Jorge Faljo
México enfrenta una disyuntiva histórica: continuismo, o transformación substancial. Ninguna de las dos opciones es estática, en ambas hay evolución, la diferencia es de rumbos. El continuismo es mantener el mismo rumbo, y los resultados obtenidos, en las últimas décadas. Una evolución no solo conocida sino a la que, sobre todo las nuevas generaciones, se han acostumbrado.
Por contraste la transformación substancial sería virar hacia un nuevo rumbo. Lo que inevitablemente genera incertidumbre, incluso temor, pero también esperanza.
¿Qué es lo conocido?
Según el último “Panorama Económico Mundial”, el reporte periódico del Fondo Monetario Internacional, en 2017 la economía mundial creció al 3.8 por ciento y la de México al 2.0 por ciento. Un contraste aún más fuerte se encuentra en el incremento del producto por trabajador que, en la economía mundial, según la misma fuente, habría crecido en un 2.4 por ciento y en México al 1.0 por ciento.
No son diferencias limitadas al último año sobre el que se tienen estos cálculos, sino más bien resultados recurrentes que se asocian al creciente rezago de México en crecimiento, productividad y bienestar dentro del mundo.
Esto ocurre en un contexto de máxima apertura comercial, plena libertad de mercado, fuerte atracción de capitales externos y bajos salarios y fuerte control de la mano de obra. La implicación es evidente: esto no ha sido suficiente. Otras economías, como las orientales, con altas tasas de crecimiento y de incremento de la productividad, lo hacen en condiciones diferentes: gobiernos que orientan la actividad económica, políticas de fortalecimiento industrial y rural, incremento de los ingresos de los trabajadores y fortalecimiento del mercado interno.
Hemos apocado al gobierno; ahora es incapaz de impulsar la economía y paliar la inequidad. Somos un paraíso fiscal. México capta alrededor del 15 por ciento del PIB en ingresos fiscales en tanto que el promedio de los países de la OCDE es de 34 por ciento del PIB. Trabajadores y consumidores son causantes cautivos que pagan sus impuestos. Son las grandes empresas las que no contribuyen conforme a los estándares internacionales.
Según el “Informe Mundial sobre Salarios 2016 – 2017” de la Organización Internacional del Trabajo, el salario medio real en México se redujo en cerca del 12 por ciento en los últimos diez años para los que hay datos. En ese mismo periodo el salario medio real en China creció en 125 por ciento y más de 50 por ciento en la India. Aquí se revela una clara relación entre los mayores incrementos salariales y las mayores tasas de crecimiento del mundo. México no crece porque no crece su mercado interno.
De acuerdo con la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe el promedio de la participación salarial en el Producto Interno Bruto de América Latina es del 40 por ciento. México tiene la menor participación salarial con tan solo el 23 por ciento. Tenía alrededor del 50 por ciento de participación salarial hace 35 años y en ese lapso cayo a menos de la mitad. Cifra asociada a la disminución de los salarios reales y al empobrecimiento masivo de la población.
En 1990 México importaba el 37 por ciento de su consumo de arroz y en 2016 el 79 por ciento; Para esos mismos años las importaciones de maíz subieron del 22 al 35 por ciento; las de trigo del 8 al 66 por ciento. Si nos remontamos aún más atrás hubo épocas en que México fue un importante exportador neto de granos básicos.
Con el objeto de atemperar el deterioro de los salarios urbanos se abrió el mercado interno a las importaciones de granos más baratos. Pero ello significó sacrificar a los pequeños productores rurales en vez de alentar el incremento de la productividad. Fue posible solo porque la economía norteamericana absorbió a unos quince millones de emigrantes mexicanos, con o sin papeles.
Este es el rumbo vigente. Continuismo no es quedarnos como estamos; sino conservar estas tendencias dominantes: bajo crecimiento, baja productividad, deterioro salarial, menor participación salarial en la distribución del producto, flaco mercado interno, deterioro de la economía rural y, lo peor, expulsión de población, aun cuando ya no exista vía de escape.
Pensar que este contexto no tiene que ver con los incrementos de la violencia social y doméstica es simplemente no querer ver lo evidente.
Aunque el continuismo es el predominio de la inercia, el ritmo de deterioro se acelera debido a los cambios del entorno mundial. Entre ellos el cierre de la economía norteamericana a los migrantes mexicanos; el surgimiento de movimientos nacionalistas antiglobalizadores en las economías más industrializadas. Esto último en el contexto de una economía global caracterizada por la sobreproducción y la debilidad de la demanda que desembocan en el necesario cierre de empresas. Solo que la localización de estos cierres dependerá de los resultados de la nueva guerra fría comercial entre países y regiones del planeta.
Tal vez lo peor sea lo anunciado por Klaus Schwab, presidente del foro de Davos, como cuarta revolución industrial. Según el inicia una revolución tecnológica en la que la robótica, la inteligencia artificial, el internet que interconecta cosas, los vehículos sin chofer, la nanotecnología, biotecnología, la impresión en tres dimensiones, los nuevos materiales, el manejo de energía y la computación quántica alterarán todo: vida y trabajo.
Lo que significará la desaparición de millones de puestos de trabajo; choferes, cajeros de supermercados, obreros industriales, empleos en sectores de servicios.
Nunca la humanidad había avanzado a ritmo tan acelerado en sofisticación tecnológica y productividad; y a la fecha el resultado es empobrecimiento. La mayor productividad se traduce en menos empleos; y en condiciones de libre mercado el exceso de trabajadores y la escasez de empleo permite pagar cada vez menos.
El continuismo nos impide cambiar y ajustarnos a los cambios que impone el exterior, las nuevas tecnologías y las exigencias de una sociedad herida; nos acerca peligrosamente a convertirnos en Estado fallido, en nación fracasada.
Un cambio substancial presenta incertidumbres y riesgos; todo cambio es en alguna medida traumático. Unos pierden y otros ganan. Tal vez ya es hora de que los que han ganado en demasía, cedan y le hagan espacio al mejoramiento de la mayoría como asunto de sobrevivencia nacional.
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