Jorge Faljo
En Hawái cientos de miles sufrían el mayor pánico de sus vidas. Corrían por las calles en busca de refugios inexistentes; llamaban a sus seres queridos para una última despedida por teléfono; se daban un abrazo final; se escondían en closets; metían a los niños en las tinas del baño. El tráfico fue un caos, en parte por los que se pasaban los altos para llegar pronto con sus familias; o por los que abandonaron sus autos donde quiera que se vieron embotellados. Estas fueron algunas de las respuestas de los desesperados.
Muchos otros, tal vez tantos como los primeros, pensaron que no había nada que hacer sino simplemente aceptar el destino; fingir calma o rezar, sobre todo si estaban con sus hijos pequeños. Así que muchos simplemente siguieron con sus actividades habituales. También hubo la minoría que simplemente no creyó el mensaje.
Pero la alerta de emergencia que apareció en los celulares de cerca de un millón de hawaianos y turistas el pasado 13 de enero fue aterradora:
“Un misil balístico se dirige a Hawái. Busquen refugio de inmediato. Esto no es un simulacro.”
Una prolongada historia de amenazas mutuas entre Corea del Norte y los Estados Unidos hacia creíble el mensaje. De un lado amenazantes y reiterados ejercicios militares norteamericanos con barcos y aviones cargados de bombas nucleares. Del otro un país pequeño pero desafiante que presume de que ya puede lanzar su propio misil nuclear. De los dos lados presidentes estrambóticos y poco confiables.
Afortunadamente el ataque no fue cierto, pero el susto ocurrió esta semana. Un empleado se equivocó al oprimir el botón que decía “alerta de misil” en lugar del de “prueba de alerta de misil”. Ese empleado fue reasignado a otro puesto; el jefe del sistema se declaró responsable y dijo que en adelante se requerirían dos personas para accionar la alerta.
El episodio obliga a recordar la real amenaza existente de una guerra nuclear. Para muchos esta podría no ser el resultado de una decisión fría; o del escalamiento de las amenazas pensando que el adversario comparte la misma racionalidad y es previsible.
Además de lo anterior, una guerra terrible en la que murieran millones, cientos de millones o la humanidad entera podría originarse en algo distinto: un error estúpido; el mal funcionamiento de una maquina; el acto deliberado de una persona mentalmente enferma; el hackeo de terroristas o de un tercer gobierno.
A esta posibilidad contribuyen dos hechos. El primero es la abundancia de bombas diseminadas en todo el mundo, montadas en todo tipo de medios, controladas por múltiples sistemas de cómputo y sobre las que toman decisiones miles de individuos. Tan solo los Estados Unidos cuenta con 4,500 cabezas nucleares; 1750 se encuentran montadas para su lanzamiento. De estas últimas 900 se encuentran en sistemas de respuesta rápida que permiten dispararlas a los diez minutos de una alerta nuclear que, como en Hawái, podría ser falsa.
Lo segundo, la posibilidad de un error en algún punto de este complejo sistema estadounidense, o de sus contrapartes rusa, china, francesa, inglesa, india, pakistaní, israelita o de los recién llegados norcoreanos. Esta posibilidad se ve subrayada porque se conoce que en el pasado se han cometido algunos errores graves.
Han ocurrido otras alarmas de las que la población no se ha enterado y que resultaron falsas. No responder se debió en varios casos a la sangre fría de un individuo que decidió confirmar, incluso sin seguir el protocolo. En alguna ocasión los rusos confundieron un cohete científico noruego con el lanzamiento de un misil desde un submarino norteamericano. Afortunadamente tomaron en cuenta que ningún otro misil había sido disparado. Alguna vez se cargaron siete bombas nucleares en un avión norteamericano confundidas como misiles convencionales. La historia de errores absurdos es demasiado larga para relatarla.
Hace un par de días el Papa Francisco dijo tener verdadero miedo a una guerra nuclear. Un incidente podría desatarla y por ello pidió destruir las armas nucleares. No sabemos si el incidente de Hawái lo asustó o únicamente le recordó esa terrible posibilidad.
Al lado de la versión oficial de un error involuntario hay quienes plantean otra posibilidad mucho más preocupante. Señalan notas recientes del New York Times acerca del incremento de ejercicios militares que, ominosamente, se parecen a los preparativos previos a la invasión a Irak.
En un contexto cargado de amenazas previas y ejercicios acentuados no falta quien señala la posibilidad de que la alerta nuclear en Hawái fuera parte de estos preparativos. Sería una forma de poner a prueba varios elementos: la respuesta de la población y de los medios.
La población tardó 38 minutos en enterarse de que la alerta fue un error. Los mandos militares norteamericanos lo supieron en menos de cinco minutos. ¿Cuánto tardaron los chinos, rusos, coreanos y otros, en darse cuenta de la alarma primero y de que era un error después? Más importante aún; ¿cuál fue su reacción en esos minutos? y si esta reacción fue captada por los sistemas satelitales y de espionaje norteamericanos.
Error o no error esta es información valiosa para lo que podrían ser preparativos militares y de manejo de la población.
Algo que llama la atención es que durante la alerta el presidente Trump no dejó de jugar al golf. Tal vez no tuvo tiempo de reaccionar, o no lo tomó por sorpresa. Cierto que en apenas unos minutos supieron que era falsa alarma. Pero surge otra pregunta: Trump tiene unos 22 millones de seguidores en Twitter, que es prácticamente instantáneo. ¿Por qué no envió un mensaje aclarando que era una falsa alarma?
Finalmente están los que alejados del “sospechosismo” consideran que fue una suerte para el mundo que Trump estuviera jugando golf. Ojalá lo hiciera todo el tiempo.
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