservas naturales, en particular zonas de manglares a orillas de las codiciadas costas o zonas con buena vista a la bahía.
Estas invasiones han sido amparadas, incluso propiciadas, desde el poder público local. Durante décadas se ha denunciado a presidente tras presidente municipal que se han hecho de la vista gorda para terminar regularizando el uso de suelos con alto riesgo de desastres cuya urbanización desemboca en la necesidad recurrente del uso de recursos públicos para mitigarlos.
Lo segundo son las invasiones tierra adentro; algunas hechas por gente que necesita un espacio para vivir; que trabaja en la informalidad y cuyos ingresos son muy bajos. Población que ha invadido cerros, barrancas, canales, cauces, zonas de filtrado de torrentes. Algunos de estos espacios pueden dar la impresión de ser habitables durante meses o años, pero en casos de tormentas terminan en desastre para las familias. Son, además, espacios prácticamente inaccesibles para la dotación de servicios públicos esenciales como tuberías de agua y alcantarillado, cuya ausencia no opera en favor de la higiene de la bahía.
No todas las invasiones son de personas simplemente necesitadas. Algunas son empresas criminales o amparadas en la corrupción, bien orquestadas al grado de llegar a levantar barrios fantasmas cercados, con viviendas de mera apariencia, deshabitadas, con el objeto de apoderarse y especular con terrenos de alto, mediano o bajo valor. Pero siempre un buen negocio.
El costo de la reconstrucción de Acapulco es motivo de fuerte discusión. De los 61 mil millones de pesos que declara el gobierno federal a los 300 mil millones que calcula la CONCANACO. Y la rebatinga es fuerte. Algunos privados hablan de créditos a fondo perdido, es decir donativos a su favor. Por otra parte la población reclama servicios, seguridad, apoyo a la reconstrucción de sus viviendas.
Lo que predomina en la visión pública es la idea de una mera y cosmética reparación de lo destruido por el huracán; simplemente regresar al desastre previo. ¿Vale la pena ese modelo de reconstrucción? En el mejor de los casos deja las cosas como antes; en el peor regulariza un modelo de urbanización inaceptable y propicio a otros futuros desastres.
Para Acapulco hay que plantear algo mucho más ambicioso. Aprovechar el desastre para recrear otro modelo urbano: socialmente más equitativo; compatible con la naturaleza; seguro ante eventos climatológicos extremos; adecuado para la dotación de servicios públicos; propicio a la convivencia pacífica de sus pobladores. Esto no se consigue con transferencias para la supervivencia inmediata y la reparación hechiza de viviendas de viviendas autoconstruidas en zonas de riesgo.
Lo que se requiere es un plan mucho más ambicioso, de cuatro pasos: expropiación, regularización, empleo y construcción.
Una gran expropiación que abra espacio a la construcción de unidades habitacionales densas, con departamentos dignos y el aprovisionamiento de servicios públicos, agua, alcantarillado, escuelas, clínicas, comercios. Una expropiación que libere los espacios que requiere la ecología: manglares, cañadas, cauces. Una expropiación que regularice y corrija el desorden acumulado en favor de la población trabajadora, así como del Acapulco turístico y recreativo al que sirve.
Lo siguiente es un amplio programa de empleo en la construcción de un nuevo modelo urbano moderno, con seguridad jurídica a sus habitantes, con acceso al agua, electricidad, alcantarillado, transporte, escuelas, comercios, servicios de salud.
Hay que aprovechar la oportunidad que brinda la destrucción para no regresar a un pasado que era en si mismo un desastre de enormes proporciones.