domingo, 28 de junio de 2020

Comprando estabilidad a crédito

Jorge Faljo

Existe un gran poder que toma las decisiones más importantes de la economía nacional. Poco nos damos cuenta de su existencia porque su trabajo lo hace con discreción, sus deliberaciones y comunicados emplean un lenguaje que pocos entienden y afirma que su trabajo es estrictamente técnico y para hacerlo requiere gente muy especializada y apolítica.

Se trata del Banco de México, el verdadero cuarto poder del país, con capacidades que rivalizan y hasta opacan las de los otros tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Si, incluyo a la presidencia de la república entre aquellos que se tienen que subordinar a las decisiones de Banxico.

Usualmente Banxico aparece en primeras planas y noticieros solo en coyunturas difíciles y cuando sus políticas no solo limitan, sino que entran en contradicción con las del ejecutivo y las intenciones del legislativo.

Estamos en uno de esos momentos; pero antes de hablar del presente conviene algunos breves apuntes de historia.

1994 fue un año turbulento; el levantamiento zapatista, el asesinato de Colosio, un candidato progresista que habría sido el próximo presidente de la república, y la enorme deuda externa acumulada en pocos años provocaban una gran inquietud financiera. Los pocos mexicanos grandemente enriquecidos con la venta del patrimonio del Estado dudaban que el siguiente gobierno les fuera igualmente favorable. La construcción de una fachada de modernidad había sido enormemente costosa y poco efectiva; muy poco del gigantesco capital externo que había entrado al país se había invertido productivamente.

Así que a lo largo de ese año los inversionistas fueron comprando dólares, y Banco de México les fue vendiendo sus reservas internacionales. Banxico procuraba de este modo mantener la estabilidad de la moneda y con ella la de la economía toda. Una devaluación encarecería las importaciones y golpearía a los consumidores. Sobre todo, una devaluación rompería la fachada de modernismo exitoso construida por la administración del presidente Salinas.

Se gastaron las reservas procurando una estabilidad de corto plazo que a final de cuentas fue insostenible y a fin de 1994 sobrevino la debacle. El peso se derrumbó y el país se endeudo aún más.

En 2009 tuvimos otro momento de incertidumbre financiera. El presidente Calderón llegó a pregonar las ventajas de una devaluación que haría más competitivas tanto las exportaciones como la producción interna frente a las importaciones. Tal vez era mera resignación. Pero entonces intervino Banxico firmando una Línea de Crédito Flexible con el Fondo Monetario Internacional por más de 70 mil millones de dólares que se podrían usar para enfrentar posibles fugas de capitales. Eso disipó las inquietudes del capital financiero y retomó la calma.

La situación se repitió en 2015; Banxico subastó dólares en grandes cantidades mermando las reservas para satisfacer una demanda de dólares creciente. Tuvo que dejar de hacerlo cuando el FMI amenazó con no renovar la Línea de Crédito Flexible; lo que habría originado un pánico financiero. Se tuvo que aceptar una devaluación del peso progresiva; de otro modo tal vez se habría conseguido una mayor estabilidad de corto plazo que muy probablemente habría conducido a otro golpazo devaluatorio.

Todo esto viene a cuento porque el presidente López Obrador no estuvo de acuerdo con la decisión de Banxico de subastar 11 mil millones de dólares. Dijo que era importante cuidar las reservas y que no se usen ya que a final de cuentas son recursos de la nación y no para apoyar a corporaciones económicas o financieras. Al presidente le importa mucho que Banco de México actúe con prudencia.

Solo que Banxico no está subastando las reservas. Hace algo aún más controvertido. Emplea una línea de crédito que le concede la reserva federal, el banco central norteamericano. Cierto que es un crédito de lo más favorable, pero a final de cuentas es una forma de endeudamiento.

No es la línea de crédito con el Fondo Monetario Internacional; concedida para crear confianza y evitar la fuga de capitales pero que a final de cuentas esta entidad prefiere que México no la use. En parte porque gastó mucho en apoyar la defensa del peso argentino y finalmente fracasó; ahora Argentina está más endeudada, con dificultades para pagar y posiblemente el FMI pierda parte de esos capitales.

El último reporte de Banxico señala que el peso se ha revaluado; pero no dice que a ello contribuyen sus subastas respaldadas en endeudamiento externo. Cierto que con ellas se genera estabilidad cambiaria y muy posiblemente los consumidores mexicanos preferimos un dólar a 23 pesos en lugar de 25.

La gran duda es si esta estrategia nos crea una estabilidad duradera o si Banxico entrará en un camino sin retorno, y nos esté llevando a endeudarnos con el exterior para hacer subastas que compren estabilidad momentánea.

Repasemos cual es la situación. Se proyecta una caída de la producción de entre 6 y 12 por ciento este año; las exportaciones han caído en un 40 por ciento; algunos rubros exitosos de exportación, como chile, tomate y aguacate, enfrentan posibles ataques de los productores norteamericanos con Trump como presidente proteccionista y en campaña para reelegirse; México ha dejado de estar en la lista de los 25 principales destinos de inversión extranjera. Hay una creciente crítica de las elites económicas de México a la estrategia presidencial.

Un contexto difícil que ciertamente crea inquietudes entre los dueños de capital financiero. Siempre preferirán las mayores ganancias y seguridad posibles. En estas condiciones la compra de estabilidad en el corto plazo no ofrece garantías en el largo plazo. No por estar mejor en lo inmediato, vayamos a tener que pagar un precio mucho mayor más adelante.

domingo, 21 de junio de 2020

Empobrecimiento y hambre; ¿Qué hacer?

Jorge Faljo

Estamos inmersos en la más amplia y grave crisis que hayamos conocido. Me refiero claro está a los que estamos vivos en este momento y no conocimos de guerras mundiales o la epidemia de influenza de hace un siglo, ni otras calamidades así de generales y mortales. Pero ésta, la calamidad que si nos toca vivir es mayúscula.

Tiene una peculiaridad. No destruye objetos. No es el huracán, el fuego, la inundación o la guerra que arrasa físicamente fábricas, casas, caminos, pueblos y ciudades. Esas oleadas de destrucción son muy visibles.

Este infortunio lo que destruye o altera son relaciones entre seres humanos. Lo que vemos son calles, restaurantes y cafés vacíos; fábricas, talleres y oficinas cerrados.

Aparte del deterioro subjetivo, que es muy importante, impacta en relaciones económicas de gran valor: las que ocurren en la empresa entre trabajadores y patrones; las que se dan entre productores, distribuidores y consumidores. Al paralizar la producción, las ventas, el pago de salarios, el consumo nos enfrenta a una gran amenaza: empobrecimiento masivo y hambre.

La Comisión Económica para la América Latina –CEPAL-, y la Organización para la Agricultura y la Alimentación –FAO-, acaban de publicar un estudio, con proyecciones y propuestas, que pone el dedo en la llaga. Se trata de evitar, dicen, una crisis alimentaria en ciernes.

De acuerdo a las proyecciones de estos organismos en América Latina en este año más de 80 millones de personas no tendrán recursos para comprar suficientes alimentos. De este total hasta casi 22 millones serían mexicanos.

Es muy alta la proporción de mexicanos en el total latinoamericano debido a que nuestro en país tenemos uno de los más bajos gastos sociales y peor aún, programas como el de la Cruzada contra el Hambre del sexenio pasado estuvieron plagados de corrupción. Esto en un contexto de debilitamiento general de la economía; en 2019 la producción nacional –PIB- fue negativa y entraron en dificultades crecientes los sectores productivos más globalizados.

Así que hasta hace poco, según el Coneval, había 14 millones de mexicanos en situación de pobreza extrema, es decir sin lo suficiente para comprar una canasta básica de alimentos y más de 53 millones en situación de pobreza, sin lo suficiente para atender otras necesidades. Pues ahora muchos de los pobres se convertirán en pobres extremos y la mayoría de los demás se empobrecerán.

Todo esto sin destrucción del aparato productivo ni de las capacidades personales de los trabajadores. En el caso de los alimentos significa que los graneros del mundo están repletos. Dadas varias buenas cosechas han crecido las existencias de maíz, arroz, trigo y otros granos básicos en el mundo.

Pero el mundo no es México; décadas de mercado abierto, peso fuerte, descuido del campo y brutal indiferencia al bienestar de la población nos dejaron una herencia de dependencia alimentaria. De acuerdo a un informe de CEDRSSA, el centro de estudios sobre desarrollo rural de la Cámara de Diputados, en 2018 importábamos el 57 por ciento de nuestros alimentos. Sobre todo de los Estados Unidos que tiene autosuficiencia alimentaria y para cuya alimentación contribuimos con productos frescos.

Esta administración ha planteado como un objetivo central la Autosuficiencia Alimentaria. Seguir las recomendaciones de CEPAL y FAO, adaptadas a nuestra situación permitiría avanzar en ese sentido.

Lo principal que proponen es dar capacidad de compra a los más vulnerables mediante el reparto inmediato de un bono contra el hambre y el establecimiento de un ingreso básico de emergencia durante varios meses. Para México eso implica distribuir ingreso, cerca de 1,600 pesos de inmediato y luego mensualmente, a los 22 millones de personas, o más, que caerán en pobreza extrema.

Hay importantes problemas de logística para ello. No funcionaría ingresarlos a sus cuentas bancarias, porque no las tienen. Hacerlo en efectivo es muy propicio al desvío por intermediarios, y es peligroso. ¿Habría camionetas blindadas y armadas repartiendo dinero en los caminos rurales?

La mejor manera, la única posible, es hacerlo en uno de los mecanismos que proponen CEPAL y FAO, en forma de cupones. Los que en el caso de México se ejercerían en las 30 mil tiendas del Programa de Abasto Rural (Diconsa) diseminadas en todo el país y sobre todo en zonas de alta marginación. Cada tienda incide en varias localidades, la propia y las vecinas.

El estudio mencionado alerta contra la posibilidad de que en el empobrecimiento la población remplace la compra de alimentos más nutritivos por otros con mayor contenido de grasas saturadas, azúcar, sodio y calorías; la chatarra industrial que nos ha hecho obesos y propensos a enfermedades crónicas.

Así que los cupones deben dirigir la demanda a productos con bajo nivel de procesamiento: harinas, granos, frutas, verduras y cárnicos. Para ello la estrategia sería incrementar en lo posible y progresivamente el consumo de productos locales frescos.

Heredamos padrones sesgados e incompletos de la población vulnerable. Esta tarea requiere ser muy incluyentes y, al mismo tiempo con enfoques prácticos que garanticen transparencia y equidad distributiva. Hay rutas como convocar a los consejos comunitarios de la propiedad social inscritos en el Registro Agrario Nacional que ya tiene empadronados a más de 4 millones de campesinos y a los Consejos Comunitarios de Abasto que son propietarios y administradores de las 30 mil tiendas Diconsa. Se trata de que participen y vigilen la distribución de cupones para una población amplia.

Para el medio urbano la distribución requeriría acuerdos con otros agentes privados facilitando que los cupones puedan ser ejercidos tanto en cadenas comerciales como en mercados convencionales, tianguis y demás con formas de abasto de respaldo.

Emplear cupones prácticamente elimina los riesgos de corrupción y criminalidad. Robar, por criminales o intermediarios, 100 mil pesos en cupones que solo sirven para ir a comprar a una tiendita rural (o mercado tradicional, o centro comercial), a la vista de todos, simplemente no funcionaría.


Esta propuesta requiere algo que no existe en este momento: una burocracia dispuesta a colaborar y aliarse con las organizaciones de base; que opere conforme a los planteamientos de participación social expuestos en el Plan Nacional de Desarrollo. Ojalá y desde muy alto se lanzara la instrucción.

domingo, 14 de junio de 2020

Nueva economía, por un mercado protector

Jorge Faljo

Se dice que tras lo peor de los contagios y el confinamiento transitaremos lentamente hacia una nueva normalidad. Es decir que habrá cambios permanentes en nuestros comportamientos, precauciones, maneras de trabajar y estudiar y relacionarnos con los demás.

Es en este mismo sentido que hablo de una nueva economía. No regresar a la situación previa es al mismo tiempo necesidad y oportunidad. Necesidad porque lo anterior llevaba tiempo trastabillando. La producción básica, la alimentaria, se descuidó al punto de que alrededor de la mitad de nuestra comida es importada; el campo dejó de ser un espacio de trabajo y vida dignos y millones de mexicanos tuvieron que salir al extranjero para sobrevivir ellos y sus familias.

Se destruyeron los avances de hace décadas para contar con una industria diversificada, abastecedora del mercado interno, y competitiva en el plano internacional. Nos globalizamos con una industria muy concentrada, extranjerizada, de ensamble de piezas importadas y enfocada en la exportación para un cliente prácticamente único; los Estados Unidos.

Las rutas del desarrollo rural y urbano nos condujeron a callejones sin salida. Se sustentaron en la reducción de salarios reales y el empobrecimiento mayoritario y dieron lugar a uno de los países más inequitativos del planeta. Se alegó que de alguna manera eso era necesario para ser competitivos, crecer y, en algún futuro idealizado, vivir mejor.

Fue una falsa promesa los pocos focos de producción globalizada y competitiva son enclaves extranjeros y consorcios nutridos por la corrupción, los impuestos bajos y aun así condonados, los bajos salarios. Islas de producción mayormente vinculadas a las importaciones asiáticas y a la exportación, más que enraizadas en la economía nacional.

Ese débil tinglado fue cimbrado por la nueva administración norteamericana en temas substanciales: la migración laboral, la competencia basada en salarios de hambre, el desequilibrio comercial (superávit con los Estados Unidos; déficit con China y el resto del mundo).

Incluso sin que las amenazas pasaran a mayores el modelo ya no funcionaba; en 2019 México no creció. Atados a la globalización fuimos de los más afectados cuando esta empezó a desmoronarse. Internamente la exigencia de cambio era generalizada y se expresó en un primer paso como cambio político. Sin que se pueda decir todavía que la transformación deseada haya ocurrido. Más bien parece que estamos a medio camino de vadear una corriente que ya era turbulenta y que ahora la pandemia la ha vuelto peligrosa.

Hay que seguir en el diseño de lo que deberá ser la nueva economía post confinamiento. Enfrentamos alternativas contrapuestas en la visión de gran calibre.

Hay que abandonar la idea de los proyectos productivos puntuales, concentradores de la inversión escasa y con pocos amarres al resto de la economía. Proyectos artificialmente viables porque son receptores de privilegios en infraestructura, corrupción en los contratos, condonación de impuestos, facilidades de importación de insumos, control sindical y demás.

Necesitamos reconfigurar un mercado para la inversión dispersa, la que puede surgir del cuidado y apoyo a la rentabilidad de las medianas, pequeñas y micro empresas, de su ahorro e inversión. Un ambiente que allane el camino para un avance más parejo.

Hemos tenido un mercado destructor de la pequeña empresa donde los éxitos son garbanzos de a libra. Miles de millones de pesos se han gastado en proyectos productivos rurales fracasados porque su entorno de mercado es abrumadoramente hostil. Es esto último lo que hay que cambiar.

Abaratamos las importaciones y abrimos el mercado y festejamos que se arrasara con la producción interna a la que en el colmo del pensamiento colonizado llamamos improductiva y atrasada. Y así empobrecimos a la gran mayoría. Al estado impulsor y protector de la producción dispersa lo satanizamos como estado “paternalista”. Pero fue con gobiernos de ese tipo que México tuvo décadas de alto crecimiento y mejora del bienestar de su población.

Más que apoyos puntuales a proyectos específicos necesitamos una reconfiguración de un mercado protector que nos saque de esta crisis no por la vía de nueva inversión concentrada. Esa, a cambio de unos miserables miles de puestos de trabajo justificaría el abandono de la mayoría y aceleraría la quiebra de los menos competitivos.

Requerimos una ideología no neoliberal para privilegiar no la nueva inversión, sino la reactivación de las enormes capacidades productivas dispersas en todo el territorio nacional y paralizadas en los últimos meses, años, décadas.

El motor de la reactivación deberá ser el fortalecimiento de la demanda al mismo tiempo que se la amarra a la producción nacional, regional, local mediante mecanismos de regulación del comercio.

Ya esta administración se planteó el gran objetivo de la autosuficiencia alimentaria; esta no será posible con transferencias de un estado enano y pobre. Requiere una gran alianza entre gobierno y productores organizados (no la desequilibrada relación con pobres sumisos) para armar una gran red de canales de acopio y distribución socialmente regulados que sea el soporte substitutivo de las importaciones.

La pandemia es la justificación perfecta de las medidas de control del comercio que se requieren.

domingo, 7 de junio de 2020

Salida económica para un planeta endeudado

Jorge Faljo

El encierro impuesto por la pandemia ha provocado una parálisis productiva y una importante disminución del consumo. Tal situación empeora en mucho lo que ya era una tendencia a la reducción del dinamismo en la economía mundial. En el reporte sobre la perspectiva de la economía mundial de enero de 2020 el Banco Mundial anticipaba otro año de bajo crecimiento económico y una economía frágil.

El distanciamiento entre la mayor productividad y el rezago de la capacidad de compra de la población hacía que de manera creciente las empresas enfrentaran el problema de cómo vender su mayor producción a una población sin más dinero en el bolsillo y a gobiernos pobretones. Vender es algo de la mayor importancia que el sector empresarial procura remediar evitando en lo posible lo que más le disgusta; elevar salarios y pagar impuestos.

La solución ha sido que la población y los gobiernos se endeuden, para lo cual “generosamente” los grandes conglomerados están dispuestos a prestar, sistema bancario mediante, sus enormes ganancias.

Hacia 2019 la deuda global, pública y privada, llegó a ser de 255 billones de dólares, el 322 por ciento de la producción (el Producto Interno Bruto, PIB), del mundo y un 40 por ciento superior a la que existía en 2008. No solo se elevó la deuda de los gobiernos, sino la de los particulares, sobre todo la de las clases medias de los países industrializados. La deuda de los hogares norteamericanos alcanzó el 75 por ciento del PIB de su país.

Muchos correlacionan crisis económica y endeudamiento de manera incorrecta; como si el crecimiento de la deuda originara la crisis. No es así; durante un tiempo el endeudamiento mitiga y pospone la crisis al generar una demanda extra que hace funcionar la producción.

Una deuda global de 322 por ciento del producto mundial, o una deuda de los hogares norteamericanos del 75 por ciento del producto de su país significa en el fondo un enorme consumo adelantado de gobiernos y particulares.

Los hogares de clase media se endeudan porque los bancos les ofrecen crédito mientras que la producción les ofrece bienes disponibles; algo que a fin de cuentas conviene tanto a las empresas que venden, a los bancos que ganan al prestar y a los consumidores que pueden comprar bienes y servicios que necesitan, o simplemente desean. Un arreglo aparentemente conveniente para todos y que les evita a las empresas tener que pagar más salarios, o disminuir su producción porque no hay poder de compra en los hogares.

Esto no es totalmente cierto en tanto que el rezago salarial no es compensado enteramente por el endeudamiento y este desequilibrio si les cuesta la vida a muchas empresas. Pero el sistema funciona procurando que las empresas que quiebran por insuficiencia de la demanda sean las “menos eficientes”; es decir las de la periferia de la economía. Quiebran las empresas que no cuentan con tecnologías de punta, las medianas y pequeñas, las de los países del tercer mundo.

La creciente disputa económica entre los Estados Unidos y China era y sigue siendo muy representativa del conflicto de fondo: en qué países y sectores se centrará la quiebra de empresas.

Estos problemas crónicos de la economía mundial se han vuelto agudos debido a la pandemia y a la parálisis de la producción, desempleo y caída de ingresos que ha provocado.

Frente a este problema en la gran mayoría de los países la respuesta inmediata es profundizar la solución convencional: endeudamiento que genere demanda.

Es esencial que los gobiernos puedan gastar en las respuestas inmediatas a la pandemia; gastos en medicinas, atención hospitalaria, equipos de protección al personal médico y a la población, distribución de alimentos y consumo básico a la población que ya era vulnerable y que ahora cae abruptamente en la pobreza.

Más adelante, para evitar en lo posible que la parálisis se convierta en permanente, lo fundamental es preservar la capacidad de compra de la población y los gobiernos. Lo que solo se puede hacer mediante decisiones de política pública; algo que ahora tanto la población como el sector privado exigen de sus gobiernos.

La estrategia de salida a la crisis pre existente y agravada en la mayoría de los países es un fuerte incremento del gasto público. Pero esto depende de las condiciones particulares de cada país; es mucho más factible en países donde sus gobiernos ya tenían un gasto público relativamente fuerte en relación a su producto interno. Digamos países con captaciones fiscales superiores al 34 por ciento; cifra que menciono por ser el promedio entre los países de la OCDE, las mayores economías del mundo. Muy distinto a países con baja captación fiscal, digamos menores al 20 por ciento, o incluso considerados paraísos fiscales; como México.

El endeudamiento posible no tiene solo que ver con captación fiscal. En la mayoría de los países industrializados sus bancos centrales han adoptado políticas de franca creación de dinero, o flexibilización cuantitativa en el lenguaje especializado, en montos que están rompiendo todos los precedentes. La estrategia general es que los bancos centrales compren deuda pública o privada, en manos de particulares, o directamente a los gobiernos.

Hay distintas maneras en que los bancos centrales inyectan dinero en las economías. El financiamiento a los gobiernos permite que en algunos países se distribuya dinero directamente a la población como en Alemania, España, Estados Unidos, Japón; o que estos gobiernos refuercen medidas sanitarias, o rescaten empresas. Por otro lado, la abundancia financiera generada por la compra de deuda provoca una abundancia de ganancias especulativas que la hacen compatible, por ejemplo en los Estados Unidos, a los grandes capitales.

El banco central de China compra directamente a los bancos privados la deuda que han prestado a las pequeñas empresas liberando su capacidad para prestar más.

Prácticamente todo el mundo ha entrado en una fase de endeudamiento generador de demanda; algo esencial para salir, ahora o más adelante, de dos parálisis; la crónica que se venía arrastrando y la aguda, provocada por la pandemia.

Con lo cual llegamos a la gran pregunta; ¿y después, que sigue? Lo que sigue tendrá que ser la salida del endeudamiento, y esto necesariamente provocará una realineación económica de gran magnitud dentro de cada país.

Para evitar caer en moratorias o impagos que serían caóticos y muy destructivos tendrán que generarse condiciones de desendeudamiento que no impacten el consumo, nada sería peor que una austeridad suicida. Habrá que avanzar en tres grandes vertientes: un fuerte incremento de la captación fiscal que no impacte a la mayoría; otra es la mejora de los ingresos de la población por vía salarial y de transferencias generalizadas; y por último la vieja gran receta del desendeudamiento, tasas de interés por abajo de la inflación.