Jorge Faljo
En su documento sobre los impactos económicos de la pandemia en
México Gerardo Esquivel, subgobernador del Banco de México aclara que expresa su
posición personal y no la de la institución. No obstante, por su sólida
formación en economía, que incluye un doctorado en Harvard, su cercanía a la
toma de decisiones de enorme relevancia y que seguramente cuenta con un equipo
técnico de excelencia, hacen que el escrito, localizado en el portal de internet
institucional, haya circulado ampliamente.
Buena parte del documento es un buen
recuento, sintético, de datos relevantes emanados de distintas fuentes; todas
muy serias, no siempre con metodologías comparables, pero que a final de cuentas
concuerdan en cuanto a la enormidad de la crisis que vivimos. Aquí evito muchas
de las finezas informativas de su escrito para, sin deformar lo esencial, ir
directo a los mayores impactos que Esquivel señala.
En el periodo marzo – julio
el gasto real en tarjetas de crédito y débito se redujo en 30 por ciento, lo que
indica una fuerte reducción del consumo en un subsector de la población que es
posiblemente de los menos afectados.
A los que peor les ha ido es a los más de
11.4 millones de personas, en su mayoría del sector informal que perdieron sus
empleos y a los 8.7 millones que pasaron a trabajar de tiempo parcial. Un
conjunto de más de 20 millones con severa reducción de su ingreso de los que la
gran mayoría ganaba menos de dos salarios mínimos.
Del impacto en los ingresos
deriva un fuerte empobrecimiento de los mexicanos, que afecta sobre todo a los
que se ubicaban ligeramente por arriba del umbral de pobreza y ahora han caído
por abajo y los que ya siendo pobres pasan a ser pobres extremos. El caso es que
estos últimos, los que ni siquiera tienen para alimentarse, crecerán entre 6 y
16 millones de personas. El número de pobres totales nuevos podría ser de más de
40 millones de personas. Podríamos entonces llegar a tener 70 millones de pobres
en México; cerca del 56 por ciento de la población total.
Se podría pensar que
los múltiples programas sociales existentes ya atienden o que podrían atender a
esta problemática. Sin embargo, dice Esquivel, esto no es así. La multitud de
nuevos pobres no eran beneficiarios de ningún programa social porque no eran
pobres, aunque si económicamente vulnerables. Estas personas no saldrán
fácilmente de la pobreza en que han caído.
Esquivel desemboca en un breve, muy
breve recuento de opciones de política que considera disponibles: un seguro de
desempleo de emergencia para el millón de trabajadores formales que perdieron su
empleo, un apoyo mínimo a los informales, protección a la nómina que ayude a las
empresas a sostener los empleos formales, diferir las contribuciones sociales a
micro, pequeñas y medianas empresas, apoyo al pago de rentas y costos fijos a
restaurantes y otros negocios.
Por otro lado, Esquivel cierra posibilidades. No
a un mayor esfuerzo fiscal, no a un mayor endeudamiento gubernamental, no a una
renta básica universal, no al incremento substancial del gasto público, aunque
tampoco una austeridad que desaliente el crecimiento económico.
Termina su
escrito con un mensaje de gran intensidad. Llama a tomar medidas adicionales
para paliar los enormes costos económicos y sociales que dejará esta crisis,
cita a Franklín D. Rooselvelt en un discurso asociado a su política de “New
Deal” y exhorta a aprender de la historia, actuar con inteligencia y evitar que
más gente caiga en situación de pobreza. Hagámoslo, dice, antes de que sea
demasiado tarde.
Un final intenso, que no obstante deja la impresión de poca
congruencia. A diferencia de lo que hace la mayoría de los bancos centrales de
otros países, que han abandonado la ortodoxia para inyectar fuertes recursos al
crédito público y privado, y a la demanda, no propone que Banxico, su
institución, haga algo relevante, como el financiar al gobierno con la emisión
de papel. Todo queda en manos de un poder ejecutivo que hereda pequeñez y
pobreza. Su documento termina siendo una especie de lavado de manos.
Básicamente, interpreto, propone seguir más o menos como estamos y atender a una
recuperación que nos regrese a lo que existía antes.
Enfrentamos la que apunta a
ser la crisis más grave de los últimos 100 años. Es una multi crisis económica,
social, ambiental, de la globalización y finalmente del libre mercado. Cada vez
es más claro que el retorno no es posible. Ser el cabus de la locomotora
norteamericana al mismo tiempo que expulsamos millones de mexicanos en lo mejor
de sus capacidades laborales ya no es viable. Ni podrán seguir los salarios de
hambre, ni el descuido del medio rural.
Cierto que hay que actuar con
inteligencia; y por ello habría que entender el diseño de un cambio de rumbo, no
el regreso a un modelo económico, social y sanitario estrepitosamente fracasado.
Tendremos que salir adelante, como país, rascándonos con nuestras propias uñas.
Desechemos la idea de que seremos rescatados por la llegada del capital
internacional, su tecnología y sus, pocos, empleos. Dejado a sus propias reglas
el libre mercado opera de manera natural en favor de los que ya tienen mucho
hasta que de plano tienen demasiado. Y ese demasiado ocurre cuando esas riquezas
no le sirven al conjunto de la sociedad, no generan producción y empleo.
Hay que
acabar con la corrupción, pero no basta. El neoliberalismo honesto, la
globalización honrada, el libre mercado sin pecados, no son solución. De hecho
no existen a menos que sean severamente regulados por un Estado y una sociedad
muy fuertes.
Requerimos que, al gigante, el mercado, se enfrenten otros
gigantes; un Estado democrático, que tampoco puede existir sino como expresión
de una sociedad altamente organizada. La gran transformación cardenista se hizo
sobre la base del impulso a la organización social: ejidos en el campo,
sindicatos en las empresas. Solo así pudo operar un gobierno orientado por el
interés popular.
Descuidar la organización nos lleva a un tremendo riesgo
ilustrado por los altibajos y retrocesos ocurridos en el signo político de los
gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador.
Crisis es oportunidad y
aprovecharla para el cambio requiere imaginación inteligente y, sobre todo,
dialogo social intenso. Urge rediseñar caminos que no sean de retorno al modelo
depredador en lo ecológico y en lo social. Es la hora de la austeridad que nos
lleve al consumo racional; sin los excesos que destruyen al planeta y sin
carencias para aquellos que han sido marginados.
Pero no se trata de austeridad
del Estado. Conducir la transición requiere un Estado gigante, fuerte y
generoso, creador de empleo, redistribuidor de ingresos, y reactivador de
recursos y capacidades existentes. Un Estado como el que cita Esquivel, el del
nuevo trato, el que opera en el país que describe la Constitución, con tres
sectores fuertes, el público, el privado y el social.
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