Jorge Faljo
Estamos inquietos, expectantes, como lo está mucha gente en todo el mundo, sobre la decisión que tomará el pueblo norteamericano el próximo martes. La mayoría de las encuestas y de los analistas predice que ganará Hillary Clinton, pero su escasa ventaja deja un espacio para la duda. ¿Y si Trump le arrebata el triunfo?
Después de la pifia de invitarlo y darle trato presidencial, la posición del gobierno mexicano ha sido clara, fue un error y finalmente la preferencia es clara por Hillary Clinton. Tal vez, entre otras cosas, porque lo que vino a decir en persona, a unos cuantos pasos del presidente Peña Nieto, no fue del agrado de nuestras autoridades. No tanto lo del muro, que en buena medida ya existe y donde no, lo que hay es un desierto que cada año asesina a decenas de mexicanos. Y no se hable de las dificultades de atravesar este país para llegar al norte vivo y sin ser despojado.
No, lo que vino a decir Trump es suban los salarios de los mexicanos. No creo que porque le interese nuestro bienestar, sino porque sabe que de otro modo la producción norteamericana no puede competir con la mexicana, ni puede disminuirse el atractivo de la migración.
Creo que Trump perderá, y merece perder, no por lo terrible de sus propuestas económicas, que no lo son tanto, sino por problemas de personalidad. Racista, misógino y con valores morales de plastilina.
Allá como aquí sus propuestas no gustaron. ¿Cómo está eso de impedir que los corporativos norteamericanos coloquen sus fábricas en China y en México? Ese era su verdadero atentado contra los que deberían ser sus socios capitalistas; pero no lo son porque él no puede producir en China; es un agente inmobiliario y los bienes raíces no son exportables.
Su propuesta es también un atentado contra la estrategia económica mexicana; precisamente basada en ponerle alfombra a las empresas extranjeras: darles el terreno, construirles la carretera y el espolón de ferrocarril, el parque industrial hecho a modo y ahora declarado zona económica especial. Con una sola restricción; que las empresas extranjeras no suban salarios para no poner el mal ejemplo.
Pero si sus propuestas no gustaron fue fácil hacerlas a un lado, por la vía de no debatirlas. Trump lo facilitó aquí y allá. Se puso de pechito para que en lugar de un debate sobre estrategias económicas pudiéramos darnos por ofendidos por sus innegables defectos personales.
Tal vez el peor es el de ser imprevisible; el de cambiar de opinión con un oportunismo sin límite. Lo que pone a temblar al mundo porque su falta de tacto y diplomacia, sumadas a su volubilidad, podría provocar muchos problemas.
A pesar de todo, conociéndolo, cerca de la mitad de los electores norteamericanos dicen que votarán por este sujeto que ha sabido ofender hasta a los cristianos evangélicos que son el corazón del “tea party” republicano. Votarán por Trump con la rabia de los que deciden que ya basta de una lenta agonía y es mejor jugarse el todo por el todo. Más vale la incertidumbre que la certeza de lo que ya se conoce.
Es como ir perdiendo en el ajedrez y mejor, de un golpe, tirar las piezas. En eso ha sido maestro Trump; en tumbar las piezas. Impulsado por sus electores fue destruyendo a cada uno de sus contendientes políticos tradicionales. Desvistió al partido republicano, y lo reveló como hipócrita, al llevar su ideología al extremo; él, el racista, misógino y mal hablado, que presume de no pagar impuestos, se convirtió sin mucha dificultad en su verdadero representante.
Trump ha expuesto al aire los entresijos de un sistema electoral amañado, al servicio de la riqueza y el poder, pero que sabía navegar con aire de pureza democrática. También rompió con el mito neoliberal de las bondades del libre comercio.
El Donaldo es un chivo en cristalería. Pero ha sido un chivo útil. Lo que ha destrozado merecía ser destrozado. La situación ya no puede desandarse; los norteamericanos se han asomado a ver el lado feo de su propia personalidad nacional; el lado egoísta de su economía; el lado hipócrita de sus sistema político.
Ahora saben que dejaron de ser el país del sueño americano, de la igualdad de oportunidades, de la democracia transparente y del bienestar general. Y saberlo es un paso sin retorno; no hay regreso a la autocomplacencia. O se hunden en la depresión, que no lo creo. O afrontan el problema con la decisión que también los ha hecho un gran país.
Trump abrió el paso al cambio. No porque sea un gran hombre, sino precisamente porque a pesar de su pequeñez personal se encuentra a un paso de encumbrarse a la posición de presidente de los Estados Unidos. Los norteamericanos ahora se preguntan cómo es posible que dos candidatos que la mayoría desprecia son sus únicas alternativas. Hillary porque en esta lucha singular quedó como representante de Wall Street. Trump porque supo hacer aflorar la rabia contenida en el subsuelo social norteamericano y usar esa fuerza para tirar las piezas del tablero.
No ha terminado su tarea destructiva; ahora amenaza con no reconocer los resultados de las elecciones del martes. Y eso puede alentar múltiples mini revueltas en un país armado hasta los dientes y donde la policía y su sistema de justicia ya se encuentran desprestigiados.
Tal vez la tarea de Trump termine el próximo martes y después de ese día la clase política y la sociedad toda tendrá que reconsiderar sobre todos los trapitos sucios ahora visibles; como recomponer el tablero económico para generar empleos dignos y salarios adecuados; el tablero social hacia una mayor equidad y paz interior; y el tablero político para una democracia verdaderamente transparente y eficaz donde los que ganen sean los mejores.
Si Trump se ve obligado a despedirse el martes de cualquier modo deja muchas tareas pendientes. Pero también podría ocurrir que el pueblo norteamericano de una sorpresa a sí mismo y al mundo.
En este caso urge que nuestra elite dirigente tenga afinado un plan B. Aquí también habrá que recomponer todo.
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