Jorge Faljo
Los Estados Unidos enfrentan la peor epidemia de drogadicción mortal de su historia. Unos 140 norteamericanos mueren cada día por sobredosis de las drogas callejeras que consumen. De manera creciente se trata de una droga relativamente nueva y cuyos efectos están creando alarma. Se calcula que en 2016 murieron más gentes por esa droga que en toda la guerra de Vietnam; supera las cifras de accidentes mortales automovilísticos, los asesinatos con arma de fuego y el número de muertos por SIDA en el peor año de la epidemia.
Algún centro de investigación predice que al ritmo de expansión que lleva en la próxima década podrían morir de sobredosis unas 650 mil personas. No es difícil dado que ya genera alrededor de 60 mil muertes al año y cerca de millón y medio requieren tratamiento de sobredosis en ese mismo periodo. Toda una hecatombe en proceso a la que apenas se le empieza a dar suficiente atención.
Lo peor es que se trata de una muerte autoinflingida porque el drogadicto no sabe cuáles son los componentes exactos de la mezcla que está comprando. Desconoce en particular la cantidad exacta del principal agente activo en la dosis que consume. No es difícil sobrepasarse; una cantidad similar a la de tres pequeñitos granos de sal es mortal.
Se trata del fentanilo; un analgésico que es 50 veces más potente que la heroína. Eso es lo que lo hace muy efectivo y a la vez peligroso. Bastan 3 miligramos para llevar a la muerte. Hay dos tipos de esta substancia; la “buena” se produce en laboratorios bajo estrictas normas de control de calidad y cantidad. Se emplea como analgésico sobre todo en el caso de dolores muy fuertes como sería el caso del cáncer.
El segundo tipo, “malvado”, se fabrica en “cocinas” clandestinas y se mezcla con heroína y materiales de relleno. Aquí el fentanilo funciona como un potenciador de los efectos de la heroína. La producción es artesanal y al criterio de múltiples productores y la substancia se ve alterada a lo largo de la cadena de distribución ilegal. Es por ello que el usuario final no conoce el contenido efectivo de los distintos componentes en lo que se inyecta; que es la manera de lograr de forma casi instantánea el placer que busca.
Esta nueva drogadicción tiene características muy distintas a las que la han precedido. Por un lado se encuentra la mayor potencia de la substancia que facilita trasladar cantidades pequeñas y más difíciles de descubrir. Por ejemplo, se puede solicitar por internet desde Canadá para que la droga le sea enviada desde China en cantidades inferiores a 30 gramos; disfrazada de cualquier otra cosa. Funciona porque la ley canadiense prohíbe que la policía abra los sobres de correo menores a ese peso. Por otro lado, 10 gramos de fentanilo casi puro bastan para producir miles de dosis. Una muestra de medio gramo cuesta 35 dólares.
Sin embargo la principal diferencia es racial. Esta droga impacta, de manera proporcional, al doble de blancos que de negros; los latinos presentan la tercera parte de muertes que los primeros.
El perfil racial de los usuarios se explica en los orígenes de la drogadicción: nació en los consultorios médicos debido sobre todo a intensas y engañosas campañas publicitarias de las grandes compañías farmacéuticas. Hoy en día alrededor de 100 millones de norteamericanos declaran sufrir de dolores crónicos. Por muchos años la respuesta facilona de los doctores fue recetar analgésicos opiáceos. Esto se ha dificultado en los últimos años debido a nueva normas gubernamentales; desde el 2014 la prescripción poco escrupulosa podría llevar al médico a la cárcel.
Pero el mal ya está hecho y las medidas de contención parecen insuficientes. En 2016 se recetaron opiáceos como para darle un frasco de ellos a cada adulto norteamericano. El caso es que el 75 por ciento de los adictos a la heroína declaran que empezaron por el uso de analgésicos medicinales.
Parte del problema ocurre cuando el paciente que recibe medicamentos contra el dolor quiere incrementar la dosis y el doctor ya no quiere o no puede hacerlo de acuerdo a los protocolos establecidos. Entonces se buscan en la calle. También ocurre que los familiares del paciente tengan acceso a sus medicinas.
El problema crece exponencialmente y ya preocupa como un elemento que debilita las capacidades de trabajo de cerca de 2.7 millones de personas y puede explicar parte del desempleo. Sin embargo es más lógico lo que muchos afirman; que es el desempleo, los bajos salarios y el deterioro de las condiciones de vida lo que empuja hacia la depresión y otros problemas mentales y, finalmente, al consumo de drogas. Incluso para algún sector puede ser una forma de buscar el suicidio. No olvidemos el hecho demográfico inusitado de que la población norteamericana blanca y sin estudios universitarios ha reducido su esperanza de años de vida.
Esta drogadicción es distinta a las anteriores también por las maneras en que se le combate. Cínicamente se acepta que, debido a que los afectados son en sobremanera blancos, se exige una estrategia de atención a la salud y no de criminalización y cárcel.
Ciudades como Nueva York, Boston, San Diego, estados como Massachusetts y muchos lugares capacitan y equipan a sus policías, bomberos, otros empleados públicos e incluso voluntarios con el antídoto Naxolona; muchos padres cuentan con el antídoto y prefieren que sus hijos se droguen en casa; también crean espacios limpios en los que sin proporcionar la droga hay personal que tiene el antídoto a la mano.
Desde el espacio médico se propone la difusión de analgésicos menos agresivos, como la marihuana, la acupuntura, el yoga y demás. Además estrategias públicas de recreación para adolescentes que los aparten de la tentación. Hasta los programas de empleo tendrían un efecto positivo. En Canadá muchos adultos reciben su dosis de droga en los hospitales públicos (no hay privados en ese país), lo que les permite un consumo seguro y regulado que les facilita trabajar.
Todo esto es costoso y para combatir la epidemia algunas ciudades han establecido demandas legales multimillonarias a las grandes farmacéuticas con el objeto de que ahora aporten algo de lo que ganaron promoviendo el uso de opiáceos.
Desde allá llegan datos y motivos para que en México repensemos la estrategia de tratamiento de las adicciones.
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