Jorge Faljo
No es fácil definir al populismo. Por etimología se trataría de una posición cercana a los intereses del pueblo. En la práctica se expresa como reproche a las elites y en propuestas de cambio radical de las estrategias que les han permitido beneficiarse de manera unilateral y en contra de los trabajadores y de los excluidos.
El populismo tiene expresiones diferente y hasta contradictorias. Bernie Sanders, que contendió con Hillary Clinton por la candidatura presidencial del partido demócrata, representa un populismo de izquierda. El de Donald Trump es de derecha. Ambas posiciones tienen puntos en común: critican a las elites por haber abandonado al pueblo norteamericano; a los tratados de libre comercio por la pérdida de empleos manufactureros; y el enriquecimiento desmedido del uno por ciento de la población, o sea la elite, en contraste al empobrecimiento de la mayoría.
Los populismos de Sanders y de Trump tienen un diagnóstico similar y ambos se oponen al libre comercio y enfatizan la defensa de su producción manufacturera y sus empleos. Sus diferencias principales radican en las políticas sociales y fiscales (salud, educación, impuestos). Noam Chomsky, un brillante analista norteamericano propone que después de estas elecciones podría configurarse un partido en el que puedan aliarse los seguidores de Sanders y los de Trump.
Trump tiene su base social en la clase trabajadora blanca sin estudios universitarios; un grupo que ha sufrido lo peor del deterioro salarial de los últimos cuarenta años más la pérdida de ocho millones de empleos manufactureros bien pagados. Es el grupo más afectado por la desindustrialización de las ciudades y empresas medias y pequeñas de los Estados Unidos.
Sanders por otra parte, tiene su base social sobre todo entre la juventud; los menores de cuarenta años, muchos de ellos estudiantes o recién graduados y sobre los que pesa una deuda colectiva de más de un billón de dólares (trillion en inglés). Pidieron crédito para pagar sus estudios y al salir de la universidad no encuentran un empleo que les permita hacerle frente. Las deudas de esta juventud educada se convierten en un obstáculo a la posibilidad de rentar una vivienda y formar una familia. Es un problema que reduce su perspectiva de bienestar por abajo de la de sus padres.
El populismo no es una expresión exclusiva de los Estados Unidos; se propaga en Europa con crecientes sectores de la población que se oponen a la integración económica global y reclaman soluciones controladas nacionalmente. Es el reclamo de una mayor capacidad para tomar decisiones locales, en contra de la tecnocracia que se apoderó de la conducción de Europa.
Hoy en día Jean Marie Le Pen, que preside un movimiento que desea recuperar una moneda nacional para Francia, se opone a la inmigración y es favorable al proteccionismo industrial, Jean Marie es dos veces más popular que François Hollande, el presidente de Francia. Bien podría conquistar la presidencia de su país en 2017.
En Austria un partido similar estuvo a punto de ganar las elecciones hace unas semanas y de hecho podría, aunque es improbable, ganarlas el próximo diciembre debido a que la votación será repetida en una pequeña región geográfica.
La importancia creciente del populismo en los Estados Unidos y Europa se manifiesta también en el diagnóstico, las medidas de prevención y el miedo que es ahora parte del discurso del Fondo Monetario Internacional.
En su último informe sobre Perspectivas de la Economía Mundial, Maurice Obstfeld, economista jefe del FMI, destaca que tras ocho años de la Gran Recesión la recuperación sigue siendo precaria y amenaza convertirse en un estancamiento persistente, particularmente en las economías avanzadas. Es un contexto propicio, dice, para la adopción de medidas populistas a favor de restringir el comercio internacional. A las que, claro está, se opone.
Tal perspectiva está logrando introducir consideraciones inéditas al diagnóstico económico del FMI, ahora preocupado por la falta de crecimiento de los salarios y el aumento de la desigualdad que, dice Obstfeld, crearon la percepción de que se benefició en exceso a las elites y a los dueños del capital. Su uso de la palabra percepción intenta minimizar el hecho, pero al menos lo empieza a preocupar.
Ahora Christine Lagarde, directora general del Fondo, habla de la “transición inclusiva” de la economía y propone una distribución equitativa de los beneficios del crecimiento. Para ello hay que mitigar los efectos negativos de la globalización y conseguir que todos se beneficien.
Este giro de los planteamientos del FMI es loable, aunque llega a destiempo, cuando los impactos negativos son evidentes y eso que ocurrieron en condiciones de buen crecimiento económico. ¿Cómo plantear ahora el reparto equitativo de los beneficios en la nueva perspectiva de estancamiento generalizado?
Dos conclusiones derivo de las tendencias descritas: que el populismo llegó para quedarse y que el miedo no anda en burro.
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