Jorge Faljo
El recién publicado “Panorama Económico Mundial” del Fondo Monetario Internacional –FMI-, está dedicado a la “Debilidad de la Demanda, Síntomas y Remedios”. Siguiendo lo que ya otras organizaciones internacionales habían señalado, ha colocado como eje analítico del estancamiento económico global a la insuficiencia de la demanda.
Porque capacidades para producir hay muchas y, dados los avances tecnológicos, estas siguen potenciándose en nuevos complejos industriales con tecnologías de punta. La digitalización de la información evoluciona ahora hacia la robótica y apunta a las fábricas de alta productividad sin trabajadores. Oferta sobra.
Lo que falla es la demanda. Con menor creación de puestos de trabajo por unidad de mercancía generada se ha creado una sobreoferta de trabajadores a los que se les puede pagar cada vez menos.
El secretario mexicano del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida, acaba de decir, repitiendo lo señalado en Davós, que en los próximos cinco años aumentará entre 5 y 50 millones el número de desempleados en el mundo y que en un mediano plazo el 40 por ciento de la mano de obra en Estados Unidos será sustituida por robots.
Incrementar la oferta debilitando a los que pueden comprar es el signo de nuestros tiempos y se presume como incrementos de productividad que supuestamente darían paso al bienestar. Pero la realidad es otra y apunta a tragedia: una concentración de la producción y del dominio del mercado en grandes corporaciones transnacionales, asociada a una brutal concentración de la riqueza en algo así como la millonésima parte de la humanidad.
Lo que tenemos es un empobrecimiento generalizado que golpea incluso al empresariado medio y a los trabajadores ilustrados; el grueso de las llamadas clases medias.
Del otro lado de la moneda lo que existe es el exceso de ahorro corporativo; ganancias acumuladas que no encuentran destino para invertir y tienen crecientes dificultades para colocarse en instrumentos financieros rentables. Los grandes conglomerados transnacionales se encuentran sentados sobre fortunas gigantescas con las que literalmente no saben qué hacer.
Desde el año 2005 Bernanke, que habría de llegar a dirigir la reserva federal norteamericana, advirtió sobre el exceso de ahorro corporativo que abarataba a prácticamente cero el costo del dinero en los Estados Unidos. Solo que en esos años un novedoso, y trucado, esquema de financiamiento canalizó buena parte de ese ahorro hacia préstamos hipotecarios a las familias pobretonas norteamericanas. Pocos años después resultó que millones no pudieron seguir pagando estas hipotecas y perdieron sus casas en una de las peores crisis económicas de los países centrales en este siglo. La otra habría de ser las crisis de deudas soberanas (tipo Grecia, Islandia, Portugal, Irlanda y otros) cuando los gobiernos también enfrentaron problemas para pagar sus deudas.
Cierto que el problema más grave se localiza del lado de los que se endeudaron, los que pierden sus casas y los ciudadanos cuyos gobiernos les ajustan el cinturón. Pero los prestamistas, los ultra ricos también tienen sus preocupaciones. Traumados por esas experiencias donde perdieron parte de sus fortunas ahora simplemente acumulan sus ganancias en montañas de dinero que no le sirven a nadie. Ni a ellos mismos porque protegerlas les implica costos más que ganancias.
Prestarle al gobierno alemán en un bono a diez años significa aceptar una pérdida total del 29 por ciento. Se calcula que hay en el planeta 1.3 billones (millones de millones) de dólares que están depositados en cuentas que pagan intereses porque les cuiden su dinero. Los ultra ricos se compran mansiones, departamentos, yates, obras de arte de millones de dólares, pero no son sino pequeñeces comparadas con sus fortunas.
De un lado fortunas inmensas sin uso productivo; del otro una población mundial con enormes carencias, cientos de millones sin empleo, o con trabajos precarios e indignos y clases medias en deterioro. La situación y su tendencia asustan a los más claros analistas del sistema. El informe del FMI advierte del crecimiento de una inconformidad que ha rebasado al tercer mundo para instalarse como rechazo a esta forma de globalización en los mismos Estados Unidos y Europa.
La solución, señalan, es diseñar el puente que lleve la riqueza acumulada a financiar un gigantesco programa de inversión en infraestructura. El Banco Mundial señala que 1,200 millones de personas no tienen acceso a la electricidad; 663 millones no cuentan con agua potable. Mil millones no cuentan con buenos caminos, lo que los aleja de los centros de educación, salud, comercio y empleos. Cuatro mil millones no tienen acceso al internet. Lo que se necesita, dice, es diseñar proyectos atractivos a los inversionistas. Ahí está lo difícil.
Las corporaciones crecen, como depredadores, comiéndose o destruyendo a las empresas medianas y pequeñas y acrecientan el problema. Carentes de respuestas innovadoras y temerosos del riesgo, los grandes capitales buscan que los gobiernos les creen espacios de inversión con garantías públicas de ganancia. Asociaciones público privadas, pues. Pero son disfraces del endeudamiento que no resisten la radiografía de las calificadoras que colocan a los gobiernos, como al de México, al filo de su capacidad de endeudamiento.
En estas condiciones empiezan a surgir las ideas impensables, revolucionarias, incluso en los centros del pensamiento financiero mundial. Si no se encuentra como dirigir el ahorro corporativo hacia la inversión será necesario hacerlo cambiar de manos. No a sangre y fuego, sino mediante una modificación canija de la estructura fiscal que lo consiga.
Eso antes de que el atrincheramiento parasitario del gran capital se traduzca en algo peor, estallidos sociales o revoluciones políticas no controladas por el poder financiero.
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