Jorge Faljo
De repente México y los Estados Unidos no se entienden más. El problema no es solo Trump, sino que de aquel lado ha salido a la superficie un profundo resentimiento en contra de una globalización fracasada que efectivamente se ha llevado sus empleos y les ha bajado los salarios. Igual que aquí. Solo que estamos desincronizados y mientras allá protestan aquí todavía aguantamos. Ambos pueblos somos víctimas de una estrategia generadora de inequidad.
Parte del problema es que en esa desincronización de la protesta los de allá piensan que aquí estamos bien y nos han agarrado de chivo expiatorio. Como si los mexicanos hubieran, por mero gusto, desgarrado a sus familias y abandonado sus pueblos para ir a vivir hacinados y amedrentados en tierra extraña.
Cierto que Trump no solo expresa el problema, sino que lo atiza, con una personalidad megalomaníaca, mitómana y desprovista de atributos mínimos de diplomacia y buenas maneras. Pero es que no somos sus amigos. Ya sin hipocresías somos, en el mejor de los casos socios a someter, posiblemente rivales o incluso adversarios.
Otro aspecto de la falta de sincronía es que allá Trump y su base social están muy conscientes del imperativo de transformaciones de fondo, aunque ello no justifica ni garantiza la bondad de todas las que emprende. En contraste aquí todavía no entendemos las razones de fondo del distanciamiento y lo vemos como capricho personal. No aceptamos que el otro cambió y no estamos dispuestos a cambiar nosotros.
Toda la estrategia negociadora de México parecía centrada en la premisa de que sería posible pedirle al vecino del norte que sea buenito y no nos mueva el piso; que no haga el muro, que no expulse mexicanos, que no imponga aranceles a nuestras exportaciones, que no obstaculice las remesas, que no desaliente la inversión aquí.
Esa estrategia fracasó rotundamente. Por principio de cuentas dio la apariencia de que no tomábamos en serio los mensajes recibidos, y que nosotros seguiríamos tan campantes por el mismo camino.
Sin embargo, como en toda relación estrecha, si el otro cambia, uno tiene que cambiar también; tal vez en el mismo sentido, tal vez en otra dirección. En todo caso la transformación norteamericana va en serio y nosotros nos veremos obligados a reaccionar.
Lo que Trump reprocha es la entrada de millones de migrantes laborales y el déficit de 60 mil millones de dólares anuales con México. Sus propuestas de solución son obstaculizar nuevas inversiones en México, un muro fronterizo y, posiblemente, aranceles a las importaciones mexicanas.
Es necesario reconocer que esos problemas existen para diseñar nuestras propias soluciones y contraponerlas a las de Trump. Solo así, con propuestas positivas, es posible negociar en serio.
Del lado mexicano tendríamos que ir a la mesa de negociación con, para empezar, una nueva Política Laboral, un Plan Nacional de Empleo, una Reforma del Campo y una Estrategia Industrial, todas con mayúsculas y todas en serio. Esto implicaría que México está dispuesto a no competir con salarios de hambre y condiciones laborales indignas; que hará un substancial esfuerzo para incorporar a millones a la producción y al empleo formal. Eso sí genera condiciones de viabilidad para reactivar el campo y la industria.
Todas estas vertientes deberán enlazarse en la configuración de un mercado social en el que el creciente número de excluidos de la economía globalizada puedan intercambiar sus productos y servicios y de ese modo viabilizar su producción. El gasto en desarrollo social deberá enfocarse en la generación de demanda hacia estos productores y en el apoyo a su organización.
Solo una propuesta de estrategia laboral y productiva de gran magnitud puede estar a la altura de una nueva situación en la que ya no podamos, ni queramos, exportar trabajadores, destruir familias y deteriorar la cohesión social. Sería al mismo tiempo la mejor política en favor de la paz y el estado de derecho.
El otro tema, el del déficit comercial, debe ser abordado con similar audacia. Lo primero es contrarrestar lo que Trump propone. En lugar de que se deterioren los rubros de exportación existentes podemos proponerle convertirnos en mejores clientes de los Estados Unidos. Usar los dólares que recibimos, los 60 mil millones de nuestro superávit y los 24 mil millones de las remesas para adquirir productos norteamericanos en lugar de productos asiáticos.
Los mercados son moldeables; pocas ingenierías son tan complejas como las de un tratado de libre comercio. Revigorizar el TLC, significa de nuestro lado que seamos buenos clientes de Estados Unidos y de parte de ellos que nos prefieran en lugar de China como espacio de inversión.
Estas dos estrategias, la de retención de trabajadores y la de ser mejores clientes de ellos, hay que presentarlas no solo a Trump, sino al pueblo norteamericano. Trump hace negociación abierta, a gritos, también nuestro gobierno puede hacerlo sin ser grosero.
Solo que existe una enorme dificultad. No puede tratarse de estrategias de saliva; de mero membrete propagandístico. Tendrían que diseñarse de manera participativa, con el concurso de todos los interesados dentro de México. Y aquí nuestras experiencias son decepcionantes.
Las reformas estructurales no contaron con la participación y apoyo de los mexicanos. La única que empezó a tenerlo, la reforma del campo del 2014, fue cortada de tajo cuando amenazó convertirse en un eje de verdadera participación de los productores rurales.
Los gringos van a cambiar; ¿podemos dirigir nuestro propio cambio?
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