Jorge Faljo
El golpe de la pandemia ha sido tan generalizado, contra la humanidad entera, que paradójicamente se está convirtiendo, sin dejar de ser brutal, en una incipiente experiencia democratizadora.
La enfermedad ha puesto al descubierto nuestras peores debilidades. Baste mencionar la tremenda desigualdad económica entre países y personas, donde coexisten la acumulación extrema de riqueza, con el hambre y las carencias más elementales; un sistema alimentario que nos ha hecho gordos, mal nutridos, plagados por enfermedades crónicas y con baja capacidad de respuesta inmunológica; esquemas de investigación médica y estructuras sanitarias orientadas a los que mejor pueden pagar.
Decimos que es mejor prevenir que remediar, pero como humanidad y como países hemos preferido vivir el presente deseando que los riesgos no lleguen a materializarse antes que prepararnos para ellos. Ahora, con el cambio climático se nos acumulan los efectos de la impreparación y es cada vez más evidente que los costos de prevenir habrían sido mucho menores que los de remediar a medias.
La pandemia era un riesgo anunciado y ahora que se materializó como hecho real no solo no habíamos tomado las precauciones debidas, sino que la respuesta ha sido desordenada, los mensajes contradictorios y el comportamiento global poco solidario.
En este contexto la pandemia ha hincado sus dientes donde más nos duele; se ensaña en los más vulnerables y abre más las brechas entre los que logran conservar un empleo y los que lo pierden; entre los que tienen ahorros y los que viven al día; entre los que se alimentan bien y los que no; entre los países con sistemas sanitarios y de seguridad social eficientes y los que meramente los simulan.
Hay otro aspecto paradójico. Debido a que el impacto del Covid-19 es realmente universal, ha obligado a tomar medidas novedosas que rompen los esquemas ortodoxos del individualismo egoísta y son los embriones de una evolución que puede ser muy positiva, si sabemos preservarla y construir sobre ella. Se trata de una revolución ideológica que modifica la relación entre gobiernos, libre mercado y ciudadanos.
Quedó demostrado que si ante un problema de magnitud global se asignan los recursos suficientes, lo que requiere voluntad pública y política, es posible hacerle frente. Me refiero en particular, como ejemplo destacado, a la capacidad para desarrollar vacunas con una velocidad sin precedentes; lo que no había ocurrido porque otras epidemias no afectaban a los más pudientes.
Pero lo que quiero destacar que ya no se cuestiona que las vacunas deberán llegar a todos en todas partes. Cierto que en un mundo caracterizado por la inequidad económica y social eso no está ocurriendo de manera pareja. No obstante, el problema de la asignación de vacunas tiende a ser visto como de circunstancias y temporalidad al mismo tiempo que se expande la idea de que existe un derecho básico, humano, de que, aunque sea más tarde que temprano, todos tienen derecho al tratamiento adecuado.
No deja de haber cierto egoísmo en esa idea. Sabemos que mientras haya países y grupos de población en los que la pandemia permanezca surgirán nuevas variantes que le generarán problemas a todos los demás.
Incluso en los países de más exacerbado individualismo, además del derecho a recibir la vacuna de manera gratuita se ha establecido el derecho a no ser expulsado del hogar, a seguirse alimentando y al consumo elemental. El mejor ejemplo es los Estados Unidos que han impuesto una moratoria en el pago de la renta y transferencias monetarias sin contrapartida a buena parte de la población.
A diferencia del pasado los gobiernos de todo el mundo en lugar de salvar a las empresas están salvando a los ciudadanos; son los garantes del derecho a la salud a la vivienda, a la alimentación, al empleo. La cosa no es pareja y la transición no se da sin fuertes discusiones políticas. Pero el cambio hacia la exigencia de que los estados cumplan con nuevas responsabilidades en beneficio de los individuos es indudable.
Ocurre también a nivel internacional en relación al papel de los organismos públicos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y otros. Se espera mucho más de ellos, se exige el cambio de reglas y en paralelo se les fortalece como las instituciones y mecanismos de los cuales esperamos mejor distribución de vacunas y avances hacia una mejor gobernanza global.
La revigorización generalizada de lo público crea un nuevo equilibrio respecto a la operación de los mercados. Estos últimos siguen siendo la base de operación de las economías y las sociedades. Pero ahora destaca el papel de los gobiernos como grandes generadores de dinero inyectado en las economías; como reguladores y asignadores de incentivos a las empresas; como proveedores de transferencias a la población, en efectivo y en servicios públicos.
No es un mero fortalecimiento de los Estados; es sobre todo un reconocimiento de los derechos de los ciudadanos.
Lo dijo la CEPAL hace un año; la responsabilidad de enfrentar la pandemia y sus consecuencias es de los gobiernos.
En México la responsabilidad y la tarea por hacer son enormes. Hay mucho que repensar. En papel hemos aceptado y nos hemos comprometido con derechos esenciales, como el derecho a la salud y a la alimentación saludable. Pero no cumplimos en el pasado y la situación es cuestionable en el presente.
Somos el país con mayor grado de sobrepeso de la población en el mundo y con mayor reducción de años de vida como consecuencia de sus enfermedades asociadas.
Tenemos una de las mayores proporciones de población en pobreza y pobreza extrema de América Latina. De acuerdo al último informe, Panorama Social de América Latina 2020 de la CEPAL la pobreza extrema en México creció de 10.6 por ciento de la población en 2018 a 18.3 por ciento en 2020.
Con un añadido preocupante. CEPAL hace el cálculo considerando la incidencia de las transferencias de recursos del gobierno a personas vulnerables. Sin estas transferencias la población en pobreza extrema se habría elevado a 18.4 por ciento. Si vemos el impacto en la pobreza total esta subió de 41.5 por ciento en 2018 a 50.6 por ciento en 2020, con o sin transferencias.
México destaca, lamentablemente, por un alto nivel inicial de pobreza y pobreza extrema; por un mayor impacto negativo de la pandemia; por un histórico bajo porcentaje de gasto social y por su permanente ineficacia.
Hay que pasar de hacer proyectos para los pobres sumisos a trabajar con los pobres; sobre todo con los pobres organizados y exigentes.
Cierto que la herencia del pasado es muy pesada; pero hay mucho que reconsiderar en el presente.
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