La trampa de la competencia
Jorge Faljo
El presidente Felipe de Jesús Calderón en la reciente
Cumbre empresarial de las Américas impartió lecciones del viejo discurso
neoliberal ahora en retroceso. Sus palabras:
“No le demos la vuelta: la alternativa es la apertura, es
la competencia, es el comercio, es la libertad, es la empresa, es la propiedad.
Son enunciados que deben defenderse por quienes creemos en ello, entre ellos
los empresarios y los gobiernos libres. (…) Si quieres tener un hijo que
camine, no le prohíbas caminar. Si quieres tener un competidor, hazlo competir.”
Son los conceptos con los que se abrió paso la
globalización en el planeta entero. La que hoy en día empobrece no solo a
nuestros pueblos periféricos sino incluso a las antes privilegiadas clases
medias europeas y norteamericanas. Es un asunto de supervivencia entender lo
ocurrido para poder transformarlo. Intentaré
explicarlo de manera muy sintética.
Los últimos cincuenta años de la historia mundial se
caracterizan por avances científicos que han generado el mayor ritmo de
incremento de la productividad en la historia de la humanidad. Son
impresionantes los avances en electrónica, informática, bioingeniería,
digitalización de la información de texto, audio y video y comunicación mundial instantánea. También hay
nuevos materiales (fibra óptica por ejemplo) un mejor aprovechamiento
energético y gran cantidad de aparatos novedosos para el hogar, la oficina y la
producción industrial y agropecuaria.
El espectacular incremento en productividad podría,
debería, haber generado un incremento substancial en los niveles de bienestar y
tiempo libre para toda la población de los países industrializados e incluso
para toda la humanidad. En lugar de ello vivimos una época de empobrecimiento generalizado
Lo que ocurrió es que los adelantos tecnológicos y en
productividad se concentraron en los que podemos llamar, para abreviar,
sectores globalizados. Pero sus incrementos de la producción, basados en las
nuevas tecnologías, no se acompañaron de un incremento en la demanda y eso creó
un grave desequilibrio: abundante oferta y escasa capacidad de demanda. Pronto
la baja de poder adquisitivo de la población se convirtió en impedimento para
crecer.
En esas condiciones el incremento de la nueva producción
globalizada no se sumó a la apenas un poco más vieja producción convencional.
Por el contrario, la fue destruyendo. Se eliminó precisamente el tipo de
empresa que más empleo y más capacidad de demanda creaban. El desempleo condujo
a una baja generalizada de salarios.
En México el salario mínimo alcanzó su máximo en 1980,
tras décadas de crecimiento rápido y sostenido con un modelo de
industrialización nacionalista. Con el modelo de apertura y competencia,
desindustrializador, se ha perdido el 75 por ciento del poder adquisitivo del
salario mínimo desde esa fecha.
La función histórica de las ganancias en el capitalismo pre
globalizado era la inversión, una vez restado el consumo de los dueños. Con la
globalización las nuevas fabulosas ganancias se destinan a una función
paradójica; la de generar capacidad de demanda mediante préstamos a los gobiernos
y a los consumidores. A falta de dar mejores salarios, se endeuda a los
consumidores; a falta de pagar impuestos adecuados, se endeuda a los gobiernos.
Prestando se consiguieron niveles de demanda más o menos adecuados a las
ofertas de los sectores globalizados mientras que se destruía a las empresas
convencionales.
La combinación de tecnologías maravillosas, dominio oligopólico
de los mercados, influencia política, bajos salarios y bajos impuestos han creado
enormes fortunas que se apoderan crecientemente de toda la propiedad
periférica. En este contexto en México se ha extranjerizado la propiedad de los
bancos, cadenas comerciales, ferrocarriles, cerveceras y más. Se ha destruido,
por ejemplo, la vieja industria nacional textil y del vestido, del juguete, de
electrodomésticos, maquinas herramienta y buena parte del pequeño comercio y de
la producción campesina. Los oligopolios internos se expanden a costa de la
mediana y pequeña empresa.
La globalización se impuso prestando con triple
beneficio: primero, para vender lo que produce; segundo, cobrando intereses;
tercero, sus préstamos convertidos en indispensables en la lógica de la
globalización, han sido un factor de poder que le permite extorsionar
incesantes concesiones políticas y económicas adicionales.
Sin embargo en su momento de triunfo explota el problema
que ha creado. Produce muchas mercancías y riqueza; pero no genera demanda, de
hecho la destruye. Al prestar parte de sus inmensas ganancias los
inversionistas solo colocaron un parche en la herida; lograron que los
consumidores siguieran comprando y los gobiernos funcionando, pero a medias y
no por mucho tiempo. Pero la deuda es una mala solución, insostenible y
limitada. Y si la deuda ya no es solución, se convierte en problema. Primero generó demanda que permitía crecer;
ahora para pagar sus excesos todos se ajustan el cinturón y la recesión, las
quiebras y el desempleo se expanden en Europa y el mundo.
La verdadera solución de fondo es simple: que la humanidad
cuente con ingresos suficientes para poder comprar todo lo mucho que pueden
producir los sectores globalizados y también los no globalizados. Más
aterrizado: los sectores globalizados deben producir suficiente demanda para
vender lo que producen sin destruir a los demás. Y eso solo lo pueden hacer por
dos vías: pagar buenos salarios y, sobre todo, pagar buenos impuestos que los
gobiernos usen en favor de los excluidos.
Hace años se anunció lo que ahora ocurre. Estaba de moda
declarar “los no competitivos no sobrevivirán”. Urge ahora entender que los
competitivos son cada vez menos y que la amenaza es real. Competir es jugar a
las sillas locas; todos los días cierran empresas que dejan de ser competitivas
en Italia, España, Grecia, Estados Unidos y aquí también. Aparte del ritmo de
destrucción normal de vez en cuando llega un tsunami de gran destrucción. Y
parece que se avecina el siguiente.
¿Pondrías a tu hijo a competir, en patines, con otros que
llevan motocicletas, autos de carreras y camiones doble remoque? Claro que no.
Cada quien debe competir en su propia pista; en su propio mercado.
El primer debate presidencial abrió con el tema de la
competencia en los medios de comunicación. Tres candidatos respondieron con
planteamientos inspirados en la perspectiva neoliberal: Josefina: “La competencia es esencial para la
prosperidad en cualquier economía.” Quadri: “Gracias a la competencia hay
nuevas empresas, hay eficiencia, hay crecimiento económico, tenemos mejores
servicios y mejores productos.” Peña: “Competencia
significa darle a los mexicanos la oportunidad de tener acceso a productos y
servicios que compitan en calidad y en precio.” Más de lo mismo.
Solo uno,
Amlo, escapó de la trampa al decir: “Vamos a democratizar a los medios de
comunicación”. Esto es distinto, es la posibilidad de que la gente de a pie, la
no competitiva, tenga derecho a una parte del pastel.
Millones de jóvenes
españoles, griegos, portugueses, norteamericanos, con licenciaturas, maestrías
y doctorados no son competitivos. Nuestros hijos no serán competitivos y podrán
ser destruidos por la competencia, por trabajos sin dignidad y sueldos de
hambre; o por el desempleo y la violencia.
A menos que cambiemos de
juego. Hay que recuperar el sentido de realidad para decidirnos a producir con todas
nuestras capacidades y recursos. Sin desperdicios. Empecemos por equilibrar el
comercio exterior. No es admisible que le compremos 46 mil millones de dólares
de mercancías a China y ellos nos compren solo 5 mil millones. No me importa si
son más competitivos. Yo no quiero que mis hijos compitan.
Hay que substituir
importaciones, reindustrializarnos, proteger el empleo interno e instrumentar
una política fiscal que trate con amabilidad los ingresos del trabajo, el
derecho al consumo y la inversión productiva; pero que, por otro lado equilibre
la oferta y la generación de demanda de los sectores globalizados y que grave
fuertemente las ganancias de la especulación y la usura.