Jorge Faljo
Cerré mi artículo de hace una semana con un “Tratado de Libre Comercio si, Acuerdo Transpacífico no” y al parecer algunos piensan que me contradigo. No puedo, me dicen, estar en favor de un tratado de libre comercio y en contra de otro.
Los lectores que leen mis artículos con regularidad saben que no soy “fan” del TLC. A más de veinte años de su entrada en vigor ha contribuido, por una parte, al crecimiento de sectores productivos como las maquiladoras, la industria automovilística y las exportaciones industriales concentradas en pocas grandes empresas, en general extranjeras. De hecho todo el sector exportador opera como maquiladora; es una industria de ensamble de partes importadas. El valor que aquí se incorpora es el consumo de agua, electricidad y otros servicios; además de una muy mal pagada mano de obra.
A cambio de este remedo de industrialización se sacrificaron los avances alcanzados previamente en la agricultura y la manufactura. La destrucción no fue total pero si masiva; en el campo se hundió a la agricultura familiar y campesina; en la industria, a la mediana y pequeña manufactura convencional. El modelo abanderado por el TLC no se planteó una estrategia de coexistencia y construcción sobre la base de lo que ya existía. Por lo contrario, las nuevas reglas determinaron que aquel aparato productivo que tanto esfuerzo le costó al país, fuera inutilizado.
Lo verdaderamente grave fue que el declive y el callejón sin salida en que se colocó a estos sectores obligó a emigrar a millones de mexicanos. El costo en sufrimiento familiar, desintegración comunitaria, ruptura en la transmisión de valores personales y sociales a las nuevas generaciones, y la pérdida de gobernabilidad, ha sido gigantesco. Solo que un hecho social de esta magnitud no entra en la contabilidad numérica de los economistas antisociales.
Definitivamente no defiendo a este TLC. Sin embargo la exigencia de la población norteamericana para cambiarlo, sumado a su rechazo a los inmigrantes mexicanos, impone la necesidad de cambiar a fondo no solo el tratado, sino toda la estrategia económica de México.
En algún momento tuve la oportunidad de escuchar a muy altos funcionarios mexicanos quejándose de haber sido traicionados. Del TLC esperaban, como muchos lo pensábamos, que por lo menos garantizaba una clara preferencia de los Estados Unidos a las importaciones mexicanas. Sin embargo, tras la firma del TLC, los Estados Unidos siguieron una estrategia de libre comercio abierta a todos. México hizo lo mismo. Podría decirse que la ideología neoliberal rebasó al TLC al grado de invalidarlo.
En la práctica no se instrumentó una verdadera preferencia mutua entre los tres países firmantes. Por lo contrario, se favorecieron las importaciones de China, con la que los tres tienen fuertes déficits comerciales. Y esto sin que ninguno haya firmado con esta potencia un tratado similar al TLC.
Desde la perspectiva de México habría que decir que hoy en día lo que más daña nuestras posibilidades de desarrollo es el déficit de más de 50 mil millones de dólares anuales con China y no el superávit de similar tamaño con los Estados Unidos.
Por su parte el Acuerdo Transpacífico –TPP, por sus siglas en inglés-, aunque también sea un tratado de libre comercio, tiene un sentido muy distinto al TLC. De acuerdo al Banco Mundial no tiene nada que ofrecer a México porque ya estamos totalmente abiertos.
Peor, mientras que el TLC suponía un acuerdo entre economías complementarias, el TPP incluye a países como Chile, Malasia, Perú, Vietnam y potencialmente a Cambodia, Colombia, Bangla Desh, Filipinas, India, Indonesia y varios más. Abriría más el mercado norteamericano a países netamente competidores con México; resentiríamos en nuestro mercado la importación, por ejemplo, de café de Vietnam, o de textiles del sureste asiático. El TPP amenaza crear en México un impacto destructivo en sectores de alto impacto social.
Afortunadamente el rechazo de la población norteamericana al TPP es fuerte, sobre todo por la pérdida de soberanía que les implicaría someterse a tribunales privados internacionales. También rechazan al TLC porque les genera un déficit de más de 50 mil millones de dólares al año. Lo que ocurre porque México en vez de comprar producción industrial norteamericana se la compramos a China.
Estamos ante la oportunidad de montarnos en la exigencia de cambio de la población norteamericana y hacerles una buena propuesta de renegociación del TLC. Esta sería sencilla: comprometer a México, los Estados Unidos y Canadá a darse verdadera preferencia mutua en las importaciones industriales. Lo cual podría hacerse únicamente a costa de limitar severamente las importaciones de China, y subordinar las de la cuenca del Pacífico al TLC.
A cambio de la decidida preferencia mexicana por las manufacturas hechas por los trabajadores norteamericanos ellos deberán permitirnos una estrategia de desarrollo rural orientado a la autosuficiencia, así como un desarrollo industrial que preserve lo ya construido y pueda fortalecerse en sectores acordados. En este último punto lo fundamental será mantener una cuenta corriente equilibrada; es decir que las importaciones se paguen con exportaciones y no con la venta país.
Lo que verdaderamente ofreceríamos a los norteamericanos es algo que les interesa; de este lado habría tranquilidad social, gobernabilidad y la posibilidad de que los mexicanos tengan una vida digna sin necesidad de emigrar.
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