Jorge Faljo
Con brios casi juveniles Peña y su equipazo se lanzaron a gobernar el país con entusiasmo. A la experiencia de gobernar el estado de México, uno de los más industrializados del país, se sumó el saber financiero ubicado en la ortodoxia neoliberal para guiar a un presidente bastante falto de cultura, aunque no de instinto político.
Era a fin de cuentas una experiencia de provincia, sin contrapesos sociales e institucionales locales. Una especie de virreinato facilitado por una herencia familiar bien ubicada en la clase política gobernante. Una formación que mostró ser buena para sortear coyunturas y sobreponerse a los adversarios de la misma clase. Poco útil para entender al país y al mundo; o para saber ajustar el rumbo.
La herencia de Peña, sus fracasos parciales, sumados en un gran fracaso general, no son solo de él, sino de una clase política muy pendiente de sus personales intereses y de grupúsculo; pero no los intereses del país, ni siquiera los de su clase como conjunto. De ser así hubieran procurado una estrategia que derramara algo más que migajas al resto de los mexicanos.
Esta administración no se supo inventar a sí misma. Fue la continuidad por inercia de sus antecesores en un momento en que ya no era posible seguir el mismo camino. Se había agotado un modelo que confiaba demasiado en que la buena marcha de la globalización premiaría a un país ortodoxamente bien portado. Lo demostraría Trump hacia el final del sexenio.
El eje del gran proyecto de reformas estructurales era la privatización energética. Con ella vendrían amplios recursos de capital para la exploración y el descubrimiento de nuevos y enormes yacimientos. El aprovechamiento acelerado de los que ya se conocían, y el descubrimiento de otros, con un precio elevado del petróleo, se traduciría en el gran apoyo colateral para la atracción de capitales y créditos a baja tasa de interés. Un proyecto que además generaría enormes riquezas a la elite. Condiciones ideales en todo sentido.
Pero la globalización estaba en problemas. Había tenido un grave tropiezo durante la Gran Recesión, iniciada en 2008, que le pegó fuerte a la producción, al empleo y a los ingresos en todo el mundo.
En México el PIB cayó en 2009, y ya en el sexenio de Peña vino el remate. En 2014 el exceso de producción generado por las nuevas tecnologías de fracking en los Estados Unidos originaron una fuerte caída mundial de los precios del petróleo. También cayeron los precios de minerales, productos agropecuarios, fertilizantes, acero, carbón, y productos industriales. El planeta volvía a enfrentar lo que para unos eran excesos de oferta y para las grandes organizaciones internacionales, eran señales de la insuficiencia de la demanda, la gente sin recursos suficientes para consumir lo que se produce.
La baja demanda reflejaba el rezago creciente de la masa salarial y los ingresos públicos respecto de los avances tecnológicos y de la producción. Una brecha que se había cubierto con créditos a los consumidores y a los gobiernos, hasta que ambos llegaron a su tope de capacidad de endeudamiento. Y entonces asomaron las crisis.
El caso es que Peña quiso impulsar una estrategia de petrolización de la economía en un mal momento. Sin esa palanca que lo habría facilitado todo, la única posibilidad era gobernar en aguas turbulentas. Y eso requería verdaderas habilidades, conocimiento del país y del mundo, planeación democrática entendida como la capacidad de escuchar a todos y concertar intereses encontrados.
Sin embargo el modelo no permitía gobernar, en el verdadero y profundo sentido de la palabra. Vivimos una lucha enconada entre el capital que se considera con el derecho a determinar las decisiones públicas siempre a favor de la ganancia. Por otra parte se opone ferozmente a que la política, la ciudadanía en forma de gobierno, interfiera en los mercados en busca del beneficio colectivo.
Es el modelo triunfador de las últimas décadas; al punto que una decisión que no guste a los capitales se traduce de inmediato en protestas y desestabilización financiera.
Dejadas las decisiones en manos de los mercados no se consiguió elevar el bienestar de los mexicanos, ni siquiera en mínimos como los de comer bien todos los días, ni generar empleo digno para todos.
La de Peña no fue una administración guiada por los intereses generales del capital; sino mucho menos, un neoliberalismo patito con decisiones favorables a un grupo de cuates.
No por ello se dejó de depender del capital externo para sostener una burbuja de modernidad que requería de una gigantesca válvula de escape: la de millones de mexicanos que votaron en contra del desastre y paradójicamente le han dado oxigeno con los miles de millones de dólares en remesas que envían a sus familiares. El mayor programa de apoyo social existente, financiado por particulares excluidos de la economía nacional.
Se idealizó al consumo importado como prueba de una modernidad en buena parte pagada con retazos de país: petróleo, banca, empresas industriales exportadoras.
Se glorificaron también las obras faraónicas justificadas con el discurso de la generación de empleo moderno. Ni tanto, en virtud de empleos creados han sido muy insuficientes y mal pagados; al tiempo que se reducen rápidamente los empleos que permitían la existencia de una pequeña clase media.
Entretanto se abandonó como mero cascajo a la micro, pequeña y mediana producción, la verdadera generadora de empleo, así sea informal.
El balance que nos dejan Peña y sus antecesores es abismal. Habrá que determinar cómo, entre todos, fortalecer un Estado democrático consciente de sus responsabilidades. Lo que sigue es una ruta necesariamente diferente pero que no se encuentra trazada.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
martes, 27 de noviembre de 2018
lunes, 12 de noviembre de 2018
La inevitable inestabilidad
Jorge Faljo
Recuerdo una amiga psicoterapeuta a la que invitaron a dar una plática sobre “cómo evitar los conflictos de pareja.” Lo primero que dijo es que estos eran de algún modo naturales en toda relación. Después dio una estupenda charla sobre qué hacer para, sin evitarlos, resolver los problemas de fondo de la mejor manera posible y así superarlos.
Me acordé porque a unos amigos les preocupa la inestabilidad cambiaria y su visión se alinea con la idea de que como es mala hay que evitarla. Estoy convencido de que eso no es posible; lo que hay que hacer es manejar los altibajos del dólar lo mejor posible. Aunque esta es una expresión incorrecta.
Todos los días cambia el valor del peso respecto al dólar, aunque la apariencia es la contraria, cómo que es el dólar el que modifica su precio. Es como la percepción de que el sol sale por la mañana y se oculta por la noche; aunque aprendimos en primaria que en realidad es la tierra la que se mueve.
El caso es que es inevitable que la inestabilidad empeore en los próximos meses. Aparte de lo meramente coyuntural hay dos problemas de fondo que se generaron y afianzaron a lo largo de décadas de neoliberalismo patito.
Lo primero es que nos volvimos importadores extremos. No solo de lo lujoso para el consumo de la minoría rica, sino incluso de lo básico para el consumo mayoritario y de los más pobres. Necesitamos muchos dólares para comprar, además de los iPhones, insumos industriales, gasolina, y también maíz, arroz, carnes, frutas.
La adicción a lo importado va de la mano de la dependencia a los dólares “fáciles”. No los que provienen de ser un país exitosamente exportador, que no lo somos. El déficit comercial es crónico. Solo las maquiladoras extranjeras, e incluyo a las empresas automotrices, nos permiten tener un superávit con los Estados Unidos que cubre a medias nuestros grandes déficits con China y el resto del mundo.
Los dólares fáciles provenían de la venta de petróleo que cuando era caro, era nuestro y teníamos mucho, también llegaron miles de millones de dólares de la venta – país (siderurgia, cerveceras, minería, manufacturas, banca y otras), además del endeudamiento externo. Todos estos ingresos permitieron mantener por décadas un dólar barato (es decir, un peso caro) con una grave consecuencia; el desmantelamiento de la producción interna y mayor adicción a las importaciones.
Pero todo ha cambiado. La venta – país se ha agotado; en sus estertores llevó al remate del subsuelo (petróleo y minería) pero ni así dio mucho.
Del exterior el Fondo Monetario nos advirtió contra la excesiva entrada de capitales volátiles, que terminarían saliendo. Incluso podría, dijeron, hacerse uso de controles al capital. Pero decidimos que lo mejor era atraer capitales especulativos cuya entrada permitió que por una temporada la bolsa de valores de México fuera la de mejor rendimiento del mundo. Y el dólar siguiera barato y las importaciones nos dieran un maquillaje de país moderno y exitoso.
Ahora estamos en los límites de la capacidad de endeudamiento al mismo tiempo que Trump les ofrece a estos capitales una mejor oferta de rentabilidad, que no podemos ni debemos igualar.
El precario equilibrio en que se encuentra el país hace que unos cuantos grandes empresarios puedan jugar a la confianza o desconfianza y con sus movimientos de capital incidir en la paridad cambiaria.
Ante esta situación la disyuntiva es dramática. O se sigue haciendo todo lo posible por ganarse todos los días la confianza de los capitales, apuntalando los negocios y ganancias de pocos. En donde atraer y mantener la rentabilidad de esos capitales ha sido la manera de prevenir la inestabilidad en las últimas décadas. Pero el costo para la sociedad en términos de producción y empleo ha sido demasiado fuerte. Contra eso es que votó la mayoría en julio pasado.
La otra posibilidad es iniciar una desintoxicación llena de nauseas, sudores y escalofríos. Recuperar gradualmente la capacidad de producir internamente el grueso del consumo y ya no promover la atracción de dólares fáciles. En pocas palabras es aceptar, aunque suene paradójico, una inestabilidad controlada; mantenida dentro de ciertos límites.
La prevención de la inestabilidad debe ser una negociación que nos conduzca a otra estrategia económica. En la que puedan crecer a un mayor ritmo la producción, el empleo y el mercado interno. Solo es posible si en lugar de vender al país tratamos de exportar y de substituir importaciones. Esto último es la clave y requiere contar con una paridad competitiva.
La devaluación nos daña en lo inmediato, como daña al adicto dejar la droga. Pero solo hay dos maneras de competir globalmente. Con moneda barata o con salarios miserables. Elegimos el mal camino, el de salarios miserables. China es exitosa porque desde hace décadas eligió mantener a su moneda barata.
Si cambiamos de carril la posibilidad inmediata es reactivar, con políticas adecuadas, muchas de las enormes capacidades que se han visto parcialmente inutilizadas en las últimas décadas, en el campo y la ciudad.
Creo que más que temer a la inevitable inestabilidad lo que nos debe preocupar es como resolverla a fondo, sin aspavientos pero con una dirección clara. Lo preocupante es no saber actuar.
Recuerdo una amiga psicoterapeuta a la que invitaron a dar una plática sobre “cómo evitar los conflictos de pareja.” Lo primero que dijo es que estos eran de algún modo naturales en toda relación. Después dio una estupenda charla sobre qué hacer para, sin evitarlos, resolver los problemas de fondo de la mejor manera posible y así superarlos.
Me acordé porque a unos amigos les preocupa la inestabilidad cambiaria y su visión se alinea con la idea de que como es mala hay que evitarla. Estoy convencido de que eso no es posible; lo que hay que hacer es manejar los altibajos del dólar lo mejor posible. Aunque esta es una expresión incorrecta.
Todos los días cambia el valor del peso respecto al dólar, aunque la apariencia es la contraria, cómo que es el dólar el que modifica su precio. Es como la percepción de que el sol sale por la mañana y se oculta por la noche; aunque aprendimos en primaria que en realidad es la tierra la que se mueve.
El caso es que es inevitable que la inestabilidad empeore en los próximos meses. Aparte de lo meramente coyuntural hay dos problemas de fondo que se generaron y afianzaron a lo largo de décadas de neoliberalismo patito.
Lo primero es que nos volvimos importadores extremos. No solo de lo lujoso para el consumo de la minoría rica, sino incluso de lo básico para el consumo mayoritario y de los más pobres. Necesitamos muchos dólares para comprar, además de los iPhones, insumos industriales, gasolina, y también maíz, arroz, carnes, frutas.
La adicción a lo importado va de la mano de la dependencia a los dólares “fáciles”. No los que provienen de ser un país exitosamente exportador, que no lo somos. El déficit comercial es crónico. Solo las maquiladoras extranjeras, e incluyo a las empresas automotrices, nos permiten tener un superávit con los Estados Unidos que cubre a medias nuestros grandes déficits con China y el resto del mundo.
Los dólares fáciles provenían de la venta de petróleo que cuando era caro, era nuestro y teníamos mucho, también llegaron miles de millones de dólares de la venta – país (siderurgia, cerveceras, minería, manufacturas, banca y otras), además del endeudamiento externo. Todos estos ingresos permitieron mantener por décadas un dólar barato (es decir, un peso caro) con una grave consecuencia; el desmantelamiento de la producción interna y mayor adicción a las importaciones.
Pero todo ha cambiado. La venta – país se ha agotado; en sus estertores llevó al remate del subsuelo (petróleo y minería) pero ni así dio mucho.
Del exterior el Fondo Monetario nos advirtió contra la excesiva entrada de capitales volátiles, que terminarían saliendo. Incluso podría, dijeron, hacerse uso de controles al capital. Pero decidimos que lo mejor era atraer capitales especulativos cuya entrada permitió que por una temporada la bolsa de valores de México fuera la de mejor rendimiento del mundo. Y el dólar siguiera barato y las importaciones nos dieran un maquillaje de país moderno y exitoso.
Ahora estamos en los límites de la capacidad de endeudamiento al mismo tiempo que Trump les ofrece a estos capitales una mejor oferta de rentabilidad, que no podemos ni debemos igualar.
El precario equilibrio en que se encuentra el país hace que unos cuantos grandes empresarios puedan jugar a la confianza o desconfianza y con sus movimientos de capital incidir en la paridad cambiaria.
Ante esta situación la disyuntiva es dramática. O se sigue haciendo todo lo posible por ganarse todos los días la confianza de los capitales, apuntalando los negocios y ganancias de pocos. En donde atraer y mantener la rentabilidad de esos capitales ha sido la manera de prevenir la inestabilidad en las últimas décadas. Pero el costo para la sociedad en términos de producción y empleo ha sido demasiado fuerte. Contra eso es que votó la mayoría en julio pasado.
La otra posibilidad es iniciar una desintoxicación llena de nauseas, sudores y escalofríos. Recuperar gradualmente la capacidad de producir internamente el grueso del consumo y ya no promover la atracción de dólares fáciles. En pocas palabras es aceptar, aunque suene paradójico, una inestabilidad controlada; mantenida dentro de ciertos límites.
La prevención de la inestabilidad debe ser una negociación que nos conduzca a otra estrategia económica. En la que puedan crecer a un mayor ritmo la producción, el empleo y el mercado interno. Solo es posible si en lugar de vender al país tratamos de exportar y de substituir importaciones. Esto último es la clave y requiere contar con una paridad competitiva.
La devaluación nos daña en lo inmediato, como daña al adicto dejar la droga. Pero solo hay dos maneras de competir globalmente. Con moneda barata o con salarios miserables. Elegimos el mal camino, el de salarios miserables. China es exitosa porque desde hace décadas eligió mantener a su moneda barata.
Si cambiamos de carril la posibilidad inmediata es reactivar, con políticas adecuadas, muchas de las enormes capacidades que se han visto parcialmente inutilizadas en las últimas décadas, en el campo y la ciudad.
Creo que más que temer a la inevitable inestabilidad lo que nos debe preocupar es como resolverla a fondo, sin aspavientos pero con una dirección clara. Lo preocupante es no saber actuar.
sábado, 3 de noviembre de 2018
Definir lo importante
Jorge Faljo
Cada quien define lo que es importante desde su propia perspectiva, sus intereses personales o los del grupo con el que se identifica. En estos días el país vive una lucha por definir lo importante; y habrá de durar bastante.
Me lanzo a proponer como algo importante a la Cruzada Nacional contra el Hambre que, supuestamente, instrumentó la administración saliente.
Fue parte de los compromisos establecidos en el Pacto por México con el que el gobierno de Peña Nieto consiguió el aval de todos los partidos para empezar bajo la ficción de un amplio consenso social. Todos de acuerdo en lo importante, incluyendo algunas demandas progresistas a cambio de lo que más tarde se revelaría como aval a las transformaciones estructurales. Las que realmente interesaban al nuevo régimen.
La principal oferta a la izquierda partidaria fue el compromiso de combatir la pobreza, evitando el asistencialismo y garantizando en primer lugar el derecho a la alimentación. Un año antes se había incluido en la Constitución que toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad; “el Estado lo garantizará”.
El Pacto estableció el compromiso de aterrizar el mandato constitucional en forma de programas específicos. Que los programas no fueran asistenciales era una definición substancial. No se trataría de un mero reparto de alimentos para una población pasiva; sino de construir capacidades permanentes.
Por eso los objetivos de la Cruzada incluían aumentar la producción de alimentos y los ingresos de los campesinos y pequeños productores; minimizar pérdidas pos-cosecha en el almacenamiento, transporte, distribución y comercialización; promover el empleo y el desarrollo económico en las zonas de mayor carencia alimentaria. y el empleo de las zonas de mayor concentración de carencias alimentarias. Y algo esencial, la participación comunitaria.
Ese compromiso, un México sin hambre, se reafirmó en el Plan Nacional de Desarrollo de Enrique Peña. Con sentidas palabras se describió la mala situación existente. Además prometió que al final de su administración el país tendría seguridad alimentaria definida como la producción interna de al menos el 75 por ciento de los seis principales granos básicos.
Se sabía que cumplir requeriría una nueva estrategia de desarrollo agropecuario que incluyera desde estructuras de acopio y almacenamiento, apoyos a la adquisición de insumos, garantizar la rentabilidad de la producción, todo con una estrategia que si fuera adecuada para los campesinos, indígenas y pequeños propietarios en general.
Ya el lector imagina lo ocurrido, un fracaso total. No el derivado de un verdadero esfuerzo fallido; sino el del cinismo y la ineptitud.
Elementos esenciales como la participación comunitaria y la consulta a expertos nunca se instrumentaron. Según el reporte que sobre la Cruzada contra el Hambre acaba de publicar la Auditoría Superior de la Federación el Consejo de Expertos sesionó tres veces en 2014, y nada más. Entre 2013 y 2015 se declararon instalados comités comunitarios en 1,012 municipios. Una mera formalidad porque nunca se concertó con ellos la identificación de necesidades y el diseño de estrategias locales. Para 2016 ya no estaban en operación.
Si algo marcó a este gobierno fue el abandono generalizado de toda forma de participación social efectiva; aunque la farsa se llevó hasta el registro meramente formal de cientos de miles de comités de contraloría social.
En cambio doña Rosario Robles integró a la cruzada a los grandes monopolios de la alimentación como Pepsico, Nestle, Waltmart, Maseca, Bachoco, Tyson, Alpura y similares. Tal vez a Peña no le dio tiempo de explicarle bien de que se trataba.
La Auditoría Superior tiende a distinguir dos tipos de problema, sin negar que la mayoría de las veces van pegados. Uno es la franca corrupción y otro la ineficacia. Sabemos por auditorías anteriores que los programas de SEDESOL y SEDATU son los más manchados por la llamada estafa maestra. Pero hagamos eso a un lado de momento.
¿Cuáles fueron las características administrativas de la Cruzada?
Se planteó como un mero esquema de coordinación de programas ya existentes que en la práctica siguieron en su funcionamiento de costumbre, sin destinar presupuestos y estrategias específicas al objetivo de erradicar el hambre. La cruzada fue como adornar con un moñito de color a lo que ya existía. Hubo algo de presupuesto añadido que se fue básicamente a pagar propaganda.
La Auditoría Superior señala la ausencia de coordinación entre programas y entidades participantes. Esto ha sido típico del sector público mexicano. Cada alto funcionario es virrey de su propio espacio y no acceden a coordinarse con los demás excepto para pintar su raya: tú no te metas en mi espacio y yo no me meto en el tuyo. Esa es la clave de la coordinación institucional.
La Auditoría Superior es contundente y propone que la Cruzada se corrija, modifique o suspenda. No solo fue un fracaso, fue una vacilada.
Combatir el hambre es importante; también la salud, la seguridad, la educación, la cohesión interna frente a los riesgos del exterior. Las pasadas elecciones señalaron la voluntad mayoritaria de repensar al país y sus prioridades.
Frente a eso surgen las voces que sostienen que lo importante es un aeropuerto. Que eso es lo que define el tipo de país que queremos ser; que construirlo aquí, o allá, o no construirlo, como ocurrió después de la consulta a toletazos y violaciones del 2002, es lo más importante del momento. Ridículo.
El aeropuerto es un escalón de abajo en la escala de lo importante.
Cada quien define lo que es importante desde su propia perspectiva, sus intereses personales o los del grupo con el que se identifica. En estos días el país vive una lucha por definir lo importante; y habrá de durar bastante.
Me lanzo a proponer como algo importante a la Cruzada Nacional contra el Hambre que, supuestamente, instrumentó la administración saliente.
Fue parte de los compromisos establecidos en el Pacto por México con el que el gobierno de Peña Nieto consiguió el aval de todos los partidos para empezar bajo la ficción de un amplio consenso social. Todos de acuerdo en lo importante, incluyendo algunas demandas progresistas a cambio de lo que más tarde se revelaría como aval a las transformaciones estructurales. Las que realmente interesaban al nuevo régimen.
La principal oferta a la izquierda partidaria fue el compromiso de combatir la pobreza, evitando el asistencialismo y garantizando en primer lugar el derecho a la alimentación. Un año antes se había incluido en la Constitución que toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad; “el Estado lo garantizará”.
El Pacto estableció el compromiso de aterrizar el mandato constitucional en forma de programas específicos. Que los programas no fueran asistenciales era una definición substancial. No se trataría de un mero reparto de alimentos para una población pasiva; sino de construir capacidades permanentes.
Por eso los objetivos de la Cruzada incluían aumentar la producción de alimentos y los ingresos de los campesinos y pequeños productores; minimizar pérdidas pos-cosecha en el almacenamiento, transporte, distribución y comercialización; promover el empleo y el desarrollo económico en las zonas de mayor carencia alimentaria. y el empleo de las zonas de mayor concentración de carencias alimentarias. Y algo esencial, la participación comunitaria.
Ese compromiso, un México sin hambre, se reafirmó en el Plan Nacional de Desarrollo de Enrique Peña. Con sentidas palabras se describió la mala situación existente. Además prometió que al final de su administración el país tendría seguridad alimentaria definida como la producción interna de al menos el 75 por ciento de los seis principales granos básicos.
Se sabía que cumplir requeriría una nueva estrategia de desarrollo agropecuario que incluyera desde estructuras de acopio y almacenamiento, apoyos a la adquisición de insumos, garantizar la rentabilidad de la producción, todo con una estrategia que si fuera adecuada para los campesinos, indígenas y pequeños propietarios en general.
Ya el lector imagina lo ocurrido, un fracaso total. No el derivado de un verdadero esfuerzo fallido; sino el del cinismo y la ineptitud.
Elementos esenciales como la participación comunitaria y la consulta a expertos nunca se instrumentaron. Según el reporte que sobre la Cruzada contra el Hambre acaba de publicar la Auditoría Superior de la Federación el Consejo de Expertos sesionó tres veces en 2014, y nada más. Entre 2013 y 2015 se declararon instalados comités comunitarios en 1,012 municipios. Una mera formalidad porque nunca se concertó con ellos la identificación de necesidades y el diseño de estrategias locales. Para 2016 ya no estaban en operación.
Si algo marcó a este gobierno fue el abandono generalizado de toda forma de participación social efectiva; aunque la farsa se llevó hasta el registro meramente formal de cientos de miles de comités de contraloría social.
En cambio doña Rosario Robles integró a la cruzada a los grandes monopolios de la alimentación como Pepsico, Nestle, Waltmart, Maseca, Bachoco, Tyson, Alpura y similares. Tal vez a Peña no le dio tiempo de explicarle bien de que se trataba.
La Auditoría Superior tiende a distinguir dos tipos de problema, sin negar que la mayoría de las veces van pegados. Uno es la franca corrupción y otro la ineficacia. Sabemos por auditorías anteriores que los programas de SEDESOL y SEDATU son los más manchados por la llamada estafa maestra. Pero hagamos eso a un lado de momento.
¿Cuáles fueron las características administrativas de la Cruzada?
Se planteó como un mero esquema de coordinación de programas ya existentes que en la práctica siguieron en su funcionamiento de costumbre, sin destinar presupuestos y estrategias específicas al objetivo de erradicar el hambre. La cruzada fue como adornar con un moñito de color a lo que ya existía. Hubo algo de presupuesto añadido que se fue básicamente a pagar propaganda.
La Auditoría Superior señala la ausencia de coordinación entre programas y entidades participantes. Esto ha sido típico del sector público mexicano. Cada alto funcionario es virrey de su propio espacio y no acceden a coordinarse con los demás excepto para pintar su raya: tú no te metas en mi espacio y yo no me meto en el tuyo. Esa es la clave de la coordinación institucional.
La Auditoría Superior es contundente y propone que la Cruzada se corrija, modifique o suspenda. No solo fue un fracaso, fue una vacilada.
Combatir el hambre es importante; también la salud, la seguridad, la educación, la cohesión interna frente a los riesgos del exterior. Las pasadas elecciones señalaron la voluntad mayoritaria de repensar al país y sus prioridades.
Frente a eso surgen las voces que sostienen que lo importante es un aeropuerto. Que eso es lo que define el tipo de país que queremos ser; que construirlo aquí, o allá, o no construirlo, como ocurrió después de la consulta a toletazos y violaciones del 2002, es lo más importante del momento. Ridículo.
El aeropuerto es un escalón de abajo en la escala de lo importante.
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