Jorge Faljo
Se dice que tras lo peor de los contagios y el confinamiento transitaremos lentamente hacia una nueva normalidad. Es decir que habrá cambios permanentes en nuestros comportamientos, precauciones, maneras de trabajar y estudiar y relacionarnos con los demás.
Es en este mismo sentido que hablo de una nueva economía. No regresar a la situación previa es al mismo tiempo necesidad y oportunidad. Necesidad porque lo anterior llevaba tiempo trastabillando. La producción básica, la alimentaria, se descuidó al punto de que alrededor de la mitad de nuestra comida es importada; el campo dejó de ser un espacio de trabajo y vida dignos y millones de mexicanos tuvieron que salir al extranjero para sobrevivir ellos y sus familias.
Se destruyeron los avances de hace décadas para contar con una industria diversificada, abastecedora del mercado interno, y competitiva en el plano internacional. Nos globalizamos con una industria muy concentrada, extranjerizada, de ensamble de piezas importadas y enfocada en la exportación para un cliente prácticamente único; los Estados Unidos.
Las rutas del desarrollo rural y urbano nos condujeron a callejones sin salida. Se sustentaron en la reducción de salarios reales y el empobrecimiento mayoritario y dieron lugar a uno de los países más inequitativos del planeta. Se alegó que de alguna manera eso era necesario para ser competitivos, crecer y, en algún futuro idealizado, vivir mejor.
Fue una falsa promesa los pocos focos de producción globalizada y competitiva son enclaves extranjeros y consorcios nutridos por la corrupción, los impuestos bajos y aun así condonados, los bajos salarios. Islas de producción mayormente vinculadas a las importaciones asiáticas y a la exportación, más que enraizadas en la economía nacional.
Ese débil tinglado fue cimbrado por la nueva administración norteamericana en temas substanciales: la migración laboral, la competencia basada en salarios de hambre, el desequilibrio comercial (superávit con los Estados Unidos; déficit con China y el resto del mundo).
Incluso sin que las amenazas pasaran a mayores el modelo ya no funcionaba; en 2019 México no creció. Atados a la globalización fuimos de los más afectados cuando esta empezó a desmoronarse. Internamente la exigencia de cambio era generalizada y se expresó en un primer paso como cambio político. Sin que se pueda decir todavía que la transformación deseada haya ocurrido. Más bien parece que estamos a medio camino de vadear una corriente que ya era turbulenta y que ahora la pandemia la ha vuelto peligrosa.
Hay que seguir en el diseño de lo que deberá ser la nueva economía post confinamiento. Enfrentamos alternativas contrapuestas en la visión de gran calibre.
Hay que abandonar la idea de los proyectos productivos puntuales, concentradores de la inversión escasa y con pocos amarres al resto de la economía. Proyectos artificialmente viables porque son receptores de privilegios en infraestructura, corrupción en los contratos, condonación de impuestos, facilidades de importación de insumos, control sindical y demás.
Necesitamos reconfigurar un mercado para la inversión dispersa, la que puede surgir del cuidado y apoyo a la rentabilidad de las medianas, pequeñas y micro empresas, de su ahorro e inversión. Un ambiente que allane el camino para un avance más parejo.
Hemos tenido un mercado destructor de la pequeña empresa donde los éxitos son garbanzos de a libra. Miles de millones de pesos se han gastado en proyectos productivos rurales fracasados porque su entorno de mercado es abrumadoramente hostil. Es esto último lo que hay que cambiar.
Abaratamos las importaciones y abrimos el mercado y festejamos que se arrasara con la producción interna a la que en el colmo del pensamiento colonizado llamamos improductiva y atrasada. Y así empobrecimos a la gran mayoría. Al estado impulsor y protector de la producción dispersa lo satanizamos como estado “paternalista”. Pero fue con gobiernos de ese tipo que México tuvo décadas de alto crecimiento y mejora del bienestar de su población.
Más que apoyos puntuales a proyectos específicos necesitamos una reconfiguración de un mercado protector que nos saque de esta crisis no por la vía de nueva inversión concentrada. Esa, a cambio de unos miserables miles de puestos de trabajo justificaría el abandono de la mayoría y aceleraría la quiebra de los menos competitivos.
Requerimos una ideología no neoliberal para privilegiar no la nueva inversión, sino la reactivación de las enormes capacidades productivas dispersas en todo el territorio nacional y paralizadas en los últimos meses, años, décadas.
El motor de la reactivación deberá ser el fortalecimiento de la demanda al mismo tiempo que se la amarra a la producción nacional, regional, local mediante mecanismos de regulación del comercio.
Ya esta administración se planteó el gran objetivo de la autosuficiencia alimentaria; esta no será posible con transferencias de un estado enano y pobre. Requiere una gran alianza entre gobierno y productores organizados (no la desequilibrada relación con pobres sumisos) para armar una gran red de canales de acopio y distribución socialmente regulados que sea el soporte substitutivo de las importaciones.
La pandemia es la justificación perfecta de las medidas de control del comercio que se requieren.
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