Jorge Faljo
Una nueva oleada de migrantes está llegando a la frontera norteamericana para encontrarse con las puertas cerradas. Durante décadas la mayoría de los que deseaban entrar a los Estados Unidos eran mexicanos, pero ahora son sobre todo centroamericanos que llegan de mucho más lejos, atravesando hasta cuatro fronteras y en las peores y más peligrosas condiciones posibles.
En su travesía enfrentan criminales y autoridades, frecuentemente coludidos para aprovechar el gran negocio de guiarlos, transportarlos, venderles protección o extorsionarlos.
Los republicanos quieren culpar a Biden de la nueva oleada migratoria. Sea porque que el nuevo presidente norteamericano presenta una nueva imagen más compasiva y humana, o simplemente porque abandona las formas más brutales de la anterior administración, el hecho es que ha renovado la esperanza de los migrantes. Eso a pesar de que la nueva administración declara y hace efectivo un nuevo cierre de su frontera.
Sin embargo, la realidad demuestra que la adversidad del viaje y las puertas cerradas no logran desalentar las dos fuerzas mayores que determinan la migración: la expulsión y la atracción.
Del lado expulsor se encuentran algunos de los peores efectos del cambio climático: huracanes y sequía. De acuerdo al Programa Mundial de Alimentos -PMA-, cuatro países de Centroamérica, precisamente El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, están siendo azotados por graves hambrunas causadas por la crisis económica desatada por el Covid-19 y los desastres naturales, en particular dos huracanes asestaron, en 2020, un duro golpe a millones de personas que antes no padecían hambre. Ahora el PMA acaba de hacer un llamado urgente para dar asistencia alimentaria a 2.6 millones de personas. Un 15 por ciento de los entrevistados por esta agencia en enero pasado estaban haciendo planes para emigrar.
No solo no existen mecanismos de asistencia social adecuados a la magnitud del desastre natural y sanitario, con su correspondiente pérdida de empleos; lo que hay es un contexto de violencia criminal de pequeña y gran escala. Pandillas que extorsionan y destruyen cualquier pequeña iniciativa de negocio. Por otra parte, la inequidad y la concentración extrema de la riqueza asociada a autoritarismos y represión; incluso colusiones de alto nivel con el tráfico de drogas.
En paralelo a los factores de expulsión existe una poderosa fuerza de atracción hacia los Estados Unidos. Más de 800 mil hondureños, 1.6 millones de salvadoreños y un millón de guatemaltecos han logrado establecerse y trabajar en los Estados Unidos. Sus remesas son el mayor mecanismo de asistencia social para sus familias y equivalen al 23 por ciento del Producto Interno Bruto –PIB-, de Honduras, el 20 por ciento en El Salvador y el 14 por ciento en Guatemala.
Los mensajes que reciben los migrantes son contradictorios. En Centroamérica la radio y la televisión transmiten mensajes del gobierno norteamericano diciendo que la frontera no está abierta; que no se muevan, que podrán solicitar su entrada a los Estados Unidos desde su propio país. Una posibilidad que cerró Trump.
Pero hay otros mensajes. Los de los ya asentados en los Estados Unidos y los de unos 25 mil migrantes que esperaron durante dos años, o más, su trámite migratorio en el lado mexicano de la frontera y que ahora están siendo aceptados para continuar este proceso del lado norteamericano. Ellos alientan con su ejemplo, con sus remesas y con sus mensajes, a que otros se sumen a la larga y peligrosa marcha. Además, los polleros pregonan los beneficios de su negocio.
Paradójicamente y con un nuevo tono, menos brutal y hasta amable, algunos resultados son similares a los anteriores. Estados Unidos hace una excepción al cierre de su frontera y acepta a los menores de edad con el argumento de que sería muy cruel devolverlos a la inseguridad de México. Eso hace que algunos padres y madres se separen de sus hijos con la esperanza de que sean enviados con familiares dentro de ese país y que más tarde puedan reunirse. Es decir que ocurre una nueva separación, ahora voluntaria, de las familias.
El gobierno de Trump aprovechó los datos que llevaban los menores para revisar la situación de sus parientes y en algunos casos expulsarlos; sembró pánico y dificultó la reunificación familiar. Esperemos que se abandone esta práctica y que los menores lleguen a sus destinos.
Por nuestra parte, México cerró su frontera sur con el argumento de impedir la difusión del Covid lo que de inmediato fue seguido del anuncio del envío de 2.5 millones de vacunas norteamericanas. Lo que ha levantado sospechas de un intercambio de favores, acordado o implícito, que de nuevo coloca a México como barrera en el paso de los migrantes.
Lo más importante en este mar de sufrimiento humano, es que se retoma la idea de atender a las “causas raíz” de la migración. El gobierno de Trump puso oídos sordos a esta propuesta de México confiado en que la crueldad y el muro les permitiría ignorar el problema. Biden está enviando una delegación de alto nivel para “desarrollar un plan de acción efectivo y humano para el manejo de la migración.” También ofreció 4 mil millones de dólares para atender las causas raíz de la migración.
El monto no es realmente substancial si consideramos que en este año las remesas hacia Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua podrían alcanzar los 26 mil millones de dólares.
Solo que no se trata simplemente de contar con más dinero; se requiere un cambio cualitativo. Una mayor entrada de dólares no atendería a las causas raíz. El problema es el estilo de globalización.
Los cuatro países mencionados son exportadores crecientes de alimentos mientras que en paralelo incrementan su dependencia de las importaciones de granos básicos. En conjunto importan el 50 por ciento de su consumo de cereales, legumbres y oleaginosas; 57 por ciento en el caso del maíz.
Han seguido el modelo típico que coloca las inversiones públicas y privadas en la producción de exportación manejada por las elites locales y las empresas extranjeras, al tiempo que descuidan las capacidades de producción de los más pobres. Paradójicamente las remesas, al hacer más accesibles los dólares y abaratarlos, facilitan la importación de alimentos y bienes que antes era posible producir internamente y que ahora se importan. En condiciones de dólares baratos y fronteras abiertas los pequeños y micro productores campesinos e indígenas ya no pueden competir con lo importado y cunde el desempleo.
Solucionar las causas raíz requeriría una revolución en el modelo económico de estos países. Hacer que los dólares de las remesas puedan convertirse en inversión productiva que fortalezca la autosuficiencia en lugar de meramente incrementar las importaciones implica un cambio de enorme magnitud. La nueva lógica iría en favor de la reactivación y el fortalecimiento de las capacidades de la pequeña producción; lo que solo puede hacerse en un mercado administrado, regulado en su relación con el exterior y en su funcionamiento interno.
Implica una fuerte injerencia gubernamental que para ser positiva tendría que acompañarse de un salto a la democracia y a la participación social. Intentos que en el pasado generaron guerras civiles y golpes de estado aprobados desde los gobiernos norteamericanos.
La migración, contra la que vociferan los republicanos en los Estados Unidos coloca a la administración de Biden entre la espada y la pared. Tal vez eso impulse un cambio en la actitud norteamericana hacia Centroamérica que apoye la transformación requerida.
O tal vez no.