Jorge Faljo
El tiempo para presentar un TLCAN renegociado al actual congreso norteamericano se agotó el 17 de mayo. Eso porque los senadores de allá pidieron un amplio periodo para revisarlo a conciencia. Alguno todavía plantea que podrían revisarlo en pocos días. El problema es que, sobre todo México y Estados Unidos, mantienen fuertes diferencias que difícilmente podrán resolverse a corto plazo.
Dicen, un poco para salvar la cara, que la renegociación continuará en el 2019. Pero para entonces los congresos de ambos países tendrán una configuración política muy distinta. Allá seguramente los demócratas adquirirán fuerza y aquí la ganarán los que ahora son oposición.
Es controvertido hablar de fracaso. La renegociación la impuso Trump y no logró lo que quería. Es su fracaso.
Del lado norteamericano los objetivos son claros: En primer lugar, reducir de manera substancial el déficit comercial con México para recuperar el dinamismo de su sector manufacturero y la generación de empleos de calidad dentro de los Estados Unidos. Lo que deriva en múltiples objetivos secundarios: incrementar sus exportaciones de manufacturas y productos agropecuarios; nivelar el diferencial salarial para limitar la salida de inversiones y puestos de trabajo hacia México; substituir importaciones.
Para México la negociación no era del tipo ganar-ganar, sino lo contrario, si aquellos ganaban aquí se perdía un pilar fundamental de la estrategia económica de México: ser puente maquilador entre insumos importados sobre todo de China y con un gran déficit, y exportarle a Estados Unidos con un gran superávit. Podría pensarse que en la renegociación México ha ganado, por lo menos tiempo. Afirmación discutible porque seguir como hasta ahora no es algo positivo.
De acuerdo al INEGI la comparación del primer trimestre del 2018 respecto al de 2017 apunta a un pobre crecimiento del Producto Interno Bruto de tan solo el 1.3 por ciento. Las actividades primarias muestran un crecimiento de 5.4 por ciento y las terciarias del 2.0 por ciento. Pero el sector financiero deja mucho que desear con un retroceso de 0.8 por ciento. Destaca a su interior la reducción de 6.1 por ciento en la actividad petrolera. Sobre todo, preocupa la reducción de la producción manufacturera en 0.2 por ciento.
México le apostó a la exportación en contra del fortalecimiento del mercado interno; con consecuencias desastrosas en cantidad y calidad para el empleo rural y urbano, y la expulsión de millones de mexicanos al extranjero. A pesar de los salarios miserables no somos una potencia exportadora. Y ahora que nos falla el petróleo, la minería y la manufactura, surgen amenazas contra la joya de la corona, las exportaciones de automóviles.
Podemos atribuir el problema a cambios del exterior. La economía mundial está agobiada por la sobreproducción. Eso no es culpa interna, pero ¿qué más da? Lo fundamental es reaccionar ante las nuevas condiciones externas que dificultan la exportación, alientan las importaciones dumping, y obstaculizan la emigración.
El estancamiento económico, el trabajo esclavo, la inequidad, el empobrecimiento y la violencia han ocurrido en los tiempos de un TLCAN funcional. Así que preservarlo no da para mucho más.
Ahora Trump, frustrado, amenaza con imponer un arancel de 25 por ciento a las importaciones de autos. Puede ocurrir o no, pero es un estilo de negociación… cabrón.
Trump no ha tenido empacho en poner en duda tratados internacionales y en algunos casos romperlos. Cuestionó a la alianza militar NATO, rompió el tratado sobre cambio climático y el acuerdo con Irán. En asuntos mayores y menores promete y se desdice. Es su estilo personal.
De este lado lo que está en juego es enorme: Un modelo económico agotado pero que, de la manera en que transitemos a otra cosa depende el bienestar, tal vez la vida, de muchos mexicanos.
El fracaso de la renegociación del TLCAN es también un fracaso mexicano. Se requería más audacia y amplitud de miras para proponer una recomposición no solo de la relación con los Estados Unidos, sino de la estrategia económica nacional, incluso la norteamericana y la de Canadá.
Trump le ofreció al pueblo norteamericano recuperar industrias y empleos manufactureros. Tal vez ayudándole podríamos salir ganando. La clave estaría en dejar de ser un puente de insumos chinos para proponer la reindustrialización conjunta de México, Estados Unidos y Canadá. Cierto que en una economía mundial en sobreproducción algunos perderán industrias y empleos. Deberíamos jugar una carta defensiva ante China, un país que mantiene enormes superávits frente a los tres países del TLCAN.
México debe plantearse reactivar y desarrollar una producción manufacturera de doble orientación; hacia el mercado interno y hacia la exportación dentro del TLCAN. Lo que implica substituir productos chinos, en parte con producción interna y también con importaciones de Estados Unidos y Canadá. A cambio de ello demandaríamos preferencia sobre China en las exportaciones mexicanas a los socios del Tratado. Una estrategia de este tipo generaría empleos de mejor calidad en los tres países.
Además, Trump debe entender que, si ya no acepta migrantes mexicanos, es imprescindible que aquí sigamos una estrategia de desarrollo rural que permita ofrecer posibilidades de vida digna en el campo. Lo que implica un objetivo de autosuficiencia alimentaria asociado a una mayor presencia del Estado.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
lunes, 28 de mayo de 2018
domingo, 20 de mayo de 2018
Vertientes de bienestar
Jorge Faljo
¿Qué ha sido esencial en el proceso de hacernos humanos y distinguirnos de los animales? Algunos dicen que tener un dedo índice opuesto a los demás dedos fue lo que impulsó andar de pie y desarrollar el cerebro, o el dominio del fuego y su uso para protección y alimentación, o el lenguaje y la comunicación para organizar actividades, o el uso de instrumentos, y muchas otras características. Aquí destaco una: el trabajo.
Los animales interactúan con la naturaleza, pero no trabajan; su evolución es genética y muy lenta. El trabajo transforma, desarrolla, deja una huella inmediata y permanente en la naturaleza y en el ser humano.
Hacer una lanza crea una herramienta recuperable, genera conocimiento transmisible y, finalmente, facilita la cacería. Cuando los antiguos egipcios transformaron el delta pantanoso del rio Nilo facilitaron la producción de alimentos de todas las siguientes generaciones. Cuando los campesinos apilan en bardas las piedras de un terreno facilitan el siguiente cultivo y controlan el acceso de depredadores.
El trabajo se acumula; cada generación crea una capa más de trabajo acumulado y esa es la base del progreso y el mejoramiento de la humanidad.
Los egipcios que drenaron el delta del Nilo incrementaron tanto su producción de alimentos que pudieron mantener una casta político religiosa, un ejército, artesanos, escribas y más. Incluso construir pirámides; una enorme acumulación de trabajo, solo que para un propósito improductivo. Tal vez ocupación útil para el control social.
Hay trabajo que genera bienes para el consumo inmediato y trabajo que se acumula; ahora le llamamos inversión, tal vez porque lo moviliza el dinero. Se puede invertir en transformar la naturaleza, en crear y difundir conocimientos, en construir maquinas herramientas, talleres y fábricas. La inversión es la base del progreso, del aumento de la productividad y del mejoramiento del bienestar futuro.
México no se distingue por su esfuerzo de inversión; es decir por la proporción del trabajo que genera infraestructura, maquinaria, fábricas nuevas, mejoras en la actividad agropecuaria. Según el Banco Mundial en 2016 México destinó 22.86 por ciento de su actividad económica a inversión. Lo que está en el rango promedio mundial. China dedicó el 43 por ciento de su producción a inversión.
Nuestra inversión podría ser mayor; pero el problema no es de cantidad sino de calidad. No es lo mismo drenar un enorme pantano, en el que muchos podrán producir, que concentrar el esfuerzo en una obra faraónica en provecho de pocos.
La inversión en México se encuentra muy concentrada. El paso al modelo neoliberal destruyó el esfuerzo acumulado en las décadas anteriores. Con el argumento de que el gobierno era paternalista y prohijaba un empresariado nacional flojo, abusivo y no competitivo, se instrumentaron políticas que destruyeron buena parte de las empresas manufactureras convencionales.
Como decía el Plan Nacional de Desarrollo de Zedillo el esfuerzo de inversión se orientó a la substitución de capacidades por otras más modernas, concentradas, y sin incremento del producto o del empleo. Echar por la borda lo que teníamos fue un error con un alto costo para la población. La agresión al salario que está en el fondo de toda política neoliberal impidió ampliar el mercado y la convivencia de la producción histórica con la globalizada. De ese modo la globalización arrojó fuera del mercado a la inversión preexistente.
Es paradójico que el empresariado mexicano globalizado, de acuerdo a la OCDE, tiene un bajo desempeño como inversionista. Esto se debe no a la ausencia de ganancia sino a la falta de oportunidades de inversión en el contexto de un mercado interno no solo pobre, sino empobrecido en las últimas décadas. Somos también uno de los países de menor éxito exportador y cuyas exportaciones tienen mayor proporción de insumos importados. Maquileros, pues.
Para crecer y elevar el bienestar necesitamos un cambio de estrategia. Lo urgente es reorientarnos al crecimiento del mercado interno, liderado por mejores ingresos para los trabajadores urbanos y rurales, sin descuidar la rentabilidad empresarial que debe recibir una atención privilegiada.
Para ello el Estado debe recuperar su papel pre neoliberal de ser un potente motor de la inversión productiva. No como factor de concentración en inversiones faraónicas; sino, por lo contrario, como generador del piso básico en el que pueda crecer y darse un empresariado disperso. Es decir, que la rentabilidad y la inversión ocurra en un sinnúmero de empresas urbanas y rurales de todos los tamaños y en un amplio abanico de estratos tecnológicos.
Esto solo es viable si, como ocurre en algunos sectores de las naciones industrializadas, se cuida el día a día de la rentabilidad de los productores. Es a partir de un amplio número de actividades rentables que estas a su vez podrán crecer, crear empleos e integrar avances tecnológicos. Lejos de destruir a los no competitivos hay que crearles posibilidades de rentabilidad e inversión que constituyan la base de un crecimiento de amplia base.
¡Es posible que ganen los trabajadores y también el pequeño y mediano empresariado? Si, ese es de hecho un factor predominante en la historia. Solo que requiere que el mejor ingreso de los trabajadores se oriente al consumo dentro del conjunto de las empresas que les dan empleo. Subir ingresos para comprar importado sería suicida.
La rentabilidad es posible en tres vertientes: Una moneda altamente competitiva; es decir barata. Administrando las importaciones para proteger la producción interna. O con empresas, trabajadores y gobierno organizados en un sector social que sea su propio mercado.
¿Qué ha sido esencial en el proceso de hacernos humanos y distinguirnos de los animales? Algunos dicen que tener un dedo índice opuesto a los demás dedos fue lo que impulsó andar de pie y desarrollar el cerebro, o el dominio del fuego y su uso para protección y alimentación, o el lenguaje y la comunicación para organizar actividades, o el uso de instrumentos, y muchas otras características. Aquí destaco una: el trabajo.
Los animales interactúan con la naturaleza, pero no trabajan; su evolución es genética y muy lenta. El trabajo transforma, desarrolla, deja una huella inmediata y permanente en la naturaleza y en el ser humano.
Hacer una lanza crea una herramienta recuperable, genera conocimiento transmisible y, finalmente, facilita la cacería. Cuando los antiguos egipcios transformaron el delta pantanoso del rio Nilo facilitaron la producción de alimentos de todas las siguientes generaciones. Cuando los campesinos apilan en bardas las piedras de un terreno facilitan el siguiente cultivo y controlan el acceso de depredadores.
El trabajo se acumula; cada generación crea una capa más de trabajo acumulado y esa es la base del progreso y el mejoramiento de la humanidad.
Los egipcios que drenaron el delta del Nilo incrementaron tanto su producción de alimentos que pudieron mantener una casta político religiosa, un ejército, artesanos, escribas y más. Incluso construir pirámides; una enorme acumulación de trabajo, solo que para un propósito improductivo. Tal vez ocupación útil para el control social.
Hay trabajo que genera bienes para el consumo inmediato y trabajo que se acumula; ahora le llamamos inversión, tal vez porque lo moviliza el dinero. Se puede invertir en transformar la naturaleza, en crear y difundir conocimientos, en construir maquinas herramientas, talleres y fábricas. La inversión es la base del progreso, del aumento de la productividad y del mejoramiento del bienestar futuro.
México no se distingue por su esfuerzo de inversión; es decir por la proporción del trabajo que genera infraestructura, maquinaria, fábricas nuevas, mejoras en la actividad agropecuaria. Según el Banco Mundial en 2016 México destinó 22.86 por ciento de su actividad económica a inversión. Lo que está en el rango promedio mundial. China dedicó el 43 por ciento de su producción a inversión.
Nuestra inversión podría ser mayor; pero el problema no es de cantidad sino de calidad. No es lo mismo drenar un enorme pantano, en el que muchos podrán producir, que concentrar el esfuerzo en una obra faraónica en provecho de pocos.
La inversión en México se encuentra muy concentrada. El paso al modelo neoliberal destruyó el esfuerzo acumulado en las décadas anteriores. Con el argumento de que el gobierno era paternalista y prohijaba un empresariado nacional flojo, abusivo y no competitivo, se instrumentaron políticas que destruyeron buena parte de las empresas manufactureras convencionales.
Como decía el Plan Nacional de Desarrollo de Zedillo el esfuerzo de inversión se orientó a la substitución de capacidades por otras más modernas, concentradas, y sin incremento del producto o del empleo. Echar por la borda lo que teníamos fue un error con un alto costo para la población. La agresión al salario que está en el fondo de toda política neoliberal impidió ampliar el mercado y la convivencia de la producción histórica con la globalizada. De ese modo la globalización arrojó fuera del mercado a la inversión preexistente.
Es paradójico que el empresariado mexicano globalizado, de acuerdo a la OCDE, tiene un bajo desempeño como inversionista. Esto se debe no a la ausencia de ganancia sino a la falta de oportunidades de inversión en el contexto de un mercado interno no solo pobre, sino empobrecido en las últimas décadas. Somos también uno de los países de menor éxito exportador y cuyas exportaciones tienen mayor proporción de insumos importados. Maquileros, pues.
Para crecer y elevar el bienestar necesitamos un cambio de estrategia. Lo urgente es reorientarnos al crecimiento del mercado interno, liderado por mejores ingresos para los trabajadores urbanos y rurales, sin descuidar la rentabilidad empresarial que debe recibir una atención privilegiada.
Para ello el Estado debe recuperar su papel pre neoliberal de ser un potente motor de la inversión productiva. No como factor de concentración en inversiones faraónicas; sino, por lo contrario, como generador del piso básico en el que pueda crecer y darse un empresariado disperso. Es decir, que la rentabilidad y la inversión ocurra en un sinnúmero de empresas urbanas y rurales de todos los tamaños y en un amplio abanico de estratos tecnológicos.
Esto solo es viable si, como ocurre en algunos sectores de las naciones industrializadas, se cuida el día a día de la rentabilidad de los productores. Es a partir de un amplio número de actividades rentables que estas a su vez podrán crecer, crear empleos e integrar avances tecnológicos. Lejos de destruir a los no competitivos hay que crearles posibilidades de rentabilidad e inversión que constituyan la base de un crecimiento de amplia base.
¡Es posible que ganen los trabajadores y también el pequeño y mediano empresariado? Si, ese es de hecho un factor predominante en la historia. Solo que requiere que el mejor ingreso de los trabajadores se oriente al consumo dentro del conjunto de las empresas que les dan empleo. Subir ingresos para comprar importado sería suicida.
La rentabilidad es posible en tres vertientes: Una moneda altamente competitiva; es decir barata. Administrando las importaciones para proteger la producción interna. O con empresas, trabajadores y gobierno organizados en un sector social que sea su propio mercado.
domingo, 13 de mayo de 2018
Si, a regalar dinero
Jorge Faljo
El ofrecimiento de transferencias gubernamentales de dinero a los pobres se ha convertido en el eje de la discusión económica de la campaña electoral en marcha. Cierto que, como se mostró en el primer debate entre presidenciales, los temas más inmediatos y urgentes fueron los relativos a la corrupción y a la violencia que nos ahogan. Pero estos temas difíciles se encuentran agotados y, fuera de las propuestas generales, más bien se desbordaron hacia cuestionamientos personales. Es decir que se agotaron, o entraron en callejones sin salida.
Ahora Meade Kuribreña promete que, si gana, entregará un apoyo de mil 200 pesos mensuales a las jefas de familia. Con eso nos ubica en otra etapa de la discusión económica y social. Modifica no solo su propio discurso, pues no creía en las cifras de pobreza, sino cambia la dinámica de las campañas al sumarse a propuestas similares de los otros punteros.
Anaya sorprendió cuando hizo del ingreso básico universal el eje de su propuesta social. Tal vez fue influenciado por lo moderno de una discusión global que ya el Fondo Monetario Internacional se toma en serio, y personajes como Mark Zuckerberg y Elon Musk consideran inevitable.
Meade, Anaya y López Obrador plantean, con sus diferencias, importantes programas de transferencias sociales: a las jefas de familia, a los jóvenes y la tercera edad, o a todos. Sin olvidar otros antecedentes importantes, como el derecho a un ingreso mínimo establecido en la constitución de la Ciudad de México.
Plantear este tipo de transferencias amplias es indispensable ante los enormes retrocesos de la globalización en cuanto a generación de empleos, ingresos de los trabajadores, la prestación de servicios básicos del estado, y la equidad y bienestar de la población.
Hoy en día las empresas gigantes de la globalización dominan la oferta de prácticamente todos los bienes. Al mismo tiempo reducen su personal, bajan los salarios, pagan menos impuestos y son beneficiarias privilegiadas del gasto público. Debido a que no derraman dinero, vía salarios o impuestos, no permiten una demanda adecuada a los bienes que producen. Su impacto es crecientemente antisocial. Chupan la vida del resto de la economía, imponen sus intereses por sobre todos los demás y exigen cada vez más.
Son las empresas medianas y pequeñas, convencionales y no globalizadas las que, en términos relativos, generan mayor capacidad de consumo de patrones y trabajadores. Pero están desapareciendo del mercado.
Es este contexto el que obliga a los candidatos a ofrecer transferencias de dinero que generen capacidad de consumo entre una población desempleada, mal pagada y empobrecida.
Las transferencias sociales que proponen los tres principales candidatos son indispensables. Pero se quedan cortas en visión estratégica. Les faltan dos elementos. Lo primero es una verdadera reforma fiscal que grave los ingresos de las empresas que tienen grandes ganancias y que, en contraste, generan muy baja demanda. De la limitación a su impacto nocivo debe provenir el financiamiento a las transferencias sociales.
Lo segundo, e incluso más importante, es que no podemos plantearnos un mero nuevo reparto del pastel. Hacerla de Robin Hood tiene sus límites.
El sector globalizado, que se presumía como moderno, pujante y vigoroso, hace agua por varios lados. Ni por su poder político ni por su capacidad económica será posible cargarle un monto de transferencias suficientes para enderezar el rumbo.
Se requiere algo más: reactivar la producción excluida. Hay en el medio rural y urbano cientos de miles de hectáreas, de traspatios rurales, de medianas y pequeñas industrias, de talleres de todo tipo, que se reactivarían por la mera reconexión con la demanda. Es una experiencia probada.
Tal debería ser precisamente el papel de las transferencias del estado: detonar la producción de las enormes capacidades subutilizadas que encuentran dispersas en todo el territorio nacional, que hace algunos años producían casi todo lo necesario al consumo mayoritario.
Una estrategia que encuadraría en el amplio marco constitucional que define al sector social de la economía. Maltratado, descuidado, pero con un enorme potencial de reactivación con inversión mínima.
No hay manera de que la inversión interna y externa nos construya un sector globalizado competitivo, vigoroso y capaz de revertir la pobreza y la inequidad. El riesgo es lo contrario, que entre en declive. Pero las transferencias sociales que proponen los candidatos, bien dirigidas, pudieran ser la semilla de un sector social que si cumpla la tarea.
Además, lo que se invierta como demanda en el sector social podrá vigorizarse y retornar a la economía nacional como una demanda más racional; la de insumos y equipos productivos que también revitalicen la industria nacional.
El ofrecimiento de transferencias gubernamentales de dinero a los pobres se ha convertido en el eje de la discusión económica de la campaña electoral en marcha. Cierto que, como se mostró en el primer debate entre presidenciales, los temas más inmediatos y urgentes fueron los relativos a la corrupción y a la violencia que nos ahogan. Pero estos temas difíciles se encuentran agotados y, fuera de las propuestas generales, más bien se desbordaron hacia cuestionamientos personales. Es decir que se agotaron, o entraron en callejones sin salida.
Ahora Meade Kuribreña promete que, si gana, entregará un apoyo de mil 200 pesos mensuales a las jefas de familia. Con eso nos ubica en otra etapa de la discusión económica y social. Modifica no solo su propio discurso, pues no creía en las cifras de pobreza, sino cambia la dinámica de las campañas al sumarse a propuestas similares de los otros punteros.
Anaya sorprendió cuando hizo del ingreso básico universal el eje de su propuesta social. Tal vez fue influenciado por lo moderno de una discusión global que ya el Fondo Monetario Internacional se toma en serio, y personajes como Mark Zuckerberg y Elon Musk consideran inevitable.
Meade, Anaya y López Obrador plantean, con sus diferencias, importantes programas de transferencias sociales: a las jefas de familia, a los jóvenes y la tercera edad, o a todos. Sin olvidar otros antecedentes importantes, como el derecho a un ingreso mínimo establecido en la constitución de la Ciudad de México.
Plantear este tipo de transferencias amplias es indispensable ante los enormes retrocesos de la globalización en cuanto a generación de empleos, ingresos de los trabajadores, la prestación de servicios básicos del estado, y la equidad y bienestar de la población.
Hoy en día las empresas gigantes de la globalización dominan la oferta de prácticamente todos los bienes. Al mismo tiempo reducen su personal, bajan los salarios, pagan menos impuestos y son beneficiarias privilegiadas del gasto público. Debido a que no derraman dinero, vía salarios o impuestos, no permiten una demanda adecuada a los bienes que producen. Su impacto es crecientemente antisocial. Chupan la vida del resto de la economía, imponen sus intereses por sobre todos los demás y exigen cada vez más.
Son las empresas medianas y pequeñas, convencionales y no globalizadas las que, en términos relativos, generan mayor capacidad de consumo de patrones y trabajadores. Pero están desapareciendo del mercado.
Es este contexto el que obliga a los candidatos a ofrecer transferencias de dinero que generen capacidad de consumo entre una población desempleada, mal pagada y empobrecida.
Las transferencias sociales que proponen los tres principales candidatos son indispensables. Pero se quedan cortas en visión estratégica. Les faltan dos elementos. Lo primero es una verdadera reforma fiscal que grave los ingresos de las empresas que tienen grandes ganancias y que, en contraste, generan muy baja demanda. De la limitación a su impacto nocivo debe provenir el financiamiento a las transferencias sociales.
Lo segundo, e incluso más importante, es que no podemos plantearnos un mero nuevo reparto del pastel. Hacerla de Robin Hood tiene sus límites.
El sector globalizado, que se presumía como moderno, pujante y vigoroso, hace agua por varios lados. Ni por su poder político ni por su capacidad económica será posible cargarle un monto de transferencias suficientes para enderezar el rumbo.
Se requiere algo más: reactivar la producción excluida. Hay en el medio rural y urbano cientos de miles de hectáreas, de traspatios rurales, de medianas y pequeñas industrias, de talleres de todo tipo, que se reactivarían por la mera reconexión con la demanda. Es una experiencia probada.
Tal debería ser precisamente el papel de las transferencias del estado: detonar la producción de las enormes capacidades subutilizadas que encuentran dispersas en todo el territorio nacional, que hace algunos años producían casi todo lo necesario al consumo mayoritario.
Una estrategia que encuadraría en el amplio marco constitucional que define al sector social de la economía. Maltratado, descuidado, pero con un enorme potencial de reactivación con inversión mínima.
No hay manera de que la inversión interna y externa nos construya un sector globalizado competitivo, vigoroso y capaz de revertir la pobreza y la inequidad. El riesgo es lo contrario, que entre en declive. Pero las transferencias sociales que proponen los candidatos, bien dirigidas, pudieran ser la semilla de un sector social que si cumpla la tarea.
Además, lo que se invierta como demanda en el sector social podrá vigorizarse y retornar a la economía nacional como una demanda más racional; la de insumos y equipos productivos que también revitalicen la industria nacional.
domingo, 6 de mayo de 2018
Mira como vamos
Jorge Faljo
México enfrenta una disyuntiva histórica: continuismo, o transformación substancial. Ninguna de las dos opciones es estática, en ambas hay evolución, la diferencia es de rumbos. El continuismo es mantener el mismo rumbo, y los resultados obtenidos, en las últimas décadas. Una evolución no solo conocida sino a la que, sobre todo las nuevas generaciones, se han acostumbrado.
Por contraste la transformación substancial sería virar hacia un nuevo rumbo. Lo que inevitablemente genera incertidumbre, incluso temor, pero también esperanza.
¿Qué es lo conocido?
Según el último “Panorama Económico Mundial”, el reporte periódico del Fondo Monetario Internacional, en 2017 la economía mundial creció al 3.8 por ciento y la de México al 2.0 por ciento. Un contraste aún más fuerte se encuentra en el incremento del producto por trabajador que, en la economía mundial, según la misma fuente, habría crecido en un 2.4 por ciento y en México al 1.0 por ciento.
No son diferencias limitadas al último año sobre el que se tienen estos cálculos, sino más bien resultados recurrentes que se asocian al creciente rezago de México en crecimiento, productividad y bienestar dentro del mundo.
Esto ocurre en un contexto de máxima apertura comercial, plena libertad de mercado, fuerte atracción de capitales externos y bajos salarios y fuerte control de la mano de obra. La implicación es evidente: esto no ha sido suficiente. Otras economías, como las orientales, con altas tasas de crecimiento y de incremento de la productividad, lo hacen en condiciones diferentes: gobiernos que orientan la actividad económica, políticas de fortalecimiento industrial y rural, incremento de los ingresos de los trabajadores y fortalecimiento del mercado interno.
Hemos apocado al gobierno; ahora es incapaz de impulsar la economía y paliar la inequidad. Somos un paraíso fiscal. México capta alrededor del 15 por ciento del PIB en ingresos fiscales en tanto que el promedio de los países de la OCDE es de 34 por ciento del PIB. Trabajadores y consumidores son causantes cautivos que pagan sus impuestos. Son las grandes empresas las que no contribuyen conforme a los estándares internacionales.
Según el “Informe Mundial sobre Salarios 2016 – 2017” de la Organización Internacional del Trabajo, el salario medio real en México se redujo en cerca del 12 por ciento en los últimos diez años para los que hay datos. En ese mismo periodo el salario medio real en China creció en 125 por ciento y más de 50 por ciento en la India. Aquí se revela una clara relación entre los mayores incrementos salariales y las mayores tasas de crecimiento del mundo. México no crece porque no crece su mercado interno.
De acuerdo con la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe el promedio de la participación salarial en el Producto Interno Bruto de América Latina es del 40 por ciento. México tiene la menor participación salarial con tan solo el 23 por ciento. Tenía alrededor del 50 por ciento de participación salarial hace 35 años y en ese lapso cayo a menos de la mitad. Cifra asociada a la disminución de los salarios reales y al empobrecimiento masivo de la población.
En 1990 México importaba el 37 por ciento de su consumo de arroz y en 2016 el 79 por ciento; Para esos mismos años las importaciones de maíz subieron del 22 al 35 por ciento; las de trigo del 8 al 66 por ciento. Si nos remontamos aún más atrás hubo épocas en que México fue un importante exportador neto de granos básicos.
Con el objeto de atemperar el deterioro de los salarios urbanos se abrió el mercado interno a las importaciones de granos más baratos. Pero ello significó sacrificar a los pequeños productores rurales en vez de alentar el incremento de la productividad. Fue posible solo porque la economía norteamericana absorbió a unos quince millones de emigrantes mexicanos, con o sin papeles.
Este es el rumbo vigente. Continuismo no es quedarnos como estamos; sino conservar estas tendencias dominantes: bajo crecimiento, baja productividad, deterioro salarial, menor participación salarial en la distribución del producto, flaco mercado interno, deterioro de la economía rural y, lo peor, expulsión de población, aun cuando ya no exista vía de escape.
Pensar que este contexto no tiene que ver con los incrementos de la violencia social y doméstica es simplemente no querer ver lo evidente.
Aunque el continuismo es el predominio de la inercia, el ritmo de deterioro se acelera debido a los cambios del entorno mundial. Entre ellos el cierre de la economía norteamericana a los migrantes mexicanos; el surgimiento de movimientos nacionalistas antiglobalizadores en las economías más industrializadas. Esto último en el contexto de una economía global caracterizada por la sobreproducción y la debilidad de la demanda que desembocan en el necesario cierre de empresas. Solo que la localización de estos cierres dependerá de los resultados de la nueva guerra fría comercial entre países y regiones del planeta.
Tal vez lo peor sea lo anunciado por Klaus Schwab, presidente del foro de Davos, como cuarta revolución industrial. Según el inicia una revolución tecnológica en la que la robótica, la inteligencia artificial, el internet que interconecta cosas, los vehículos sin chofer, la nanotecnología, biotecnología, la impresión en tres dimensiones, los nuevos materiales, el manejo de energía y la computación quántica alterarán todo: vida y trabajo.
Lo que significará la desaparición de millones de puestos de trabajo; choferes, cajeros de supermercados, obreros industriales, empleos en sectores de servicios.
Nunca la humanidad había avanzado a ritmo tan acelerado en sofisticación tecnológica y productividad; y a la fecha el resultado es empobrecimiento. La mayor productividad se traduce en menos empleos; y en condiciones de libre mercado el exceso de trabajadores y la escasez de empleo permite pagar cada vez menos.
El continuismo nos impide cambiar y ajustarnos a los cambios que impone el exterior, las nuevas tecnologías y las exigencias de una sociedad herida; nos acerca peligrosamente a convertirnos en Estado fallido, en nación fracasada.
Un cambio substancial presenta incertidumbres y riesgos; todo cambio es en alguna medida traumático. Unos pierden y otros ganan. Tal vez ya es hora de que los que han ganado en demasía, cedan y le hagan espacio al mejoramiento de la mayoría como asunto de sobrevivencia nacional.
México enfrenta una disyuntiva histórica: continuismo, o transformación substancial. Ninguna de las dos opciones es estática, en ambas hay evolución, la diferencia es de rumbos. El continuismo es mantener el mismo rumbo, y los resultados obtenidos, en las últimas décadas. Una evolución no solo conocida sino a la que, sobre todo las nuevas generaciones, se han acostumbrado.
Por contraste la transformación substancial sería virar hacia un nuevo rumbo. Lo que inevitablemente genera incertidumbre, incluso temor, pero también esperanza.
¿Qué es lo conocido?
Según el último “Panorama Económico Mundial”, el reporte periódico del Fondo Monetario Internacional, en 2017 la economía mundial creció al 3.8 por ciento y la de México al 2.0 por ciento. Un contraste aún más fuerte se encuentra en el incremento del producto por trabajador que, en la economía mundial, según la misma fuente, habría crecido en un 2.4 por ciento y en México al 1.0 por ciento.
No son diferencias limitadas al último año sobre el que se tienen estos cálculos, sino más bien resultados recurrentes que se asocian al creciente rezago de México en crecimiento, productividad y bienestar dentro del mundo.
Esto ocurre en un contexto de máxima apertura comercial, plena libertad de mercado, fuerte atracción de capitales externos y bajos salarios y fuerte control de la mano de obra. La implicación es evidente: esto no ha sido suficiente. Otras economías, como las orientales, con altas tasas de crecimiento y de incremento de la productividad, lo hacen en condiciones diferentes: gobiernos que orientan la actividad económica, políticas de fortalecimiento industrial y rural, incremento de los ingresos de los trabajadores y fortalecimiento del mercado interno.
Hemos apocado al gobierno; ahora es incapaz de impulsar la economía y paliar la inequidad. Somos un paraíso fiscal. México capta alrededor del 15 por ciento del PIB en ingresos fiscales en tanto que el promedio de los países de la OCDE es de 34 por ciento del PIB. Trabajadores y consumidores son causantes cautivos que pagan sus impuestos. Son las grandes empresas las que no contribuyen conforme a los estándares internacionales.
Según el “Informe Mundial sobre Salarios 2016 – 2017” de la Organización Internacional del Trabajo, el salario medio real en México se redujo en cerca del 12 por ciento en los últimos diez años para los que hay datos. En ese mismo periodo el salario medio real en China creció en 125 por ciento y más de 50 por ciento en la India. Aquí se revela una clara relación entre los mayores incrementos salariales y las mayores tasas de crecimiento del mundo. México no crece porque no crece su mercado interno.
De acuerdo con la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe el promedio de la participación salarial en el Producto Interno Bruto de América Latina es del 40 por ciento. México tiene la menor participación salarial con tan solo el 23 por ciento. Tenía alrededor del 50 por ciento de participación salarial hace 35 años y en ese lapso cayo a menos de la mitad. Cifra asociada a la disminución de los salarios reales y al empobrecimiento masivo de la población.
En 1990 México importaba el 37 por ciento de su consumo de arroz y en 2016 el 79 por ciento; Para esos mismos años las importaciones de maíz subieron del 22 al 35 por ciento; las de trigo del 8 al 66 por ciento. Si nos remontamos aún más atrás hubo épocas en que México fue un importante exportador neto de granos básicos.
Con el objeto de atemperar el deterioro de los salarios urbanos se abrió el mercado interno a las importaciones de granos más baratos. Pero ello significó sacrificar a los pequeños productores rurales en vez de alentar el incremento de la productividad. Fue posible solo porque la economía norteamericana absorbió a unos quince millones de emigrantes mexicanos, con o sin papeles.
Este es el rumbo vigente. Continuismo no es quedarnos como estamos; sino conservar estas tendencias dominantes: bajo crecimiento, baja productividad, deterioro salarial, menor participación salarial en la distribución del producto, flaco mercado interno, deterioro de la economía rural y, lo peor, expulsión de población, aun cuando ya no exista vía de escape.
Pensar que este contexto no tiene que ver con los incrementos de la violencia social y doméstica es simplemente no querer ver lo evidente.
Aunque el continuismo es el predominio de la inercia, el ritmo de deterioro se acelera debido a los cambios del entorno mundial. Entre ellos el cierre de la economía norteamericana a los migrantes mexicanos; el surgimiento de movimientos nacionalistas antiglobalizadores en las economías más industrializadas. Esto último en el contexto de una economía global caracterizada por la sobreproducción y la debilidad de la demanda que desembocan en el necesario cierre de empresas. Solo que la localización de estos cierres dependerá de los resultados de la nueva guerra fría comercial entre países y regiones del planeta.
Tal vez lo peor sea lo anunciado por Klaus Schwab, presidente del foro de Davos, como cuarta revolución industrial. Según el inicia una revolución tecnológica en la que la robótica, la inteligencia artificial, el internet que interconecta cosas, los vehículos sin chofer, la nanotecnología, biotecnología, la impresión en tres dimensiones, los nuevos materiales, el manejo de energía y la computación quántica alterarán todo: vida y trabajo.
Lo que significará la desaparición de millones de puestos de trabajo; choferes, cajeros de supermercados, obreros industriales, empleos en sectores de servicios.
Nunca la humanidad había avanzado a ritmo tan acelerado en sofisticación tecnológica y productividad; y a la fecha el resultado es empobrecimiento. La mayor productividad se traduce en menos empleos; y en condiciones de libre mercado el exceso de trabajadores y la escasez de empleo permite pagar cada vez menos.
El continuismo nos impide cambiar y ajustarnos a los cambios que impone el exterior, las nuevas tecnologías y las exigencias de una sociedad herida; nos acerca peligrosamente a convertirnos en Estado fallido, en nación fracasada.
Un cambio substancial presenta incertidumbres y riesgos; todo cambio es en alguna medida traumático. Unos pierden y otros ganan. Tal vez ya es hora de que los que han ganado en demasía, cedan y le hagan espacio al mejoramiento de la mayoría como asunto de sobrevivencia nacional.
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