Jorge Faljo
Décadas de política pública subordinada al pillaje, el remate de empresas públicas, la desindustrialización y desnacionalización nos heredan una población empobrecida y un gobierno altamente endeudado. Un legado complicado.
Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social –CONEVAL- el 38.7 por ciento de los trabajadores formales tienen ingresos inferiores al costo de la canasta alimentaria. Incluye una mejora del ingreso laboral de 3.3 por ciento en el primer trimestre del año. El mayor incremento desde el 2005. ¡Qué bueno que empiece a revertirse la tendencia al empobrecimiento salarial!
Falta considerar la peor situación en la que se encuentra la mayoría de los trabajadores: los informales y la población rural, campesina e indígena. Estos son el objetivo de una ambiciosa estrategia redistributiva que beneficiará a millones.
Entre ellos 7.5 millones de adultos mayores; 610 mil personas con discapacidad; 10 millones de estudiantes (pobres, de educación media y universitarios); 600 mil aprendices que antes eran ninis; 1.2 millones de comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios; 224 mil pequeños propietarios en el programa Sembrando Vida. Se planea ampliar estos apoyos hasta llegar a unos 22 millones de personas. Aparte está el subsidio a 40 productos básicos; los precios de garantía, las micro universidades y varios más.
Se trata de una fuerte estrategia de redistribución del ingreso. Cabe acotar que las estrategias distributivas han sido propuestas por agencia internacionales como la CEPAL, la OCDE y el Banco Mundial. Incluso el Fondo Monetario Internacional modificó su postura tradicional y en 2017 se manifestó a favor. Recomiendan que la redistribución se base en una política fiscal muy progresiva; es decir que los muy grandes ingresos, fortunas, ganancias y herencias paguen altos impuestos. Lo que afectaría tan solo a una minoría ultra rica sin impactar los niveles de consumo.
Sin embargo la estrategia redistributiva que sigue este gobierno tiene un financiamiento distinto. No se basa en mayores impuestos a los muy ricos sino en una combinación de combate a la corrupción y austeridad.
De ese modo se ataca un grave problema de injusticia y rezago social; es una exigencia ética, y política, que corresponde al mandato popular. No obstante, esta estrategia pronto enfrentará dos importantes limitaciones.
Redistribuir el ingreso en un contexto de bajo crecimiento económico y de gobierno con baja capacidad de gasto implica dar a unos quitándoles a otros. Mientras se trate de impedir que siga el robo de cientos o miles de millones parece muy positivo. Pero la austeridad impacta negativamente a muchos más; a trabajadores y empresarios honestos.
Es decir que la redistribución dispara un jaloneo de cobijas cada vez más conflictivo. Ya se ven descobijados decenas de miles de burócratas, unos despedidos y otros con reducciones salariales; e instituciones de todo tipo con dificultades para cumplir adecuadamente sus funciones. Se generan conflictos que podrían llegar a implicar un alto costo político, social y económico. ¿Qué tanto puede seguirse ampliando la estrategia redistributiva de esta manera?
El segundo límite es productivo. Redistribuir el ingreso modifica cadenas de producción y distribución. No es lo mismo lo que consume un rico con 100 millones de pesos (proporcionalmente muy poco) que 100 mil pobres con ese mismo dinero (se lo gastarían de inmediato en consumo rezagado). Así que el asunto es ¿de dónde saldrá la producción para este consumo incrementado?
Una experiencia interesante por su doble cara, buena y mala, fue la del apoyo a los viejitos en la ciudad de México. Mucho se puede decir a favor del ingreso a personas de la tercera edad; fue un acto de justicia social y apoyo a su bienestar y dignidad. El lado negativo es que al otorgarlo en forma de tarjetas electrónicas reorientó el consumo familiar hacia las grandes cadenas comerciales y descobijó a los mercados populares.
Todo apunta a que ahora puede repetirse esa experiencia en escala mayúscula. Si las transferencias sociales globalizan el consumo de decenas de millones se favorecerá la producción comercial de gran escala, e incluso las importaciones. Y se golpeará a los productores sociales.
SEGALMEX, que abastece a las 30 mil tiendas Diconsa anuncia que hará compras locales. Eso no basta porque la producción campesina seguiría compitiendo con la globalizada. Ni siquiera los agricultores comerciales pueden competir con las importaciones.
Se requiere que las transferencias se “amarren” a la producción local en nuevo mercado social paralelo al globalizado. Habrá quienes digan que eso limita la libertad de los consumidores y los obligaría a comprar más caro. Cierto, pero hay dos argumentos a favor de hacerlo así.
El primero es que el Plan Nacional de Desarrollo se compromete a impulsar una economía social y solidaria. Las transferencias no son salario y pueden entregarse bajo un compromiso de solidaridad; que con ese ingreso se compre a los vecinos, a productores locales, regionales y nacionales. Es decir que los pobres les compren a los pobres.
Hay que entender que esos pobres son esencialmente productores. Ejemplo: de 1982 a 1991 el país perdió 13.9 millones de reses; 7.8 millones de cerdos; 3.5 millones de cabras; 2.7 millones de borregos y decenas de miles de granjas avícolas. Este hato ganadero lo perdieron los campesinos y fue substituido por producción comercial en gran escala … y por importaciones.
Se pueden volver a levantar, con mínima inversión, estas capacidades y otras que ya existían como materiales de construcción, vestido y calzado, muebles, enseres domésticos y muchas más. Lo que los pobres perderían como consumidores lo ganarían con creces como productores.
Este efecto “secundario” se convertiría en unos cuantos años en el impacto principal del gasto social. Levantar la producción rural y de la pequeña industria haría que este sector saliera de la exclusión por sí mismo y no como una carga imposible de soportar para la economía privada. Se evitaría lo peor de un pleito de cobijas.
Las transferencias sociales pueden ser la mecha de arranque del verdadero motor del cambio, del bienestar mayoritario y de la base política de la 4T.
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