Jorge Faljo
De los cerca de once millones de mexicanos en pobreza extrema, que no tienen ingresos ni para comer lo necesario, la mayoría son trabajadores, e incluyo a los niños. Millones de ellos son empleados formales que ganan el salario mínimo, insuficiente desde cualquier perspectiva, sobre todo la constitucional que dice que debe cubrir todas las necesidades de una familia.
Según Coneval, organismo oficial, el salario mínimo de México es el más bajo del continente. Lo peor es la tendencia; en términos reales es apenas algo más de un veinte por ciento de lo que era en 1976 y en los últimos 10 años ha perdido la cuarta parte de su poder adquisitivo.
Según cifras de Banxico del 2008 a la fecha los empleos en México se han elevado en varios millones, sin embargo también señala que la masa salarial total es hoy en día inferior a la de hace ocho años. Los nuevos empleos no solo están debajo de la media de ingreso, sino que se están destruyendo los empleos con ingresos superiores a cinco salarios mínimos.
De 2014 a 2015 se crearon 428 mil empleos de menos de dos salarios mínimos y se destruyeron 148 mil empleos de más de dos salarios mínimos. Necesitaríamos generar algo así como un millón de empleos más al año para ir reduciendo gradualmente el enorme rezago que traemos. No solo no lo hacemos, sino que los que se crean se ubican en niveles literalmente de hambre.
En este contexto de mercado en deterioro no es de extrañar que no existan incentivos a la inversión, como no sea transnacional y para exportar. Lo que se complica porque en el último año nuestras exportaciones de manufacturas a los Estados Unidos y al resto del mundo han caído. Y es que el planeta sufre lo que se empieza a conocer como estancamiento secular, originado en una debilidad de la demanda generalizada. Lo dice el Fondo Monetario Internacional, la Organización Internacional del Trabajo, la Comisión Económica para América Latina y todos los que están un poquitín enterados.
El modelo económico se nos derrumba. Sacrificamos el bienestar de la población y lo llevamos a niveles de hambre con el pretexto de ser competitivos y ahora resulta que ni así.
Con lentitud pasmosa empezamos a discutir una posible elevación del salario mínimo pero la visión oficial sigue siendo la misma. El secretario del Trabajo, Navarrete Prida, acepta que suban los salarios siempre y cuando no se impacte la inflación proyectada para el 2017. Es el viejo truco de poner los bueyes detrás de la carreta; en lugar de elevar los salarios conforme a la inflación real y para mantener su poder adquisitivo, se propone que suban solo de acuerdo al deseo fantasioso de lo que debe ser la inflación el año entrante. Con este mecanismo se ha conseguido deteriorar el salario mínimo al extremo actual.
También se da a entender que los salarios crean inflación. Sin embargo en los hechos han seguido, con rezago las elevaciones de precios generadas por otros factores. Básicamente la entrada de capitales externos, la concentración del ingreso y el crédito a los estratos de mayor ingreso. La inflación que generan los de arriba la pagan los de abajo, los más pobres.
Pero Navarrete Prida pone otra condición. Resulta que la Coparmex, un organismo empresarial, propuso una modesta alza del salario mínimo para llegar a 89.35 pesos en 2017. No le gustó a la STPS y advirtió del riesgo de conflictos laborales de no haber un consenso entre todas, “todas”, las cámaras empresariales los sindicatos y el gobierno. Es una exigencia nueva y descabellada. Nunca ha existido consenso sino negociaciones tripartitas en las que el gobierno se alinea con los empresarios y obliga a los representantes charros a aceptar.
Para elevar los salarios mínimos bastaría que ahora la STPS se alineara con, digamos, la CTM, para elevar el salario mínimo. Por cierto la CTM pide que suba a 100 pesos la jornada.
Para ver la situación en perspectiva podríamos decir dos cosas; una es que solo multiplicándolo por cinco se alcanzaría el salario real de 1976. La otra es que Trump propone elevar el salario mínimo norteamericano de 7.20 a 10 dólares la hora. Veinte veces más que lo que la CTM propone aquí.
Y olvidemos el pretexto de la productividad. Nunca se elevaron los salarios mexicanos conforme a la productividad y lo cierto es que en gran número de establecimientos de servicios (bancos y cadenas comerciales) o de manufacturas (automóviles, acero, maquila y más) la productividad es similar o más alta que la de los Estados Unidos. De hecho se ha impedido que las transnacionales en México suban los salarios para no dar un mal ejemplo.
Ahora que Trump vino a México y le pidió a Peña que suba los salarios, puso a nuestras autoridades en un aprieto. Se vendría abajo, creen, el modelo económico explotador que de cualquier modo se viene abajo.
Queda el pretexto de la competitividad internacional. Cierto que quisimos competir con salarios de hambre; pero el hecho es que la devaluación de los últimos dos años bastaría para que los salarios subieran un 63 por ciento y siguiéramos siendo competitivos en ese renglón. En cambio elevar el salario en un cinco por ciento cuando se está esperando ese impacto inflacionario, o más, por la devaluación ya ocurrida equivale a decir lo de siempre; que en realidad no suban.
Un último argumento contra la elevación salarial es que se traduciría en mayores importaciones en un país que hasta la mitad de su comida importa. Pero el hecho es que el encarecimiento de las importaciones ya está generando una reorientación en la compra de equipos y de bienes de consumo en favor de la producción nacional. Hay que reforzarlo.
Elevar los salarios de manera que realmente empiecen a recuperar su poder adquisitivo podría convertirse en factor central de un nuevo modelo de reactivación de capacidades subutilizadas, de avance a la autosuficiencia alimentaria y de una estrategia de reindustrialización. Eso, sí al inevitable encarecimiento externo, le sumamos una cuidadosa administración de importaciones, y dólares.
Si eleváramos el salario mínimo un 15 por ciento real, es decir por arriba de la inflación, y eso se repitiera durante 12 años seguidos, al final de ese periodo apenas habría recuperado el poder de compra que tenía hace cuarenta años.
Basta de invocar el combate a la inflación. Esta es inevitable por la devaluación y no es culpa de los trabajadores y sus miserables salarios. Los motores del crecimiento sustentado en la injusticia y la violencia se apagan; hay que prender otros basados en la equidad y la paz.
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