Jorge Faljo
Como en película de desastres, una ola de calor azota al mundo. Europa enfrenta temperaturas a niveles nunca antes registrados y que se encuentran entre 10 y 20 grados centígrados por arriba de lo habitual. Está acompañada de sequía e innumerables incendios sobre decenas de miles de hectáreas que amenazan poblados y hacen irrespirable el aíre y que provocan evacuación de decenas de miles en Francia, Grecia e Italia entre otros países. En España y Portugal suman más de dos mil los muertos por golpes de calor.
Europa cuenta con una infraestructura de viviendas, escuelas, hospitales, ferrocarriles, aeropuertos y distribución de energía diseñada para temperaturas menores. Como ejemplos el principal aeropuerto inglés cerró por reblandecimiento del asfalto y los ferrocarriles deben ir a baja velocidad por la deformación de los rieles. Las viviendas de oeste de Europa no cuentan con sistemas de refrigeración.
La ola ha afectado también, con temperaturas menos peligrosas, pero igualmente inusuales al norte de Europa. En Japón, en el mes pasado, más de 15 mil personas fueron llevadas en ambulancias a los hospitales debido a golpes de calor. En Estados Unidos se han emitido alertas de calor para más de 100 millones de personas en 28 estados.
Ocurre de manera sorpresiva en más de un sentido. Nunca un desastre ambiental había sido tan extenso ni se había exacerbado en la población de los países industrializados de manera casi simultánea. Atrás queda la negación del cambio climático. Es una sorpresa y lo peor está por llegar.
La peor sorpresa es que esto ocurre cuando los seres humanos hemos provocado un calentamiento global de “apenas” 1.2 grados centígrados por arriba de los niveles preindustriales. Este tipo de desastre se vaticinaba para un calentamiento más cercano a los dos grados.
Para mantener el calentamiento global por debajo de los 1.5 grados habría que reducir en 55 por ciento las emisiones de gases de efecto invernadero en los próximos ocho años; o una reducción del 30 por ciento para limitar el calentamiento a 2 grados.
El informe de octubre del 2021 del Programa Ambiental de las Naciones Unidas y el reporte del Panel de Expertos de abril de este año muestra que los compromisos climáticos nacionales son en extremo insuficientes y ponen al mundo en camino para un aumento de la temperatura global de 2.7 grados para fines del siglo. El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, calificó la situación actual como el resultado de una letanía de mentiras y promesas incumplidas que nos enfilan a un desastre global que hará inhabitable el planeta.
Esos informes no contemplan el fuerte retroceso que vivimos a causa del conflicto entre la OTAN y Rusia, librado violentamente en Ucrania y bajo formas de guerra alternativa mediante sanciones y alteraciones al comercio global.
Esa guerra multinivel ubica al planeta en la total falta de cooperación; impulsa el regreso al uso del carbón; promueve la producción de combustibles fósiles; desata la inversión en armamentos, buques de carga e instalaciones industriales que substituyan lo que hacían los gasoductos. Enormes inversiones contrarias a lo que se requiere.
Para Guterres, para los expertos del tema, incluso, apenas de boca para afuera, para Biden y otros lideres poderosos, los combustibles fósiles son la causa de la crisis climática y urge suspender o reducir drásticamente su uso. Sin duda lo que dicen es verdad; pero al mismo tiempo se equivocan porque evitan tomar el toro por los cuernos.
La estrategia de reducción del uso de combustibles fósiles por mera substitución de energías limpias y mejoramiento tecnológico ha fracasado. La guerra ha terminado por demostrar que ese camino lleva demasiado tiempo y su resultado sería muy limitado.
Urge algo mucho más drástico y, ciertamente indeseable; algo que pondría de cabeza al funcionamiento de cada país y del mundo entero, pero que constituye la única posibilidad de evitar la catástrofe. Se trata de una severa reducción de los niveles de consumo de la humanidad.
Lo que hace más difícil, tal vez inviable, esa posibilidad es que no puede tratarse de limitar el consumo de todos. Solo puede funcionar si se reduce el consumo de los mayores contaminadores; que son los más ricos y poderosos.
Veamos los extremos. Según datos del Banco Mundial en 2021 el norteamericano promedio emitió 397 más veces gases de efecto invernadero que un congoleño, 25.6 veces más que un nigeriano, 12.6 veces más que un guatemalteco, 8.2 veces lo que un habitante de India, 4.2 veces lo que un mexicano.
Los promedios nacionales no cuentan toda la historia. No consume lo mismo un norteamericano del centro de una ciudad, que uno de los suburbios con casa amplia, jardín y alberca y, claro está no lo que un super millonario con yate de decenas de millones de dólares y jet privado. Lo mismo puede decirse de rusos, árabes y de cualquier país. Los oligarcas tienen un consumo extremadamente dispendioso en gases contaminantes; sin excluir a uno que otro mexicano.
Pero no bastaría limitar a la minoría. El impacto recaería también en las clases medias.
Los suburbios norteamericanos son extremadamente dispendiosos en agua y control de la temperatura; no se puede vivir en ellos sin automóvil. Habría que replanificar el transporte y el empleo entre otras cosas. Substituir el uso de automóviles que están parados 20 o más horas al día y cuya compra es el consumo más contaminante de que hacen en la vida las clases medias. Un automóvil nuevo ya recorrió, según algún cálculo cuya fuente olvido, unos 16 mil kilómetros. Porque es un producto globalizado, con partes provenientes de todo el mundo.
El trabajo debe ser hecho en casa, siempre que sea posible; la escuela y el supermercado deben ser accesibles a pie o en bicicleta.
El consumo de proteína animal es la mayor causa de deforestación, uso de agua y agroquímicos y emisor de metano. Habría que prohibir el ganado vacuno, limitar el porcícola y desarrollar la producción de proteínas alternativas por medios industriales. Urge transitar a la agroecología de uso sustentable de la tierra con mínimo consumo de agroquímicos; lo que requiere una transición gradual de muchos años.
No hay peor enemigo del clima que la moda. Cambiar de ropa porque lo dicta la moda debe ser considerado un crimen y basta la presunción, fuera corbatas y bienvenida la ropa usada hasta estar luida; lo que ya hacen muchos jóvenes. El exceso de ropa y calzado debe ser fuertemente desalentado.
La reducción del consumo requiere una profunda comprensión social; medidas inevitablemente coercitivas y nuevos estilos de vida y de consumo muchos de los cuales serían muy desagradables. Pero es eso o el planeta inhabitable.
Pero no nos preocupemos; estos son sueños guajiros y lo más probable es el desastre.