lunes, 10 de marzo de 2014

El jamelgo que soñó ser pura sangre

Faljoritmo

Jorge Faljo

En estos últimos días la administración pública federal ha recibido dos duros golpes que ponen en duda su eficacia. El de mayor impacto mediático fue la nota de primera plana de El Financiero del pasado 3 de marzo donde señala que de acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social –CONEVAL-, el 85 por ciento de los programas sociales no cumplen sus metas o se desconocen sus resultados.

Por otro otro lado, de manera casi inadvertida, la Auditoría Superior de la Federación –ASF- entregó a la Cámara de Diputados su documento de análisis del Sistema de Evaluación del Desempeño de la administración pública federal. En este se señala que no se ha logrado construir una cultura administrativa enfocada en el logro de resultados; que los programas no definen claramente sus metas ni su población objetivo, que sus actividades con frecuencia no corresponden a lo que dicen que quieren obtener y que sus impactos no se miden. Finalmente dice que el dinero no se gasta donde da buenos resultados sino que se asigna por mera inercia.

Ojalá y estas muy serias apreciaciones contribuyan a que la cúpula del actual gobierno se dé cuenta de que heredó una estructura administrativa sumamente deteriorada por las estrategias seguidas durante los pasados doce años. La Administración Pública Federal está lejos de ser un brioso caballo pura sangre y es más bien un jamelgo que no da resultados.

Varias son las estrategias que explican la actual situación. Desde el 2002 se instrumentó una política de reducción de personal operativo mediante programas de retiro voluntario donde las plazas abandonadas fueron canceladas. El sector público quedó como queso gruyere. En cambio sí se crearon muchos puestos directivos muy bien pagados.

Se lanzó un combate contra la corrupción que en estos días queda claro que no era más que membrete y que se tradujo en la creación masiva de normas y trámites. Según la ASF en 2009 existían 46 mil normas internas que debía cumplir la burocracia y el número de trámites creció también de manera exponencial. Fue como echarle arena a la maquinaria. Con más normas y menos empleados cada uno de ellos centró la atención en cumplir rituales burocráticos y no en atender a la población.

En el medio rural el personal de campo desapareció y se subcontrataron servicios privados que tenían su propia agenda a la hora de asignar recursos. Con el objeto de asegurar la gobernabilidad a nivel federal se transfirieron a los estados enormes recursos sin control alguno, sin seguimiento. Se privilegiaron alianzas con el sector privado y con los gobiernos estatales y municipales sin que nadie realmente se interesara en el impacto social.

El Estado continuó haciéndose cada vez más pequeño y con menos transparencia y rendición de cuentas.

En México los ingresos tributarios del 2011 fueron del 19.7 por ciento del Producto Interno Bruto, mientras que en el promedio de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –OCDE- fueron del 34.1 por ciento, los de Argentina del 34.7 por ciento y los de Brasil del 34.9 por ciento. Tenemos, en suma, un estado que hace poco y no lo hace bien.

Dos puntos preocupan en particular. Uno es que para mejorar la calidad e impacto del gasto social se requiere fortalecer a la administración pública, sobre todo en los niveles de contacto y atención a la ciudadanía. Buenas escuelas, buenos servicios de salud, buenos programas de desarrollo rural requieren personal especializado del lado del gobierno para trabajar bien con la población. El segundo punto es que, sobre todo en condiciones de debilidad del mercado interno, poca demanda y gran potencial productivo, el estado debe operar como un mecanismo de transferencia de recursos hacia los sectores consumidores.

Es decir que el estado debe fortalecerse, crecer, y para ello tiene que cobrar más impuestos sin afectar negativamente las capacidades de consumo de la mayoría de la población.

Lamentablemente no vamos por ese rumbo. En 2012 el peso del gobierno en el PIB fue menor que el año anterior y en el 2013 se redujo el gasto corriente gubernamental un 0.3 por ciento en términos reales. Como estos datos se presentan como positivos queda claro que estamos ubicados en la ideología del estado pequeño y no en la del estado eficaz y que se responsabiliza del bienestar general.

Gobierno no es empresa; su austeridad importa menos que el desempeño de la economía nacional. Y en el 2013 la austeridad del gobierno les costó muy caro a los mexicanos en cuanto a crecimiento, empleo y bienestar.

Lo peor es que se acaba de anunciar un “Acuerdo de Certidumbre Tributaria” en el que el gobierno se compromete a que durante el resto del sexenio no propondrá nuevos impuestos, ni aumentará las tasas a los impuestos existentes y no reducirá los beneficios y exenciones existentes. Después de una reforma fiscal que si pega al grueso de la población se compromete a no poner impuestos donde si debiera hacerlo; al capital especulativo y la riqueza improductiva; a las importaciones destructoras de la producción interna; a los ingresos muy altos.

Por este camino se enaniza al jamelgo.

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