Jorge Faljo
Falta menos de un año para elegir al próximo presidente de México y a otros 3 mil de los llamados servidores públicos elegibles mediante votación, con o sin trucos. Se eligen también nueve gobernadores, senadores y diputados federales, 27 congresos estatales y los ayuntamientos de 26 estados.
Una mega elección en la que encuentra demasiado en juego para una sola jornada electoral y que pone a prueba a las instituciones federales, estatales y municipales. La verdad es que ese diseño de todo al mismo tiempo podría ser prudente en otro país, uno de instituciones recias, de democracia limpia, de plena confianza ciudadana en los resultados. Pero en nuestro caso mejor fuera irnos poco a poco porque el país no está para tanto golpe a la confianza ciudadana.
Aparte de las dudas esenciales referidas a la limpieza y la legitimidad que emane de una magna renovación de individuos quedan otras que son las propias del juego democrático, suponiendo que lo sea.
La que más me interesa es la posibilidad de que esta vez las campañas electorales apelen a la reflexión profunda sobre qué país somos y a dónde queremos ir. Que los candidatos sean explícitos en sus propuestas y planes y que sea una competencia de proyectos de nación bien razonados.
No ha sido así históricamente. Parece que votáramos como si fuéramos a elegir a la flor más bella del ejido, eso cuando no creemos ser parte de un encadenamiento de intereses del que creemos formar parte y eso nos hace fantasiosamente pensar que tal o cual candidato nos conviene en lo personal, porque le favorecerá a la camarilla de la que formamos parte.
Para la mayoría el candidato puede ofrecer algo menos sofisticado durante la campaña o para inmediatamente después; despensa básica, laminas para tapar las goteras en el techo, tinaco, pintar fachada, mochilas escolares o tarjetas para comprar en alguna cadena comercial.
Luego vienen las ofertas para el periodo de gobierno, desde las puntuales como mejor servicio de transporte, agua, escuelas, alimentos escolares, programas de desarrollo social o servicios de salud; hasta las etéreas como paz, seguridad, cohesión social, bienestar y desarrollo. Se pueden firmar ante notario, que ya el tiempo se encargara de borrar de la memoria colectiva y sobran pretextos para justificar el no cumplimiento de lo prometido.
Y finalmente lo importante; lo que no se dice, o se medio dice de forma que no se entienda o se malentienda.
Así fueron las pasadas elecciones presidenciales; más concurso de figuras que presentación de proyectos de gran envergadura. La prueba está en que los grandes logros que presume este régimen, las reformas estructurales, desde la mayor privatización histórica del patrimonio nacional, más el cambio educativo, laboral y demás, no fueron anunciados, mucho menos discutidos y valorados en la campaña electoral.
Tenemos una democracia que a pesar de ser muy costosa es débil en su institucionalidad y procesos. Pero sobre todo lo es en que no logramos comprometer a los candidatos con programas y proyectos explícitos de los que se hagan responsables y sobre los que le rindan cuentas a sus electores. Comparamos hombres guapos, figuras bonitas, ademanes, lenguaje, pero poco logramos saber de sus propósitos de fondo. A menos que supongamos que el de todos es el de enriquecerse.
Nadie toca la solución de fondo al problema económico, Tampoco contamos con la posibilidad del referendo sobre grandes decisiones nacionales. Millones de mexicanos pidieron un referendo sobre la privatización petrolera y la suprema corte lo negó porque afectaba el presupuesto. La pregunta es, ¿si no podemos votar sobre lo que afecta el presupuesto para que lo queremos?
Esta elección debe ser distinta; nos encontramos en procesos de transición mayores y el siguiente sexenio exigirá redefiniciones muy fuertes del modelo de desarrollo. En ello nos va la supervivencia como nación independiente y el bienestar de la mayoría.
Aquí apunto las principales transiciones. La riqueza petrolera del pasado dio para sostener al gobierno mientras la elite se enriquecía y pagaba muy bajos impuestos. Esta era todavía la ilusión de esta administración pero la caída del precio del petróleo no les da para más allá del enriquecimiento personal. El país ya des petrolizado requiere que la elite pague impuestos al nivel que lo hace en cualquier otro país.
El neoliberalismo, el libre comercio, la globalización han fracasado estrepitosamente y lo denuncian sobre todo los pueblos de países industrializados medianamente democráticos. La transición ya inició, con dificultades y confusión, en Estados Unidos y Europa. Aquí será mucho peor, porque habrá que atravesar la barrera de la violencia que arrasa con los intentos de organización y expresión del interés mayoritario.
Ha cambiado el paradigma del interés del consumidor que pregonaba el neoliberalismo a lo que ahora se empieza a defender por todos lados; el interés de los trabajadores por contar con un empleo digno. Lo importante es producir y poder vender. Lo que requiere recuperar la capacidad pública y social para regular el mercado, administrar el comercio y distribuir el ingreso.
En estos grandes temas recaerá la posibilidad de que los mexicanos recuperemos la capacidad de controlar el destino de la nación arrebatándolo al mercado corporativo transnacional.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
domingo, 27 de agosto de 2017
domingo, 20 de agosto de 2017
¿Cuánto más durará Trump?
Jorge Faljo
Donald Trump encarnó la rabia de aquellos que no eran escuchados por el sistema político y que en los últimos treinta años vieron deteriorarse su bienestar, su salud y para muchos incluso sus esperanza de vida. Han atestiguado el deterioro de su entorno, la decadencia de la industria, la infraestructura, los servicios y gran parte de las ciudades y barrios.
A millones se les invitó a endeudarse para acceder al “sueño americano”. Pero la burbuja de bienestar basado en el endeudamiento explotó en 2007 y en los últimos diez años 5.5 millones de familias perdieron sus casas. La abundancia de casas en venta redujo el valor de todas las viviendas y con ello la riqueza de las familias. Alrededor de siete millones de familias están pagando una hipoteca en la que todavía deben más que el verdadero valor de su casa.
La relocalización internacional de muchas fábricas, la quiebra de otras y la automatización industrial eliminaron millones de empleos manufactureros que, antes, eran bien pagados. Ser trabajador industrial era un motivo de orgullo y daba para vivir bien, comprar casa, automóvil y electrodomésticos. Ahora son empleos en los que se gana poco más que en una cadena de hamburguesas.
Por eso el mensaje de Donald Trump, “recuperar la grandeza” del país prendió entre esta población. A Donald lo ayudaron sus dotes teatrales, sus mensajes sencillos, y hasta su lenguaje soez y falta de modales con los que se identificaron los más encabronados.
Sobre todo le funcionó su ausencia de escrúpulos para mentir y engañar. Falto de cultura le bastaba repetir los mensajes y dichos sin sustento que salían del subsuelo mediático y las redes sociales para criticar a toda la clase política. Supo colocarse como el salvador que venía de fuera y no estaba condicionado por el burocratismo, la formalidad y lo políticamente correcto.
También prometió hasta lo imposible. Crearía un mejor sistema de salud para todos en el que costaría menos asegurarse; y lo haría reformando la ley conocida como Obamacare en pocos días. Incluso bajaría el precio de las medicinas. Lo principal es que recuperaría las industrias desaparecidas y lanzaría un enorme programa de renovación de la infraestructura, de modo que habría millones de empleos. Todas estas maravillas al mismo tiempo que ofrecía reducir los impuestos.
Pero Trump mentía y sabía que mentía. No bien llegó a la presidencia manifestó su verdadero objetivo; “de construir” el aparato público y gobernar al servicio de sí mismo, sus empresas, su familia, las cuatrocientas familias más ricas y, cuando mucho, el uno por ciento ubicado en la cumbre de la pirámide económica.
Contra lo prometido, su propuesta de reforma al sistema de salud expulsaba a 20 millones de norteamericanos, disminuía la protección y elevaba el costo de los seguros. En cambio reducía los impuestos que pagaban los más ricos. No logró modificar el sistema y ahora amenaza sabotearlo hasta que fracase.
Su propuesta de reforma fiscal va en el mismo camino de favorecerse a sí mismo y al grupito de súper ricos.
Sus principales secretarios de estado son reconocidos enemigos del quehacer gubernamental. De los 587 empleos federales que requieren aprobación del Senado no ha presentado candidatos a 364 puestos. Hay notorios rezagos en el gasto presupuestal. Ahora se sospecha que no es mera ineptitud, sino parte de un plan deliberado de destrucción pública.
Debido al peculiar sistema electoral norteamericano Trump llegó a la presidencia con menos votos que Hillary Clinton. Pero en lugar de procurar ampliar su base política considera que todos los que no lo apoyaron son sus enemigos.
Ahora llegó a un límite impensable. Sus declaraciones sobre la violencia racista en Charlottesville fueron erráticas. Primero se negó a condenar a los neonazis, kukuxklán y similares; luego pareció condenarlos, pero dos días después dijo que muchos de los que marchaban armados, con antorchas y banderas racistas eran gente buena.
Frente a ello los más connotados dirigentes empresariales lo han abandonado; incluso la cadena televisiva que más lo celebraba ahora lo critica. Se ha enemistado con gobernadores y senadores de su propio partido. La presión hizo que el presidente se deshiciera de Stephen Bannon y seguramente saldrá Sebastián Gorka, los más cercanos a posiciones fascistas dentro de su gabinete. La opinión pública norteamericana se encuentra a la expectativa de más salidas de gente cercana a Trump; en este caso de gente cuya decencia ya no les permitiría seguir colaborando con este presidente.
Políticos de renombre empiezan a plantear la posibilidad de destituirlo. Tal vez todavía no ha llegado ese momento; pero Trump no aprende y no distingue lo relevante de lo que no lo es. Ahora está metido en una guerra de estatuas; defiende las de los confederados esclavistas mientras Baltimore dio el ejemplo desmontando cuatro estatuas de confederados y gran parte de la población ha decidido eliminarlas.
Estas distracciones desesperan a los que desean avanzar en temas más serios como el de infraestructura, los impuestos o el presupuesto; en cambio los neonazis lo aplauden abiertamente.
Todo lo anterior es grave pero tal vez lo más extraordinario es que los cinco jefes militares de más alto nivel se apartaron de la tradición de no entrar en política ni diferir abiertamente de su jefe máximo. Primero el comandante de las fuerzas navales, luego el del cuerpo de marines, seguido del ejército, la fuerza aérea y la guardia nacional, todos condenaron los hechos de Charlottesville y se manifestaron en contra del racismo y el odio en las fuerzas armadas y en todos los Estados Unidos. Algo inusitado y a querer y no, tiene un fuerte mensaje al presidente y a toda la clase política.
Trump es un egocéntrico que no soporta las derrotas; y está sufriendo una paliza. Se acerca a su única salida medianamente digna; renunciar. Y hacerlo pronto antes de que lo quiten por inepto o delincuente. Saldría declarando que su paso por la presidencia fue un éxito contundente; eso es lo de menos.
El riesgo es que el vacío que dejaría Trump y su equipo podría ser ocupado por otros representantes de la oligarquía más capaces.
Donald Trump encarnó la rabia de aquellos que no eran escuchados por el sistema político y que en los últimos treinta años vieron deteriorarse su bienestar, su salud y para muchos incluso sus esperanza de vida. Han atestiguado el deterioro de su entorno, la decadencia de la industria, la infraestructura, los servicios y gran parte de las ciudades y barrios.
A millones se les invitó a endeudarse para acceder al “sueño americano”. Pero la burbuja de bienestar basado en el endeudamiento explotó en 2007 y en los últimos diez años 5.5 millones de familias perdieron sus casas. La abundancia de casas en venta redujo el valor de todas las viviendas y con ello la riqueza de las familias. Alrededor de siete millones de familias están pagando una hipoteca en la que todavía deben más que el verdadero valor de su casa.
La relocalización internacional de muchas fábricas, la quiebra de otras y la automatización industrial eliminaron millones de empleos manufactureros que, antes, eran bien pagados. Ser trabajador industrial era un motivo de orgullo y daba para vivir bien, comprar casa, automóvil y electrodomésticos. Ahora son empleos en los que se gana poco más que en una cadena de hamburguesas.
Por eso el mensaje de Donald Trump, “recuperar la grandeza” del país prendió entre esta población. A Donald lo ayudaron sus dotes teatrales, sus mensajes sencillos, y hasta su lenguaje soez y falta de modales con los que se identificaron los más encabronados.
Sobre todo le funcionó su ausencia de escrúpulos para mentir y engañar. Falto de cultura le bastaba repetir los mensajes y dichos sin sustento que salían del subsuelo mediático y las redes sociales para criticar a toda la clase política. Supo colocarse como el salvador que venía de fuera y no estaba condicionado por el burocratismo, la formalidad y lo políticamente correcto.
También prometió hasta lo imposible. Crearía un mejor sistema de salud para todos en el que costaría menos asegurarse; y lo haría reformando la ley conocida como Obamacare en pocos días. Incluso bajaría el precio de las medicinas. Lo principal es que recuperaría las industrias desaparecidas y lanzaría un enorme programa de renovación de la infraestructura, de modo que habría millones de empleos. Todas estas maravillas al mismo tiempo que ofrecía reducir los impuestos.
Pero Trump mentía y sabía que mentía. No bien llegó a la presidencia manifestó su verdadero objetivo; “de construir” el aparato público y gobernar al servicio de sí mismo, sus empresas, su familia, las cuatrocientas familias más ricas y, cuando mucho, el uno por ciento ubicado en la cumbre de la pirámide económica.
Contra lo prometido, su propuesta de reforma al sistema de salud expulsaba a 20 millones de norteamericanos, disminuía la protección y elevaba el costo de los seguros. En cambio reducía los impuestos que pagaban los más ricos. No logró modificar el sistema y ahora amenaza sabotearlo hasta que fracase.
Su propuesta de reforma fiscal va en el mismo camino de favorecerse a sí mismo y al grupito de súper ricos.
Sus principales secretarios de estado son reconocidos enemigos del quehacer gubernamental. De los 587 empleos federales que requieren aprobación del Senado no ha presentado candidatos a 364 puestos. Hay notorios rezagos en el gasto presupuestal. Ahora se sospecha que no es mera ineptitud, sino parte de un plan deliberado de destrucción pública.
Debido al peculiar sistema electoral norteamericano Trump llegó a la presidencia con menos votos que Hillary Clinton. Pero en lugar de procurar ampliar su base política considera que todos los que no lo apoyaron son sus enemigos.
Ahora llegó a un límite impensable. Sus declaraciones sobre la violencia racista en Charlottesville fueron erráticas. Primero se negó a condenar a los neonazis, kukuxklán y similares; luego pareció condenarlos, pero dos días después dijo que muchos de los que marchaban armados, con antorchas y banderas racistas eran gente buena.
Frente a ello los más connotados dirigentes empresariales lo han abandonado; incluso la cadena televisiva que más lo celebraba ahora lo critica. Se ha enemistado con gobernadores y senadores de su propio partido. La presión hizo que el presidente se deshiciera de Stephen Bannon y seguramente saldrá Sebastián Gorka, los más cercanos a posiciones fascistas dentro de su gabinete. La opinión pública norteamericana se encuentra a la expectativa de más salidas de gente cercana a Trump; en este caso de gente cuya decencia ya no les permitiría seguir colaborando con este presidente.
Políticos de renombre empiezan a plantear la posibilidad de destituirlo. Tal vez todavía no ha llegado ese momento; pero Trump no aprende y no distingue lo relevante de lo que no lo es. Ahora está metido en una guerra de estatuas; defiende las de los confederados esclavistas mientras Baltimore dio el ejemplo desmontando cuatro estatuas de confederados y gran parte de la población ha decidido eliminarlas.
Estas distracciones desesperan a los que desean avanzar en temas más serios como el de infraestructura, los impuestos o el presupuesto; en cambio los neonazis lo aplauden abiertamente.
Todo lo anterior es grave pero tal vez lo más extraordinario es que los cinco jefes militares de más alto nivel se apartaron de la tradición de no entrar en política ni diferir abiertamente de su jefe máximo. Primero el comandante de las fuerzas navales, luego el del cuerpo de marines, seguido del ejército, la fuerza aérea y la guardia nacional, todos condenaron los hechos de Charlottesville y se manifestaron en contra del racismo y el odio en las fuerzas armadas y en todos los Estados Unidos. Algo inusitado y a querer y no, tiene un fuerte mensaje al presidente y a toda la clase política.
Trump es un egocéntrico que no soporta las derrotas; y está sufriendo una paliza. Se acerca a su única salida medianamente digna; renunciar. Y hacerlo pronto antes de que lo quiten por inepto o delincuente. Saldría declarando que su paso por la presidencia fue un éxito contundente; eso es lo de menos.
El riesgo es que el vacío que dejaría Trump y su equipo podría ser ocupado por otros representantes de la oligarquía más capaces.
sábado, 12 de agosto de 2017
Tres escollos en la renegociación del TLCAN
Jorge Faljo
Estamos a punto de entrar en la renegociación del TLCAN. Formalmente inicia el próximo 16 de agosto y los negociadores mexicanos ya tienen sus boletos en la mano para ir a Washington. Si es que no se encuentran ya por allá.
Quienes crean que el gobierno mexicano simplemente se subordinará a lo que digan los gringos están muy equivocados. Hace 23 años el TLCAN nació en un mundo donde la expansión del libre comercio ofrecía espacios inmensos al crecimiento económico y se hizo una negociación en la que se pensaba que todos ganarían
El TLCAN ofrecía no descuidar a las mayorías. El campo mexicano estaría protegido, durante un tiempo, por altos aranceles que garantizarían rentabilidad e inversiones, que sumadas a los programa gubernamentales elevarían la competitividad, permitirían afrontar la globalización y ofrecer una vida digna a sus pobladores.
Un acuerdo paralelo de cooperación laboral prometía el mejoramiento de las condiciones laborales y de vida de los trabajadores mexicanos.
Pero los instrumentos del TLCAN que ofrecían beneficios a los trabajadores del campo y la ciudad fueron incumplidos por el gobierno de México.
Ahora nos aprestamos a una negociación en la que nuestro gobierno quiere defender una situación que para la mayoría de los mexicanos es insoportable. Se quiere negociar en lo oscurito; pero tal vez no salga la jugada y el gobierno podría tener que negociar allá, con los gringos, y también acá, con la sociedad mexicana.
Si el contexto interno es delicado, el norteamericano no se queda atrás.
La globalización ha dejado a millones de nuestros trabajadores en la pobreza y el desamparo. Nuestros políticos le quitaron al pueblo sus medios de vida y de sostén de sus familias.
Esto no lo digo yo; lo dijo Donald Trump, y con ese discurso ganó la elección. Su defensa de los trabajadores es hipócrita y superficial. Sin embargo lo poco que está dispuesto a defenderlos quiere cargarlo a la cuenta del pueblo de México. El juego es ahora suma cero; unos ganan, otros pierden.
La renegociación será dura y puede fracasar. Hay tres escollos en el camino que rebasan el nivel de empresas y sectores para convertirse en torpedos bajo la línea de flotación del modelo económico que sigue el país.
El primer torpedo es la exigencia norteamericana de equilibrar el comercio para que sea justo, reciproco y equilibrado. Es decir que no aceptan continuar una relación comercial en la que ellos nos compran mucho y nosotros les compramos poco. Dicho sea en términos relativos.
Acabar con su déficit solo puede hacerse de tres maneras: que ellos nos compren menos y con ello se vea destruida buena parte de la planta manufacturera ubicada en México, aunque sea transnacional. Es una amenaza contra sus propios conglomerados y en realidad no desean llegar a tanto. Nosotros tampoco.
Lo que realmente quieren es que México sea un mejor cliente de su producción. Lo que solo es posible de dos maneras. Una es que les compremos más substituyendo producción nacional a un costo social terrible. O que les compremos más a costa de comprarle menos a… China. Lo que solo funciona si nos hacemos proteccionistas y le ponemos trabas a las importaciones chinas para obligarnos a preferir las norteamericanas. Tal vez es la mejor salida; pero va en contra del catecismo que aprendieron nuestros negociadores en las universidades de aquel lado, y en el ITAM.
El segundo escollo es la postura norteamericana de que se mejoren las condiciones laborales en México, incluyendo una elevación salarial substancial. No quieren que sus trabajadores de 58 dólares al día compitan con mexicanos que ganan cuatro.
La teoría del TLCAN era que habría una gradual convergencia de los niveles de vida entre México y los Estados Unidos. Eso realmente no ha ocurrido en el lado mexicano.
De nuevo no lo digo yo; lo dijo Wilbur Ross, el secretario de comercio norteamericano y tiene razón, esa era la teoría. Pero en la práctica lejos de cumplir con el acuerdo paralelo preferimos el camino fácil de competir con trabajo semi esclavo.
Ahora los gringos quieren que lo laboral sea obligatorio y eso significa que de este lado haya verdadera democracia sindical, salario digno y buenas condiciones de seguridad e higiene. Algo que reduciría las tentaciones populistas, disminuiría la emigración y crearía demanda para la producción de los tres países del TLCAN.
Lo que sin embargo no puede ocurrir de un día para otro. Podríamos no obstante, plantearnos un programa ambicioso pero razonable para recuperar, en digamos diez años, el ingreso real perdido en los últimos 38 años en México. Dudo sin embargo que nuestras elites quieran dejar atrás la inequidad extrema que tanto les beneficia.
El tercer escollo es que quieren que les compremos más productos agropecuarios. Resulta que los agricultores norteamericanos se encuentran en crisis a pesar de que reciben grandes subsidios. Los precios están bajos y tienen grandes excedentes de producción; su solución es exportarnos más.
Pero aceptarlo va directamente en contra del objetivo oficial de conseguir, para el 2018 la seguridad alimentaria, definida como un 75 por ciento de abasto interno de los seis granos principales. Los negociadores mexicanos podrían pensar que de cualquier manera su gobierno no piensa cumplir esa promesa. Pero lo cierto es que los campesinos se están preparando para, esta vez sí, con la experiencia ganada, exigir que la agricultura se excluya del Tratado.
Tal vez este será el punto de mayor confrontación. No podemos darle otra puñalada al campo; sobre todo cuando se cierran los caminos para que la mano de obra mexicana se escape a los Estados Unidos y desde allá sostenga a sus familias.
En suma, substituir las importaciones chinas por norteamericanas y mejorar las condiciones laborales no sería nada fácil; pero si es viable cambiar de rumbo y lograrlo gradualmente. Pero profundizar el deterioro del campo es política y socialmente inaceptable. Estos serán los grandes escollos de la negociación que empieza la semana que entra.
Estamos a punto de entrar en la renegociación del TLCAN. Formalmente inicia el próximo 16 de agosto y los negociadores mexicanos ya tienen sus boletos en la mano para ir a Washington. Si es que no se encuentran ya por allá.
Quienes crean que el gobierno mexicano simplemente se subordinará a lo que digan los gringos están muy equivocados. Hace 23 años el TLCAN nació en un mundo donde la expansión del libre comercio ofrecía espacios inmensos al crecimiento económico y se hizo una negociación en la que se pensaba que todos ganarían
El TLCAN ofrecía no descuidar a las mayorías. El campo mexicano estaría protegido, durante un tiempo, por altos aranceles que garantizarían rentabilidad e inversiones, que sumadas a los programa gubernamentales elevarían la competitividad, permitirían afrontar la globalización y ofrecer una vida digna a sus pobladores.
Un acuerdo paralelo de cooperación laboral prometía el mejoramiento de las condiciones laborales y de vida de los trabajadores mexicanos.
Pero los instrumentos del TLCAN que ofrecían beneficios a los trabajadores del campo y la ciudad fueron incumplidos por el gobierno de México.
Ahora nos aprestamos a una negociación en la que nuestro gobierno quiere defender una situación que para la mayoría de los mexicanos es insoportable. Se quiere negociar en lo oscurito; pero tal vez no salga la jugada y el gobierno podría tener que negociar allá, con los gringos, y también acá, con la sociedad mexicana.
Si el contexto interno es delicado, el norteamericano no se queda atrás.
La globalización ha dejado a millones de nuestros trabajadores en la pobreza y el desamparo. Nuestros políticos le quitaron al pueblo sus medios de vida y de sostén de sus familias.
Esto no lo digo yo; lo dijo Donald Trump, y con ese discurso ganó la elección. Su defensa de los trabajadores es hipócrita y superficial. Sin embargo lo poco que está dispuesto a defenderlos quiere cargarlo a la cuenta del pueblo de México. El juego es ahora suma cero; unos ganan, otros pierden.
La renegociación será dura y puede fracasar. Hay tres escollos en el camino que rebasan el nivel de empresas y sectores para convertirse en torpedos bajo la línea de flotación del modelo económico que sigue el país.
El primer torpedo es la exigencia norteamericana de equilibrar el comercio para que sea justo, reciproco y equilibrado. Es decir que no aceptan continuar una relación comercial en la que ellos nos compran mucho y nosotros les compramos poco. Dicho sea en términos relativos.
Acabar con su déficit solo puede hacerse de tres maneras: que ellos nos compren menos y con ello se vea destruida buena parte de la planta manufacturera ubicada en México, aunque sea transnacional. Es una amenaza contra sus propios conglomerados y en realidad no desean llegar a tanto. Nosotros tampoco.
Lo que realmente quieren es que México sea un mejor cliente de su producción. Lo que solo es posible de dos maneras. Una es que les compremos más substituyendo producción nacional a un costo social terrible. O que les compremos más a costa de comprarle menos a… China. Lo que solo funciona si nos hacemos proteccionistas y le ponemos trabas a las importaciones chinas para obligarnos a preferir las norteamericanas. Tal vez es la mejor salida; pero va en contra del catecismo que aprendieron nuestros negociadores en las universidades de aquel lado, y en el ITAM.
El segundo escollo es la postura norteamericana de que se mejoren las condiciones laborales en México, incluyendo una elevación salarial substancial. No quieren que sus trabajadores de 58 dólares al día compitan con mexicanos que ganan cuatro.
La teoría del TLCAN era que habría una gradual convergencia de los niveles de vida entre México y los Estados Unidos. Eso realmente no ha ocurrido en el lado mexicano.
De nuevo no lo digo yo; lo dijo Wilbur Ross, el secretario de comercio norteamericano y tiene razón, esa era la teoría. Pero en la práctica lejos de cumplir con el acuerdo paralelo preferimos el camino fácil de competir con trabajo semi esclavo.
Ahora los gringos quieren que lo laboral sea obligatorio y eso significa que de este lado haya verdadera democracia sindical, salario digno y buenas condiciones de seguridad e higiene. Algo que reduciría las tentaciones populistas, disminuiría la emigración y crearía demanda para la producción de los tres países del TLCAN.
Lo que sin embargo no puede ocurrir de un día para otro. Podríamos no obstante, plantearnos un programa ambicioso pero razonable para recuperar, en digamos diez años, el ingreso real perdido en los últimos 38 años en México. Dudo sin embargo que nuestras elites quieran dejar atrás la inequidad extrema que tanto les beneficia.
El tercer escollo es que quieren que les compremos más productos agropecuarios. Resulta que los agricultores norteamericanos se encuentran en crisis a pesar de que reciben grandes subsidios. Los precios están bajos y tienen grandes excedentes de producción; su solución es exportarnos más.
Pero aceptarlo va directamente en contra del objetivo oficial de conseguir, para el 2018 la seguridad alimentaria, definida como un 75 por ciento de abasto interno de los seis granos principales. Los negociadores mexicanos podrían pensar que de cualquier manera su gobierno no piensa cumplir esa promesa. Pero lo cierto es que los campesinos se están preparando para, esta vez sí, con la experiencia ganada, exigir que la agricultura se excluya del Tratado.
Tal vez este será el punto de mayor confrontación. No podemos darle otra puñalada al campo; sobre todo cuando se cierran los caminos para que la mano de obra mexicana se escape a los Estados Unidos y desde allá sostenga a sus familias.
En suma, substituir las importaciones chinas por norteamericanas y mejorar las condiciones laborales no sería nada fácil; pero si es viable cambiar de rumbo y lograrlo gradualmente. Pero profundizar el deterioro del campo es política y socialmente inaceptable. Estos serán los grandes escollos de la negociación que empieza la semana que entra.
domingo, 6 de agosto de 2017
Fentanilo; la muerte blanca
Jorge Faljo
Los Estados Unidos enfrentan la peor epidemia de drogadicción mortal de su historia. Unos 140 norteamericanos mueren cada día por sobredosis de las drogas callejeras que consumen. De manera creciente se trata de una droga relativamente nueva y cuyos efectos están creando alarma. Se calcula que en 2016 murieron más gentes por esa droga que en toda la guerra de Vietnam; supera las cifras de accidentes mortales automovilísticos, los asesinatos con arma de fuego y el número de muertos por SIDA en el peor año de la epidemia.
Algún centro de investigación predice que al ritmo de expansión que lleva en la próxima década podrían morir de sobredosis unas 650 mil personas. No es difícil dado que ya genera alrededor de 60 mil muertes al año y cerca de millón y medio requieren tratamiento de sobredosis en ese mismo periodo. Toda una hecatombe en proceso a la que apenas se le empieza a dar suficiente atención.
Lo peor es que se trata de una muerte autoinflingida porque el drogadicto no sabe cuáles son los componentes exactos de la mezcla que está comprando. Desconoce en particular la cantidad exacta del principal agente activo en la dosis que consume. No es difícil sobrepasarse; una cantidad similar a la de tres pequeñitos granos de sal es mortal.
Se trata del fentanilo; un analgésico que es 50 veces más potente que la heroína. Eso es lo que lo hace muy efectivo y a la vez peligroso. Bastan 3 miligramos para llevar a la muerte. Hay dos tipos de esta substancia; la “buena” se produce en laboratorios bajo estrictas normas de control de calidad y cantidad. Se emplea como analgésico sobre todo en el caso de dolores muy fuertes como sería el caso del cáncer.
El segundo tipo, “malvado”, se fabrica en “cocinas” clandestinas y se mezcla con heroína y materiales de relleno. Aquí el fentanilo funciona como un potenciador de los efectos de la heroína. La producción es artesanal y al criterio de múltiples productores y la substancia se ve alterada a lo largo de la cadena de distribución ilegal. Es por ello que el usuario final no conoce el contenido efectivo de los distintos componentes en lo que se inyecta; que es la manera de lograr de forma casi instantánea el placer que busca.
Esta nueva drogadicción tiene características muy distintas a las que la han precedido. Por un lado se encuentra la mayor potencia de la substancia que facilita trasladar cantidades pequeñas y más difíciles de descubrir. Por ejemplo, se puede solicitar por internet desde Canadá para que la droga le sea enviada desde China en cantidades inferiores a 30 gramos; disfrazada de cualquier otra cosa. Funciona porque la ley canadiense prohíbe que la policía abra los sobres de correo menores a ese peso. Por otro lado, 10 gramos de fentanilo casi puro bastan para producir miles de dosis. Una muestra de medio gramo cuesta 35 dólares.
Sin embargo la principal diferencia es racial. Esta droga impacta, de manera proporcional, al doble de blancos que de negros; los latinos presentan la tercera parte de muertes que los primeros.
El perfil racial de los usuarios se explica en los orígenes de la drogadicción: nació en los consultorios médicos debido sobre todo a intensas y engañosas campañas publicitarias de las grandes compañías farmacéuticas. Hoy en día alrededor de 100 millones de norteamericanos declaran sufrir de dolores crónicos. Por muchos años la respuesta facilona de los doctores fue recetar analgésicos opiáceos. Esto se ha dificultado en los últimos años debido a nueva normas gubernamentales; desde el 2014 la prescripción poco escrupulosa podría llevar al médico a la cárcel.
Pero el mal ya está hecho y las medidas de contención parecen insuficientes. En 2016 se recetaron opiáceos como para darle un frasco de ellos a cada adulto norteamericano. El caso es que el 75 por ciento de los adictos a la heroína declaran que empezaron por el uso de analgésicos medicinales.
Parte del problema ocurre cuando el paciente que recibe medicamentos contra el dolor quiere incrementar la dosis y el doctor ya no quiere o no puede hacerlo de acuerdo a los protocolos establecidos. Entonces se buscan en la calle. También ocurre que los familiares del paciente tengan acceso a sus medicinas.
El problema crece exponencialmente y ya preocupa como un elemento que debilita las capacidades de trabajo de cerca de 2.7 millones de personas y puede explicar parte del desempleo. Sin embargo es más lógico lo que muchos afirman; que es el desempleo, los bajos salarios y el deterioro de las condiciones de vida lo que empuja hacia la depresión y otros problemas mentales y, finalmente, al consumo de drogas. Incluso para algún sector puede ser una forma de buscar el suicidio. No olvidemos el hecho demográfico inusitado de que la población norteamericana blanca y sin estudios universitarios ha reducido su esperanza de años de vida.
Esta drogadicción es distinta a las anteriores también por las maneras en que se le combate. Cínicamente se acepta que, debido a que los afectados son en sobremanera blancos, se exige una estrategia de atención a la salud y no de criminalización y cárcel.
Ciudades como Nueva York, Boston, San Diego, estados como Massachusetts y muchos lugares capacitan y equipan a sus policías, bomberos, otros empleados públicos e incluso voluntarios con el antídoto Naxolona; muchos padres cuentan con el antídoto y prefieren que sus hijos se droguen en casa; también crean espacios limpios en los que sin proporcionar la droga hay personal que tiene el antídoto a la mano.
Desde el espacio médico se propone la difusión de analgésicos menos agresivos, como la marihuana, la acupuntura, el yoga y demás. Además estrategias públicas de recreación para adolescentes que los aparten de la tentación. Hasta los programas de empleo tendrían un efecto positivo. En Canadá muchos adultos reciben su dosis de droga en los hospitales públicos (no hay privados en ese país), lo que les permite un consumo seguro y regulado que les facilita trabajar.
Todo esto es costoso y para combatir la epidemia algunas ciudades han establecido demandas legales multimillonarias a las grandes farmacéuticas con el objeto de que ahora aporten algo de lo que ganaron promoviendo el uso de opiáceos.
Desde allá llegan datos y motivos para que en México repensemos la estrategia de tratamiento de las adicciones.
Los Estados Unidos enfrentan la peor epidemia de drogadicción mortal de su historia. Unos 140 norteamericanos mueren cada día por sobredosis de las drogas callejeras que consumen. De manera creciente se trata de una droga relativamente nueva y cuyos efectos están creando alarma. Se calcula que en 2016 murieron más gentes por esa droga que en toda la guerra de Vietnam; supera las cifras de accidentes mortales automovilísticos, los asesinatos con arma de fuego y el número de muertos por SIDA en el peor año de la epidemia.
Algún centro de investigación predice que al ritmo de expansión que lleva en la próxima década podrían morir de sobredosis unas 650 mil personas. No es difícil dado que ya genera alrededor de 60 mil muertes al año y cerca de millón y medio requieren tratamiento de sobredosis en ese mismo periodo. Toda una hecatombe en proceso a la que apenas se le empieza a dar suficiente atención.
Lo peor es que se trata de una muerte autoinflingida porque el drogadicto no sabe cuáles son los componentes exactos de la mezcla que está comprando. Desconoce en particular la cantidad exacta del principal agente activo en la dosis que consume. No es difícil sobrepasarse; una cantidad similar a la de tres pequeñitos granos de sal es mortal.
Se trata del fentanilo; un analgésico que es 50 veces más potente que la heroína. Eso es lo que lo hace muy efectivo y a la vez peligroso. Bastan 3 miligramos para llevar a la muerte. Hay dos tipos de esta substancia; la “buena” se produce en laboratorios bajo estrictas normas de control de calidad y cantidad. Se emplea como analgésico sobre todo en el caso de dolores muy fuertes como sería el caso del cáncer.
El segundo tipo, “malvado”, se fabrica en “cocinas” clandestinas y se mezcla con heroína y materiales de relleno. Aquí el fentanilo funciona como un potenciador de los efectos de la heroína. La producción es artesanal y al criterio de múltiples productores y la substancia se ve alterada a lo largo de la cadena de distribución ilegal. Es por ello que el usuario final no conoce el contenido efectivo de los distintos componentes en lo que se inyecta; que es la manera de lograr de forma casi instantánea el placer que busca.
Esta nueva drogadicción tiene características muy distintas a las que la han precedido. Por un lado se encuentra la mayor potencia de la substancia que facilita trasladar cantidades pequeñas y más difíciles de descubrir. Por ejemplo, se puede solicitar por internet desde Canadá para que la droga le sea enviada desde China en cantidades inferiores a 30 gramos; disfrazada de cualquier otra cosa. Funciona porque la ley canadiense prohíbe que la policía abra los sobres de correo menores a ese peso. Por otro lado, 10 gramos de fentanilo casi puro bastan para producir miles de dosis. Una muestra de medio gramo cuesta 35 dólares.
Sin embargo la principal diferencia es racial. Esta droga impacta, de manera proporcional, al doble de blancos que de negros; los latinos presentan la tercera parte de muertes que los primeros.
El perfil racial de los usuarios se explica en los orígenes de la drogadicción: nació en los consultorios médicos debido sobre todo a intensas y engañosas campañas publicitarias de las grandes compañías farmacéuticas. Hoy en día alrededor de 100 millones de norteamericanos declaran sufrir de dolores crónicos. Por muchos años la respuesta facilona de los doctores fue recetar analgésicos opiáceos. Esto se ha dificultado en los últimos años debido a nueva normas gubernamentales; desde el 2014 la prescripción poco escrupulosa podría llevar al médico a la cárcel.
Pero el mal ya está hecho y las medidas de contención parecen insuficientes. En 2016 se recetaron opiáceos como para darle un frasco de ellos a cada adulto norteamericano. El caso es que el 75 por ciento de los adictos a la heroína declaran que empezaron por el uso de analgésicos medicinales.
Parte del problema ocurre cuando el paciente que recibe medicamentos contra el dolor quiere incrementar la dosis y el doctor ya no quiere o no puede hacerlo de acuerdo a los protocolos establecidos. Entonces se buscan en la calle. También ocurre que los familiares del paciente tengan acceso a sus medicinas.
El problema crece exponencialmente y ya preocupa como un elemento que debilita las capacidades de trabajo de cerca de 2.7 millones de personas y puede explicar parte del desempleo. Sin embargo es más lógico lo que muchos afirman; que es el desempleo, los bajos salarios y el deterioro de las condiciones de vida lo que empuja hacia la depresión y otros problemas mentales y, finalmente, al consumo de drogas. Incluso para algún sector puede ser una forma de buscar el suicidio. No olvidemos el hecho demográfico inusitado de que la población norteamericana blanca y sin estudios universitarios ha reducido su esperanza de años de vida.
Esta drogadicción es distinta a las anteriores también por las maneras en que se le combate. Cínicamente se acepta que, debido a que los afectados son en sobremanera blancos, se exige una estrategia de atención a la salud y no de criminalización y cárcel.
Ciudades como Nueva York, Boston, San Diego, estados como Massachusetts y muchos lugares capacitan y equipan a sus policías, bomberos, otros empleados públicos e incluso voluntarios con el antídoto Naxolona; muchos padres cuentan con el antídoto y prefieren que sus hijos se droguen en casa; también crean espacios limpios en los que sin proporcionar la droga hay personal que tiene el antídoto a la mano.
Desde el espacio médico se propone la difusión de analgésicos menos agresivos, como la marihuana, la acupuntura, el yoga y demás. Además estrategias públicas de recreación para adolescentes que los aparten de la tentación. Hasta los programas de empleo tendrían un efecto positivo. En Canadá muchos adultos reciben su dosis de droga en los hospitales públicos (no hay privados en ese país), lo que les permite un consumo seguro y regulado que les facilita trabajar.
Todo esto es costoso y para combatir la epidemia algunas ciudades han establecido demandas legales multimillonarias a las grandes farmacéuticas con el objeto de que ahora aporten algo de lo que ganaron promoviendo el uso de opiáceos.
Desde allá llegan datos y motivos para que en México repensemos la estrategia de tratamiento de las adicciones.
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