Jorge Faljo
Hay veces que las campañas electorales se han parecido demasiado a concursos de apariencias; tener una cara agradable, dientes refulgentes, juventud y buen porte parecen contribuir a obtener votos. Eso sin menospreciar la compra de votos; es decir la distribución de despensas, tinacos, laminas, televisores y más recientemente, tarjetas electrónicas precargadas de algunos pesos o que constituyen una promesa de que si gana X candidato tendrán un depósito electrónico.
El campo de lucha en los medios tradicionales, televisión y radio, sigue siendo importante, aunque en declive. Aquí cuenta la propaganda que no se avergüenza de su nombre y, tanto o más, la información supuestamente neutra y objetiva de noticieros y espacios de análisis. También cuentan las toneladas de plástico y, en el caso de candidatos más ecológicos, de cartón, con la efigie y los colores del partido correspondiente.
Existe otra arena de batalla que emerge con tremenda importancia. Los millones de mensajes que se emiten y retrasmiten en las redes sociales, wasap, twitter, facebook y similares, y que dan la apariencia de que son generados por gente como uno. Frente al desprestigio de los medios tradicionales tendemos a atribuirles una confianza totalmente inmerecida y la prueba es que con gran facilidad los retrasmitimos a parientes, amigos y conocidos. Son un espacio en que predominan las “fake news”, la información falsa o desvirtuada. Aquí se habrá de librar una brutal contienda electoral fuertemente influenciada, sin dar la cara, por un nuevo tipo de expertos y estrategas de la desinformación.
Y, ¿en dónde queda el debate racional, informado y factual, sobre asuntos de fondo? Este prácticamente no ha existido en el pasado. Lo que constituye un grave riesgo. Cualquiera que rememore las pasadas elecciones presidenciales encontrará que el candidato ganador, Peña Nieto, nunca nos reveló sus verdaderos planes de fondo. No mencionó las reformas estructurales: la privatización del subsuelo, la reforma educativa, las estrategias contra la inseguridad y la corrupción, la continuidad de la contención salarial y demás. En lugar de comunicar los hechos, los planes y estrategias que tenían en mente, se hicieron promesas: crecimiento acelerado, empleo y bienestar, honestidad y seguridad pública.
Otra cosa hubiera sido conocer el sustento y los detalles de esas promesas que ahora sabemos incumplidas. Por eso es de la mayor importancia exigir que en este nuevo magno ciclo electoral, en el que se ponen en juego no solo la presidencia sino gubernaturas estatales y municipales y la composición del Congreso, seamos tratados como adultos pensantes. Es un derecho ciudadano.
Rechacemos las promesas que no van acompañadas del conocimiento factual de nuestras realidades y de estrategias creíbles. Tenemos la oportunidad de que ahora las elecciones no sean concursos de belleza sino de inteligencias, en las que dejemos de ser meros espectadores para exigir interlocución efectiva entre ciudadanos y candidatos.
Quienquiera que gane la elección más importante, la presidencial, recibirá un país en graves problemas. Apostamos a la globalización extrema y nos hemos quedado colgados de la brocha. Despreciamos el mercado interno y seguimos una estrategia de exclusión económica y social que requirió la expulsión de millones de mexicanos que en su propio país no tenían oportunidades de empleo y vida digna. Confiamos en las transnacionales y vendimos activos estratégicos del patrimonio nacional.
Ahora resulta que la globalización sufre de sobreproducción o, vista desde el otro lado de la misma moneda, de insuficiencia de la demanda. El mismo Fondo Monetario Internacional cuestiona en sus publicaciones los excesos del neoliberalismo conducentes a la inequidad extrema. Una desembocadura muy distinta a lo prometido que en lo económico se ha convertido en el principal obstáculo al crecimiento y en lo político está colocando al mundo de cabeza. Esto incluye a las democracias industriales amenazadas por una rabia ciudadana que no encuentra, o no la dejan encontrar, cauces racionales a su profundo descontento.
La última evaluación de la economía mexicana hecha por el Fondo Monetario Internacional señala textualmente que las reformas estructurales no se han traducido en algún incremento significativo al crecimiento económico. De hecho la economía crecerá en 2017 menos que el año anterior y esta caída seguirá en 2018.
El Fondo dice que lo que se requiere para que las reformas bandera de este régimen tengan un efecto positivo son avances efectivos en cuatro vertientes: combate a la corrupción, seguridad pública, equidad e inclusión y eficiencia administrativa. Son vertientes en las que este sexenio ha fracasado.
Será prácticamente imposible corregir el rumbo en esas cuatro vertientes sin un notorio fortalecimiento de las capacidades de acción gubernamental. Un punto en el que el Fondo Monetario apunta que tenemos la recaudación fiscal más baja entre los países de la OCDE y una de las menores de América Latina. Y aquí esta institución no se muerde la lengua al decir que esto se debe, en parte, a que “muchas empresas no pagan impuestos”.
Imposible no correlacionar la baja sostenida del ritmo de crecimiento de 2015 a 2018 sin considerar la fuerte caída en la inversión pública que se redujo en 11.8 por ciento en 2015 respecto al año anterior. Con otra baja de 9 por ciento en 2016 y otra de 12.2 en 2017. En lugar de invertir el régimen se aprieta el cinturón, y el de los mexicanos, para incrementar su solvencia ante los acreedores. Un rumbo autodestructivo del que solo podemos escapar dejando de ser un paraíso fiscal.
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