domingo, 11 de agosto de 2013

Crisis de vivienda

Jorge Faljo

Nos estamos adentrando en una crisis de vivienda de grandes proporciones y que ya origina fuertes costos sociales, económicos y financieros.

La perspectiva financiera es la que está colocando el tema en las primeras planas de los medios especializados e incluso de otros de mayor divulgación. Las noticias que impactan son la enorme caída del valor de las constructoras de vivienda, y las pérdidas del sistema bancario público y privado. Pero antes de dar algunos datos al respecto parece necesario decir algo sobre cómo ha funcionado este negocio.

La construcción de vivienda masiva opera a la manera de una concesión pública en la que algunas empresas privadas fueron muy beneficiadas con importantes apoyos gubernamentales que han incluido subsidios, préstamos, trato privilegiado y apoyos a sus adquisiciones de terrenos urbanizables. Se configuró así un esquema en que unas cuantas empresas concentraron la ejecución de la política pública para dotar de viviendas a los mexicanos; en este caso digamos a las clases medias integradas por trabajadores formales afiliados al Infonavit.

Algunas de estas empresas han perdido el 90 por ciento de su valor bursátil en el último año. URBI se cotizaba en más de 11 mil millones de pesos hace un año y ahora no llega a los 1,500 millones; GEO ha caído en más de 7 mil millones; HOMEX cerca de 5 mil millones. Pero sus inversionistas no son los únicos que pierden.

Los ciudadanos estamos perdiendo en la banca de desarrollo unos cuatro mil millones de pesos en el primer semestre de este año y seis bancos privados acumulan pérdidas por 6,900 millones de pesos. ¿Por qué estas pérdidas? Para contestar hay que entender el esquema básico de lo que parecía un gran negocio.

El primer paso era comprar baldíos a precios de potrero, ponerles el letrero de desarrollos habitacionales y con el terreno revaluado obtener fuertes prestamos para hacer vivienda popular barata. Los compradores eran, con el apoyo del Infonavit, una clientela cautiva. Derechohabientes con ganas de hacerse de un pequeño patrimonio y sin alternativas; dispuestos a aceptar casi cualquier cosa.

Pero resulta que el esquema enfrentó dos problemas; uno es la baja calidad de esos desarrollos inmobiliarios y el otro es el contexto económico y laboral.

La mala calidad es evidente. Hablamos de miniviviendas, muchas de ellas de 45 metros cuadrados en las que difícilmente se puede acomodar una pareja y para una familia significaban nada menos que hacinamiento. Casitas con una calidad de construcción que se acerca y en algunos casos llega a lo fraudulento. Hay demandas por construcciones hechas sin castillos, con paredes rellenas de cartón, poco resistentes a la intemperie, en unidades habitacionales cuyo alcantarillado no tiene la capacidad necesaria para servir al total de su población.

Además, buena parte de estas unidades habitacionales se encuentran alejadas de los centros urbanos y laborales y con un mal servicio de transporte; los camiones tardan en pasar, van abarrotados, y son caros. No se pensó y no se previeron los servicios educativos para niños y jóvenes, los espacios comerciales, sociales y deportivos necesarios. En algunos casos ni la recolección de basura funciona. Y para colmo la inseguridad.

Se trató, repito, de un gran negocio en el que la población no ha sido tomada en cuenta. Incluso en un negocio privado es frecuente consultar al cliente y tomar en cuenta sus deseos. Aquí no importaba porque a final de cuentas el verdadero cliente era la burocracia con la que los constructores se ponen de acuerdo. Entre el Infonavit, el gobierno, la banca de desarrollo, la banca comercial y los constructores privados hicieron una gran fiesta y luego llegó la cruda.

Muchos aceptaron el crédito, se fueron a la unidad habitacional y en pocos meses descubrieron que era imposible vivir en ella. No valía la pena apretarse el cinturón por treinta años para vivir hacinados de por vida, haciendo cuatro o más horas diarias en el camión y gastándose la mitad del sueldo en transporte.

Los datos son espeluznantes aunque dispares. El INEGI señala que existen en el país 5 millones de viviendas deshabitadas. Del 1.3 millones de viviendas construidas en los 18 meses que van de julio de 2010 a diciembre de 2001 se calcula que más de 600 mil están deshabitadas. Infonavit registra 290 mil viviendas abandonadas que está recuperando y que planea reciclar. Finalmente hay que considerar otras 240 mil viviendas en cartera vencida.

A final de cuentas el problema fundamental es el contexto económico. La economía no crece, el empleo se precariza y el salario real se deteriora. Las estadísticas del Infonavit señalan que un trabajador cambia de trabajo 17 veces antes de los cuarenta años de edad. Muchos de estos cambios son forzados por las empresas y no por decisión del trabajador; y en estos casos lo más probable es que entre un empleo y el siguiente se pierdan meses de ingresos.

Cientos de miles fueron en su momento calificados como trabajadores solventes con empleo estable y un ingreso real seguro. Pero en realidad la economía, las empresas y el marco jurídico y de seguridad social ya no ofrecen una estabilidad razonable ni siquiera para dos o tres años; mucho menos para 20 o 30.

Lo que necesitamos es política social en dialogo con la población. Una estrategia de vivienda que sea parte de la atención a un conjunto de derechos inseparables entre sí: vivienda digna y adecuada a la vida familiar, salud, educación, servicios básicos, espacios de convivencia social, organización colectiva. Todo ello requiere planeación participativa y verdadero compromiso social por parte del estado.

El negocio fracasó y nos deja con un enorme lastre: el que un país pobre, con enormes carencias, se haya gastado cientos de miles de millones de pesos en construir viviendas e infraestructuras absurdas, inútiles, deshumanizantes y finalmente impagables. Si no hacemos un cambio de fondo seguiremos empobreciéndonos de una manera muy cara.

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