Jorge Faljo
De nueva cuenta los potentados económicos y políticos del planeta se han reunido en las montañas suizas. Cerca de tres mil dirigentes de los mayores consorcios privados del mundo, jefes de gobierno y de organizaciones internacionales, dirigentes de organizaciones sociales destacadas, personalidades del arte, la intelectualidad y los medios abarrotan un pueblito de turismo invernal que de ordinario no pasa de los 12 mil habitantes. Miles más en la zona para asegurar que cerca de 400 conferencias funcionen con precisión de relojería, para brindarles servicios y, sobre todo, garantizar la máxima seguridad.
Algo que siempre he apreciado es que los personajes del mayor nivel no se reúnen para simular que todo marcha bien sino para un diagnóstico serio de los problemas y para proponer soluciones. Cierto que lo hacen desde su propia perspectiva, la del poder y el dinero, pero aun así resulta un mérito la claridad de las reflexiones y el lenguaje directo. Tal vez porque es un dialogo entre ellos, sin el ropaje mediatizador, tecnocrático o rollero con el que muchos se dirigen al pueblo.
El lema del encuentro de este año es “Creando un futuro compartido en un mundo fracturado”. ¿A qué se refieren? Porque fracturas abundan. Pero hay una que destaca y a la que todos parecen prestarle particular atención; se trata de la inequidad extrema a la que hemos llegado y que se agrava día con día. A la relevancia del tema contribuyó un reporte de Oxfam, una confederación de organizaciones enfocadas en el alivio a la pobreza.
En ese reporte presentado con gran sentido de la oportunidad se destaca la enorme concentración de la riqueza existente y, peor aún, la tendencia hacia una cada día mayor concentración. En él se destaca que la riqueza de ocho hombres es equivalente a la de 3.6 mil millones de personas; y que en el 2017 el 82 por ciento de la nueva riqueza generada es acaparado por el 1 por ciento de la población.
La inequidad interesa a las elites por dos motivos; uno es que genera ingobernabilidad, o lo que ellos llaman populismo. En los países industrializados con democracias funcionales, la destrucción de las clases medias genera un creciente rechazo a la globalización, lo que genera incertidumbre sobre el funcionamiento futuro de la economía y los mercados. El más notable caso es los Estados Unidos. En algunos países periféricos el problema llega al extremo de los llamados estados fallidos; aquellos que se desgarran en guerras civiles y donde los gobiernos pierden el control de amplias porciones de su territorio ante facciones que incluso sin pretender ser gobierno le van arrebatando funciones.
Lo segundo es que la inequidad se convierte en una traba mayor al crecimiento económico debido a que el mercado ya no asigna suficiente capacidad de compra a los bolsillos de los trabajadores. La insuficiencia de la demanda lleva a la destrucción de gran número de empresas y nos acerca a al capitalismo monopólico, a mercados donde muy pocas, a veces una sola empresa domina el grueso de la producción. Lo peor es que esto se asocia las más de las veces a un cambio tecnológico en el que las nuevas tecnologías desplazan cada vez más mano de obra.
Nos encontramos ante un nuevo capitalismo súper elitista, concentrador de la producción, cuyo poder económico le permite el control de los medios y de los mecanismos de la democracia, a la que puede revertir en contra de los intereses de las mayorías.
Mark Zuckerberg y Elon Musk, grandes innovadores tecnológicos, milmillonarios en dólares, hablan de la inevitabilidad del ingreso básico universal. Cuando el trabajo ya no permite obtener el ingreso suficiente para vivir con dignidad, y comprar todo lo que está disponible empolvándose en las bodegas, habría que dinamizar al mercado para que pueda seguir funcionando la capacidad de producir.
Una posición que emana, en el caso de los dos anteriores, de súper capitalistas todavía asociados a procesos productivos y preocupados por la posibilidad de vender servicios y productos. No es la posición de muchos otros súper capitalistas meramente rentistas, propietarios de riqueza financiera, intangible, prácticamente digital, preocupados por que los gobiernos les paguen lo que les han prestado sin que para ello les pongan impuestos.
Lo cierto es que crece la preocupación por la desembocadura política y las trabas a la producción que genera la inequidad y eso hace crecer la idea de una solución por la vía de otorgar a cada persona un ingreso básico, por el solo hecho de ser ciudadano con derecho a una vida digna.
Es una propuesta fundamentalmente redistributiva; implica quitarles a unos para darles a otros. Lo que considero un planteamiento limitado; tal vez adecuado en países altamente industrializados y ricos. En ellos podría resultar aceptable dejar en manos de muy pocas empresas la responsabilidad de una producción muy poco generadora de empleo y demanda. A cambio los impuestos, sobre todo enfocados en el rentismo que no genera ni empleo ni distribuye demanda, permitirían transferir capacidad de compra a la población.
Sin embargo, es una solución a medias e inaceptable para países como México. En nuestro caso la inequidad debe ser atacada desde su raíz; la concentración de la producción. Una situación que deja a gran parte de la población, antiguos productores, despojados de su acceso al mercado y obligados a abandonar sus tierras, talleres, maquinarias y equipos convencionales.
Sería inaceptable que, en un país de ingresos bajos, pero con enorme potencialidad productiva como el nuestro, la población excluida de la producción y el mercado viva simplemente de un ingreso básico universal. Es una carga que no podría soportar el sector relativamente exitoso de la economía. Para la misma población excluida es inaceptable convertirse en meros receptores de programas asistencialistas.
En nuestro caso la inequidad se debe combatir mediante la inclusión productiva; conseguir que los ahora excluidos sean actores plenos de la economía como productores. No se trata de hacerlos participar en el sueño guajiro de una estrategia de exportación que hace aguas. Sino, esencialmente, de producir para ellos mismos; su propia canasta de consumo de alimentos, ropa, calzado, construcción, muebles, enseres del hogar y demás.
Es una estrategia de reactivación de capacidades en donde el que el que no pueda producir para el mercado mundial o nacional, produzca para su región o localidad. Los productores actualmente excluidos deben ser los agentes centrales del combate a la pobreza y la inequidad.
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