domingo, 4 de octubre de 2020

Seguimos en lo mismo

 Jorge Faljo

La Secretaria de Economía, Graciela Márquez Colín, acaba de afirmar que la baja en la inversión extranjera directa mundial se verá compensada en México por la relocalización en el país de empresas globales. Las previsiones de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo “son muy desalentadoras”, dijo. Habló de contactos con los líderes de al menos 16 empresas globales que van de la mano con la banca global. Es cuestión de empatar las agendas y tener una conversación, y ofrecer y mostrar a cada una de las 16 empresas las oportunidades que tiene México.

Son buenos deseos de incierto cumplimiento futuro. Preocupa que está pueda pensarse como la posible salida la caída de la economía, el empleo, los ingresos y el bienestar de los mexicanos en este 2020.

No deberíamos confiar en que la ruta globalizadora, pueda ser el camino transformador que necesita el país. Ya que nos dio muy poco en el pasado, y ha ido de traspiés en traspiés en lo que va del siglo.

Los hechos son duros. La Gran Recesión iniciada en el 2008 señaló el fin de un crecimiento sustentado en el abundante crédito al consumo de sectores de la población financieramente vulnerables. Créditos hipotecarios de bajo interés inicial, diseñados bajo el supuesto de que los deudores elevarían sus ingresos más adelante, fueron los que permitieron que millones de trabajadores norteamericanos con empleos inseguros y mal pagados pudieran comprarse una vivienda. Otros créditos expandieron el consumo de automóviles y todo tipo de otros bienes duraderos.

La abundancia de crédito, es decir el endeudamiento incontrolado, creó un periodo de bonanza no solo en los Estados Unidos, sino en buena parte del primer mundo. La compra de viviendas lideró la expansión del consumo y el bienestar sobre una base falsa; el endeudamiento. Pero hay que destacar que las capacidades productivas eran muy reales; se podían producir las viviendas, autos, lavadoras, hornos de microondas, aparatos de ejercicio, muebles y demás que los consumidores demandaban.

Mientras que las capacidades productivas eran reales, los salarios que permitían comprar no aumentaban y para buena parte de la población iban a la baja. La semilla del mal se encontraba en la discrepancia entre la alta capacidad de producir y los bajos ingresos de los trabajadores.

Una discrepancia que nace al interior de la empresa: cada una quiere vender lo más posible produciendo al menor costo; es decir pagando poco a sus empleados y proveedores. Aquí se genera un comportamiento esquizoide; para cada empresa en lo particular lo conveniente es pagar poco; para el conjunto de la producción lo mejor sería que los consumidores tengan dinero en el bolsillo suficiente para que puedan comprar todo lo que se produce.

Cuando la brecha entre producción e ingresos se rellena de créditos atractivos la economía puede funcionar bien, por algún periodo de tiempo. Hasta que se genera una crisis de endeudamiento y todos se rasgan las vestiduras echando la culpa a los endeudados irresponsables sin ver que las empresas disfrutaron del periodo de buenas ventas sin haber cumplido con su papel de generar suficientes ingresos en los bolsillos de los compradores.

Esto viene a cuento porque, después de la lenta salida de la Gran Recesión, desde mediados de la década pasada se advertía desde los más importantes órganos globales sobre el riesgo de un estancamiento secular. El problema era de nueva cuenta la baja capacidad de consumo de la población respecto de las capacidades productivas existentes. Algo que se ignoró mientras que la insuficiencia de la demanda impactaba y hacia quebrar a las pequeñas y medianas empresas; incluso mejor si eran de países pobretones. Los llamados “en desarrollo”.

Distinta la reacción cuando se hizo evidente la quiebra de las empresas que daban empleo e ingresos a millones de trabajadores industriales norteamericanos que, en su descontento decidieron votar por un presidente que pusiera arena y piedras y otras trabas en la ruta globalizadora.

Y entonces parió la abuela. Llegó el Covid que le arrojó más arena a la economía, pero no a toda. Arrasó con los empleos e ingresos de millones y la caída del consumo se convirtió en la peor amenaza a la supervivencia de las empresas. Pero no de todas. Muchas, las más fuertes, las que tienen tecnología de punta, las que se anuncian y venden por internet y envían sus mercancías por paquetería no solo sobreviven, sino que prosperan en el enorme cementerio de las pequeñas y medianas empresas convencionales que producen para el entorno local, regional y nacional.

Es paradójico, pero mientras que la globalización ya no es camino para la mayoría de las empresas, ni lo es para países enteros y sus poblaciones, y ciertamente no lo es para México, si puede serlo para algunas pocas, muy pocas empresas.

Tal vez pueda haber 16, o algo más de grandes corporativos globales que ante los pleitos comerciales entre los Estados Unidos y China, y el incremento de los salarios y el bienestar en el segundo país, pueden estar buscando otro paraíso de mano de obra barata y muy bajos impuestos.

¿Qué estamos dispuestos a ofrecer para que vengan a México esos corporativos? En el pasado se les dieron terrenos con la infraestructura industrial ya hecha, condonaciones de impuestos por muchos años, sindicatos blancos y mano de obra sometida a trabajo intenso y prolongado. Así compitió México para conseguir que se asentaran aquí empresas de punta con la vista puesta en la exportación.

No creo que este gobierno esté dispuesto a ofrecer lo que se dio en el pasado. Ni sindicatos blancos, ni terrenos equipados gratuitamente, ni condonaciones de los de por si bajos impuestos existentes para las grandes empresas.

Un sector globalizado de la economía nacional en manos extranjeras podría ser un componente de un modelo de desarrollo nacional incluyente si, por ejemplo, se comprometiera a adquirir una porción relevante de sus insumos de empresas nacionales. Y si fuera ejemplo de trato digno a sus trabajadores y respeto a su representación sindical democrática.

Pero nunca debería ser el eje de la recuperación económica. Para ello hay que centrar la atención en la reactivación de millones de pequeñas y medianas empresas como principales generadoras de empleos; en un crecimiento integral del campo que incluya lo agropecuario y la industria rural.

Una recuperación que requiere un gobierno fuerte, activo, que por su derecho y el de todos capte impuestos a la altura de las modernas economías de alto bienestar social. Altos ingresos para redistribuir e incorporar a los rezagados, para educar, construir infraestructura e impulsar la producción.

Por lo pronto seguimos en lo mismo.

 

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