domingo, 30 de agosto de 2020

Competir es inmoral

 

Faljoritmo

 

Mahatma Gandhi, el gran liberador de la India por medios no violentos convocó a millones a que lo siguieran en una protesta inusual. Las noticias sobre su marcha, a pie, hacia la costa, fueron convirtiéndose en la nota del día. Llegó a la playa, se inclinó y tomo un poco de la sal que se formaba de manera natural, y se la llevó a la boca. El y millones más cometieron de ese modo un delito anunciado con semanas de anticipación.

 

Porque en la India la administración británica había prohibido producir sal. Solo la que ellos vendían a un alto precio.

 

Una de las imágenes prototípicas de Gandhi es sentado, hilando en una rueca. Era otro poderoso mensaje; producir en India, así fuera con medios rudimentarios su propia ropa en lugar de importarla de las fábricas de Manchester. 

 

Inglaterra había logrado voltear de cabeza la producción textil. Prohibió en los mil setecientos la importación y uso de las telas de algodón y seda de la India y China, las grandes potencias textiles del planeta. Así protegió su propia producción de telas de lana y lino y pudo generar la histórica gran revolución industrial.

 

Más adelante, cuando sus fábricas producían en gran escala, con algodón importado, entre otros lados del sur norteamericano, impuso el libre comercio y destruyó la producción textil de la India.

 

En México el gobierno colonial prohibió la producción interna de vino, aceite de oliva, papel, textiles finos, herramientas de hierro, entre otros. Su control de las aduanas le permitía obtener altos ingresos de estas importaciones.

 

La independencia de México y la India no se basaron únicamente en románticas ideas de libertad política, sino en la conquista del derecho a producir, trabajar y vivir mejor.

 

La guerra civil norteamericana fue esencialmente un conflicto entre los estados del norte empeñados en desarrollar una industria propia mediante políticas proteccionistas y los estados del sur que necesitaban del libre comercio para vender su algodón y productos agropecuarios. Triunfó el proteccionismo y los Estados Unidos se convirtieron en una gran potencia industrial.

 

Más adelante, ya con una gran ventaja tecnológica y con sus elites opuestas a seguir fortaleciendo su mercado interno por la vía de incrementos salariales, impusieron el libre mercado para colocar en el exterior sus excedentes de producción. Lo que se hizo no por la vía del comercio equilibrado, vendiendo y usando ese ingreso para comprarle a los países en desarrollo. La estrategia fue prestar, endeudando a otros países, para convertirlos en clientes de su producción industrial. Lo que de pasó requirió la destrucción de las incipientes industrias de los países periféricos.

 

Después llegó China y les comió el mandado con una estrategia proteccionista de nuevo cuño; rehusar la entrada de créditos y capitales especulativos que la habrían convertido en cliente periférico. Aceptando únicamente inversiones productivas con nuevos componentes tecnológicos que copiar. Pero esa es otra historia.

 

Destruir la producción periférica requirió una justificación supuestamente ética. En México se expresó como “los no competitivos no sobrevivirán”. Recuerdo bien como me impactó ese mensaje, fuertemente repetido en todas sus variaciones desde el sector público. Lo apoyaban también las elites privadas que habrían de convertirse en distribuidoras internas de nuevas importaciones, así fuera a costa, en algunos casos, de destruir sus propias empresas productivas; solo veían dinero más fácil.

 

Se sumaron los inversionistas externos e internos que vieron nichos de oportunidad para producir con mano de obra barata para exportar. Se crearían empleos altamente productivos (para las empresas); no dijeron en cambio que bajarían aún más los salarios hasta reducirlos a una cuarta parte. Y que no crearían suficiente empleo para todos.

 

A cambio, hubo que sacrificar a la población rural en todas sus actividades productivas, la agropecuaria obviamente. La pérdida del hato ganadero campesino fue brutal; perdieron la micro producción ganadera de aves, caprinos, cerdos, vacas y demás. También perdieron la micro y pequeña industria de materiales de construcción, textiles, cordelería, talabartería, alfarería y cerámica, preparados alimenticios y dulcería, calzado. Todo eso que eran las principales fuentes de ocupación e ingreso de millones fue declarado no competitivo y por tanto condenado a la destrucción.

 

Las elites políticas y económicas arrojaron al fuego de la competencia a centenares de actividades de las que vivían decenas de millones de mexicanos a los que empobrecieron brutalmente y empujaron fuera del país. A cambio colocaron en nuestras mentes el sueño de la modernidad y la moral de la competencia autodestructiva.

 

No es tanto que el proyecto haya fracasado; es que nos mintieron desde el principio, no quisieron ver más allá. Arruinar a la población y al país generó enormes beneficios a unos cuantos. Por las buenas, supuestamente, y las malas.

 

Ahora la pandemia y su cauda destructiva constituye una enorme amenaza. INEGI acaba de informar que a julio de este 2020 las exportaciones totales del país habían caído un 8.9 por ciento respecto a las del año anterior; las importaciones se redujeron en 26.1 por ciento en general y de 39.3 por ciento en bienes de consumo.

 

Todo el planeta sufre de empobrecimiento y la economía de falta de demanda. Se han agravado esas dos tendencias que ya existían desde la crisis económica mundial del 2008. Al mismo tiempo sorprenden las fuertes ganancias especulativas en las bolsas de valores; el precio de las acciones de las más grandes empresas del planeta se ha multiplicado en parte de manera irracional y en parte porque serán las ganadoras de esta crisis.

 

Eso sí intentamos salir de la crisis atrapados en los dogmas de que solo los más competitivos merecen sobrevivir. Y en ese caso tendremos una nueva gran oleada de destrucción de la pequeña y micro producción de bienes y servicios de la que vive, en condiciones de pobreza, la mayoría del pueblo de México.

 

Tenemos una alternativa; denunciar la profunda inmoralidad de arrastrar a nuestro pueblo a competir con las tecnologías más avanzadas, las que menos empleo generan y menos impuestos pagan. Y, en una ética renovada de independencia económica, soberanía plena y reconstrucción nacional, proteger a nuestros productores.

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