Jorge Franco
Tengo por cierto que si hubierais visto y oído lo que os voy a relatar vuestros ojos y manos hubierais elevado en señal de cierta incredulidad. Cuantimás si estos hechos no fueron agraciados por vuestra personal presencia y de ellos solo podéis obtener el relato que os ofrezco.
Siendo así, resignado, no me cabe sino pediros que toméis este relato no tanto como el hecho cierto que es, sino como fantasía que apela a vuestra benevolencia y a la que cabe aplicar no el escrutinio de la razón, sino el beneplácito que reserváis al divertimento.
Venga pues la acción porque es de justicia entender que acción no es solo el movimiento físico del cuerpo sino también el empeño de transmitiros en palabra escrita lo acontecido. Entended esto sea como lo que vos y el mundo llamáis realidad, o, por lo contrario, como elaboración de la imaginación. En tal caso, sin demerito de vuestro parecer, debe a mi ver ser comprendida como un también valioso esfuerzo de la mente, tan loable como el que hace sudar al cuerpo. Y lo digo porque también de sudar trata esta historia.
Sin más preámbulos os digo que fue en una mañana, casi madrugada, calurosa y seca; como son todas en Rajasthán, al noreste de la India, cuando Rahid aceptó mi propuesta de salir, acompañado de mi menda, en busca de una serpiente cobra.
No creáis que mi petición estaba fuera de lugar y lo exponía, más a el que a vuestro humilde narrador, a un peligro innecesario. Rahid es un kalbelia, es decir miembro de una de las cerca de 500 tribus nomádicas de la India, integradas por 80 millones de personas, que son genéricamente conocidas en idioma inglés como “gypsies”, es decir gitanos.
Pero me apresuro a adelantarme a vuestras objeciones para concordar en que es falso de toda falsedad que sean gitanos. Esa palabra alude al origen mítico que se inventaron los que de estas tribus llegaron, por su voluntad o por la fuerza, a Europa. Ya estando en ese continente prefirieron decir que venían de Egipto, al extremo de emparentarse con los faraones. De lo cual, como sé que no ignoráis, derivó la palabra “gipsies” que en nuestro castellano evolucionó a gitanos.
Así que si gitanos se nombran los descendientes de estos pueblos en Europa, en su lugar de origen merecen otro nombre; tal vez, espero que concordéis, el de nómadas.
Estos kalbelias, que considero un apelativo de mayor dignidad y precisión para nuestro caso, viven errando de pueblo en pueblo dedicados a dar espectáculos de danza y música, actividades que parecen parte de su naturaleza puesto que prácticamente todo lo que hacen es acompañado de las mismas. Son a mí parecer uno de los pueblos más alegres de la tierra.
En sus espectáculos, cuyo secreto no es más que el mostrar parte de lo que hacen en su vida cotidiana, incluyen el manejo de serpientes, en particular cobras, que además de esta utilidad tienen otra; su veneno es un cotizado remedio que se vende a los médicos ayur-vedas.
Así que dejad de preocuparos o de enfadaros por mi insolencia puesto que para ellos atrapar una cobra es parte de su forma de vida. Al grado de que en este empeño nos habría de acompañar el hijo de Rahid, de tan solo once años de existencia. Eso sin discutir si su alma tiene la misma edad o es eterna, cuestión que vosotros concordareis, no viene al caso.
Nuestra labor, porque para ellos eso era, y no infructuosa holgazanería, estuvo llena de eventualidades. La primera es cuando Rahid exclamo, “¡mirad! una tortuga”. Y cierto, ahí estaba, y ahí la dejamos seguir estando, encerrada en su caparazón a la sombra de un matorral. Menuda sorpresa para mí y tal vez para vosotros dada la creencia de que son seres mucho más afines a la abundancia de agua que a la sequedad del desierto.
Topamos, sabed, con un par de serpientes, una de ellas venenosa, pero no eran de la especie que buscábamos. Más tarde el jovencito descubrió un puercoespín. De todos nos alejamos sin molestia o daño para ninguna de las partes.
Para esos esos momentos, ya a media mañana, me atrevo a confiaros que envidiaba los turbantes en las cabezas de Rahid y su hijo; y lo mismo podría deciros de las telas que enrolladas en torno a su cintura y muslos dejaban al aire buena parte de las piernas. Lo que a 40 grados de temperatura era una ropa mucho más adecuada que mis pantalones y gorra.
Mucho me sorprendió que Rahid escarbara con las manos en diversos agujeros, de los que en un caso salió una gran lagartija. Después vine a enterarme que la mordida de estos bichos puede provocar una septicemia mortal.
La penosa búsqueda, bajo el inclemente sol, no logró el resultado deseado; ninguna cobra se dignó hacerse presente. Quien diría, pensarán vuestras mercedes, que tres días después habríamos de repetir el viaje, impulsados por un motivo precisamente contrario al del primero.
Y es que los designios de Alá son inescrutables, por lo menos tanto, me afirmaba Rahid, como los de cualquier otro dios digno de su nombre.
El caso es que un par de noches más tarde el campamento de los kalbelias fue despertado inopinadamente por sus temporales vecinos sedentarios que, a voces, clamaban que una temible cobra se paseaba por las calles de su pueblo.
Y en efecto una cobra, que si no fuera por el capuchón creedme que sería mucho menos respetada, se movía por las calles. Agradeced conmigo la suerte que tuve de estar presente y poder contaros el buen final de esta historia.
Un par de kalbelias adultos, uno de ellos Rahid, armados de largas varas lograron, no sin habilidad y esfuerzo, inmovilizarle el cuerpo y la cabeza a la serpiente. Lo que Rahid aprovecho para tomarla de la cabeza, porque no me atrevería a deciros que del cuello por temor a vuestras risas.
Ya firme pero gentilmente agarrada del extremo colmilludo, el resto del cuerpo simplemente se enrollaba alrededor del brazo de Rahid. Este la colocó en un cesto que además envolvió en una tela a la que anudó como cualquiera de vosotros y vuestro relator lo podríamos haber hecho.
Todo ello para la paz de cuerpo y alma de los habitantes del poblado que por fin respiraron aliviados. No hubo por otra parte oferta de remuneración para los Kalbelias en el entendido de que atrapar la víbora ya era para ellos una forma de recompensa.
A la mañana siguiente Rahid le extrajo el veneno al reptil que, como ya os dije sería vendido como remedio. Por cierto que interesado en esta materia fui a ver a un médico local que me aplicó un poco de veneno seco en los ojos y me provocó un gran ardor que se disipó en uno o dos minutos. Ha de ser una medicina de excelencia porque lo cierto es que sigo viendo bien.
Más tarde, os cuento y estoy seguro de que esperáis el desenlace con prudente expectación, salí con Rahid para ya lejos del pueblo dejar a la serpiente, en perfecto estado de salud, en pleno desierto.
Con cuidado Rahid destapó la cesta y dejó que la víbora saliera, lo que hizo con cierta lentitud. Esta especie, aprendí, se mueve conforme a su temperatura corporal y esta depende de la temperatura externa. Por ello fue más fácil atraparla en la noche de lo que habría sido de día y por la misma razón no parecía apresurarse en huir, no antes de tomar el sol durante unos pocos minutos. Algunos en su ignorancia, que no la vuestra, podrían haber pensado que meditaba indecisa si escapar o no. Pero ya calentada por el sol no tuvo dudas y se alejó presurosa.
Hasta aquí este relato que espero os haya meramente entretenido, pues lejos me encuentro de pensar que en algo pudiera haber acrecentado vuestro ya inmenso saber.
Es cuanto y beso a vuesas señorías las manos.
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