Jorge Faljo
Hace un año el pueblo de México votó por un cambio de rumbo radical. La situación era cada vez más insostenible; el discurso hipócrita ya no podía maquillar el empobrecimiento masivo, el estancamiento económico, la acumulación de riqueza y poder en pocas manos, la subordinación del Estado a la elite y la del país al extranjero. Así que hay motivos para celebrar el triunfo popular de hace un año. También los hay para desconfiar de esa celebración o, por lo menos, para no quedarnos en solo eso.
Triunfó el discurso del combate a la corrupción y de la reconstrucción de un país con equidad y justicia. Para lograrlo se requeriría de un estado fuerte, rector de la economía, que promoviera una dinámica de crecimiento superior a la del periodo neoliberal y con una nueva estrategia de inclusión y bienestar para todos.
El primer encontronazo contra el huachicoleo provocó un grave desabasto que afectó a millones y a miles de empresas. Me tocó ver largas filas, de 7, 10 o más horas de duración en las pocas gasolineras que despachaban en Guadalajara en los peores días del problema. La prueba fue dura en muchas partes del país y lo sorprendente fue que la mayoría de los que sufrieron inconvenientes, según alguna encuesta, aun así respaldaban ese combate.
La población entendía que la herencia era amarga y salir adelante sería difícil; lo que implicaba tener que sufrir la adversidad. Tal sentimiento está siendo abandonado y substituido prematuramente por otro de triunfo, del lado de la mayoría partidaria de AMLO. Sigue animada por la altura de miras del combate a la corrupción, los propósitos de justicia social y el abandono del neoliberalismo.
En la otra esquina, la derecha difunde resentimiento, incluso una rabia que no alcanza a explicar sus razones y propósito pero que se nutre sobre todo de problemas de coyuntura. Me refiero a los que son propios de la transición gubernamental, de la novatez y hasta impreparación de muchos de los nuevos funcionarios.
Surgen así dificultades, y errores, en el abastecimiento de medicamentos en el sistema de salud; en despidos de personal preparado que debilita la función pública; en apoyos que pierden personas vulnerables por cambios en las reglas de las transferencias sociales; en organizaciones de base con verdadera raíz popular y actividades socialmente útiles que son confundidas con adversarios. Muchos de los afectados son, o eran, entusiastas de la 4T.
No hay duda de que algunos excesos de austeridad, generalizaciones indebidas en el combate a la corrupción y sobre todo prisas que impiden el análisis y la previsión de consecuencias han generado problemas. Pero no es esto lo que más debe preocuparnos. Esperemos que la experiencia vaya reduciendo este campo de dificultades.
El problema posible es que, enfocados en la coyuntura, sea para festejar lo mayormente positivo o ensañarnos en errores de transición, podemos perder de vista los verdaderos tsunamis en el horizonte. ¿Cuáles son?
Pemex proporcionaba casi un tercio del ingreso público y eso permitió que seamos un paraíso fiscal donde los grandes ricos pagan muy pocos impuestos. Pero la sobreexplotación y endeudamiento de la petrolera hacen que ahora sea una carga; de ser un apoyo se convirtió en carga. El problema no es solo rescatar financieramente y reconstruir productivamente esta empresa indispensable para el crecimiento del país. También hay que substituir los ingresos que proporcionaba Pemex e incluso más, si hemos de reconstituir la capacidad de rectoría económica del Estado.
La economía mundial se caracteriza por la sobreproducción y el exceso de capitales que no encuentran oportunidades de inversión. Habrá oleadas de destrucción de empresas y frente a ellas los países tienden a crear barreras comerciales protectoras. El mejor ejemplo es el actual gobierno norteamericano que impone aranceles a todo tipo de importaciones provenientes de todo el mundo.
Trump exige, para no imponernos aranceles que México se haga cargo de la migración centroamericana y, además, que seamos grandes importadores de sus excesos de producción agropecuaria (granos, cerdos, lácteos, entre otros).
Se revierte la situación en la que millones de mexicanos emigraron a Estados Unidos y ahora habrá que ocuparse, de la mejor manera posible, de cientos de miles de inmigrantes de Centroamérica y lugares más alejados. Esto es inevitable.
Pero ser mayores importadores de productos agropecuarios es inaceptable. Iría en contra de la prometida autosuficiencia alimentaria, del rescate del campo y de la generación de empleos para millones de compatriotas que ya no podrán emigrar y que deben ser integrados a ocupaciones honestas.
El modelo neoliberal de peso fuerte, caro, permitía importar alimentos artificiosamente abaratados para imponer salarios muy bajos que permitieran producir barato para exportar hacia Estados Unidos. Ahora el rescate del campo y la creación de empleo para los que ya no pueden emigrar requiere mucho mayor gasto público y elevar los precios de la producción rural. Solo que eso obligará a elevar salarios. Algo que exigen los Estados Unidos, además de democracia sindical. Habrá una lucha laboral intensa en los próximos años con un gobierno que ya no podrá estar del lado empresarial.
Rescatar y generar empleo en el campo es la única salida. Y solo puede darse mediante una combinación de tres instrumentos posibles. Uno es abandonar la estrategia de peso fuerte y conducir una devaluación administrada que encarezca las importaciones de alimentos hasta que sea preferible producir internamente. Dos, imponer aranceles a las importaciones de alimentos y enfrentar al gobierno norteamericano que exige que le compremos más, o nos pone aranceles.
Tres, el más conveniente, reconstituir un sector social en el que millones de mexicanos consuman en orden preferente la producción local, regional y nacional. Solo cuando los sectores sociales excluidos consuman lo que son capaces de producir ellos mismos podrán salir adelante ellos y el país.
Todos los que he mencionado son cambios inevitables, en marcha y necesariamente traumáticos. Habrán de revolucionar al país y pondrán a prueba la capacidad de conducción del régimen ante transiciones de gran magnitud que le imponen las circunstancias. Exigirán también comprensión y compromiso de parte de la población; de otra manera la división interna nos llevaría al abismo.
No nos perdamos en la celebración de una victoria que apenas nos ha dado instrumentos endebles, un gobierno endeudado, un Estado amputado de pies y manos, un campo semidestruido, un aparato productivo extranjerizado, una base social desorganizada, para enfrentar retos de enorme magnitud.
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