Jorge Faljo
El Presidente Peña Nieto acaba de declararle a un auditorio atento lo siguiente, “quienes les digan que vivimos en un país que está en crisis, crisis es lo que seguramente pueden tener en sus mentes, porque no es lo que está pasando”. Y no estamos en crisis aclaro, porque si hemos venido creciendo y hay empleo.
Preocupa el reduccionismo que implican sus declaraciones: no hay crisis porque esta solo puede ser de la economía y ahí tenemos más o menos el mismo comportamiento mediocre a que ya estamos acostumbrados. Este año creceremos a, tal vez, un 1.7 por ciento y no al que nos prometieron al inicio de esta administración, o al lanzamiento de las ya muy sobadas reformas sobre las que nunca nos permitieron opinar a pesar de que millones lo solicitaron formalmente.
¿Y que podría presumir del empleo? Cierto que hay más mexicanos trabajando y todos ellos ganan menos que los trabajadores de hace diez años. Es lo que el Banco de México identifica como una masa salarial decreciente; caracterizada por salarios que permiten comprar algo así como la tercera parte, o menos, que los salarios de hace 40 años. Un nivel salarial que da pie a la llamada pobreza laboral; esa situación donde a pesar de contar con un empleo formal no se gana lo suficiente para alimentar a la familia.
Así, penosamente, se arrastra la economía formal. Pero no olvidemos a los trabajadores informales, a los ninis, a los trabajadores sin ingresos, a los excluidos hasta de la informalidad. Millones de mexicanos se vieron obligados a buscar trabajo honesto en los Estados Unidos y esos millones sostienen a otros millones de sus familiares en México. Esta fue una válvula de escape de gran importancia para una estrategia ineficaz y diseñada para la inequidad. El cierre de esa compuerta de escape es un golpe directo que se suma a la amenaza de otros cambios substanciales en la política económica norteamericana.
Decir la única crisis posible o relevante es la económica es un error intencional porque el Presidente hablaba precisamente ante un sector disciplinado, respetuoso, pero en crisis: el ejército. Un sector atrapado entre hacer una tarea que no le corresponde y las acusaciones de que se excede en su uso de la fuerza. Lo que precisamente da pie a una disyuntiva que ya no se puede evadir; o se le da un estatus legal a sus actividades, con enormes riesgos y la desaprobación mayoritaria de adentro y fuera del país. O se consigue crear una policía eficaz, dirigida por gobiernos honestos, con un sistema judicial eficiente. Pero esto que son las tareas más fundamentales de un buen gobierno excede a las capacidades de esta administración.
La captura en Estados Unidos del fiscal general de Nayarit refleja no ya el colmo de la corrupción sino algo peor, es indicio de la captura de porciones del Estado por el crimen organizado. Qué decir de que haya más de media docena de exgobernadores prófugos. Estamos ante una crisis general del aparato estatal que debiera ser el que nos sacara de apuros: los económicos, los de corrupción e impunidad, los del crimen organizado, los de falta de seguridad y violencia extrema.
Y qué decir del asesinato de los que se atreven a hablar; en primer lugar los periodistas, pero también de los que se mueven a favor de organizaciones y comunidades; o los que intentan organizarse para defenderse y terminan en la cárcel.
Estamos atrapados en múltiples crisis apelmazadas. Porque, ¿Qué es crisis? En su sentido original es al mismo tiempo separar o romper, y decidir. Es esencialmente cambiar, pero un cambio inevitable, empujado de modo inexorable por lo insostenible de la situación existente.
Esa es precisamente la situación del país en prácticamente todo lo relevante: Tiene que decidir cómo y hacia donde cambiar en materia económica para asegurar crecimiento; en materia de paz social el modo de instrumentar un eficaz combate al crimen; en cuanto al gobierno como generar honestidad y confianza, pero sobre todo el fin de la impunidad.
La necesidad de cambios en múltiples frentes se impone; o de otro modo cada resfriado se vuelve neumonía, y cada problema deviene en catástrofe.
Sin embargo el Presidente niega que haya crisis; es decir que no reconoce lo esencial, las necesidades de transformación que le impone la realidad. Lidera un equipo que llegó al poder con una agenda sencilla; revitalizar la economía basada en el aceleramiento de la extracción petróleo y en su privatización, atraer capitales externos y proseguir con una modernización de fachada. Entretanto los excluidos seguirían yéndose a los Estados Unidos como forma de hacerse cargo de sí mismos y sus familias.
Pero el plan falló; no ayudó la geología con el agotamiento de yacimientos; ni la crisis de sobreproducción mundial con caída de precios del petróleo; ni la caída del comercio internacional. Mucho menos el cambio de rumbo antiglobalizador de los Estados Unidos, país al que van más del ochenta por ciento de nuestras exportaciones. Y frente a todo esto no hubo, ni lo hay todavía, un plan B. Claro, ¿para que? Si el señor dice que no hay crisis.
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