Jorge Faljo
El ofrecimiento de transferencias gubernamentales de dinero a los pobres se ha convertido en el eje de la discusión económica de la campaña electoral en marcha. Cierto que, como se mostró en el primer debate entre presidenciales, los temas más inmediatos y urgentes fueron los relativos a la corrupción y a la violencia que nos ahogan. Pero estos temas difíciles se encuentran agotados y, fuera de las propuestas generales, más bien se desbordaron hacia cuestionamientos personales. Es decir que se agotaron, o entraron en callejones sin salida.
Ahora Meade Kuribreña promete que, si gana, entregará un apoyo de mil 200 pesos mensuales a las jefas de familia. Con eso nos ubica en otra etapa de la discusión económica y social. Modifica no solo su propio discurso, pues no creía en las cifras de pobreza, sino cambia la dinámica de las campañas al sumarse a propuestas similares de los otros punteros.
Anaya sorprendió cuando hizo del ingreso básico universal el eje de su propuesta social. Tal vez fue influenciado por lo moderno de una discusión global que ya el Fondo Monetario Internacional se toma en serio, y personajes como Mark Zuckerberg y Elon Musk consideran inevitable.
Meade, Anaya y López Obrador plantean, con sus diferencias, importantes programas de transferencias sociales: a las jefas de familia, a los jóvenes y la tercera edad, o a todos. Sin olvidar otros antecedentes importantes, como el derecho a un ingreso mínimo establecido en la constitución de la Ciudad de México.
Plantear este tipo de transferencias amplias es indispensable ante los enormes retrocesos de la globalización en cuanto a generación de empleos, ingresos de los trabajadores, la prestación de servicios básicos del estado, y la equidad y bienestar de la población.
Hoy en día las empresas gigantes de la globalización dominan la oferta de prácticamente todos los bienes. Al mismo tiempo reducen su personal, bajan los salarios, pagan menos impuestos y son beneficiarias privilegiadas del gasto público. Debido a que no derraman dinero, vía salarios o impuestos, no permiten una demanda adecuada a los bienes que producen. Su impacto es crecientemente antisocial. Chupan la vida del resto de la economía, imponen sus intereses por sobre todos los demás y exigen cada vez más.
Son las empresas medianas y pequeñas, convencionales y no globalizadas las que, en términos relativos, generan mayor capacidad de consumo de patrones y trabajadores. Pero están desapareciendo del mercado.
Es este contexto el que obliga a los candidatos a ofrecer transferencias de dinero que generen capacidad de consumo entre una población desempleada, mal pagada y empobrecida.
Las transferencias sociales que proponen los tres principales candidatos son indispensables. Pero se quedan cortas en visión estratégica. Les faltan dos elementos. Lo primero es una verdadera reforma fiscal que grave los ingresos de las empresas que tienen grandes ganancias y que, en contraste, generan muy baja demanda. De la limitación a su impacto nocivo debe provenir el financiamiento a las transferencias sociales.
Lo segundo, e incluso más importante, es que no podemos plantearnos un mero nuevo reparto del pastel. Hacerla de Robin Hood tiene sus límites.
El sector globalizado, que se presumía como moderno, pujante y vigoroso, hace agua por varios lados. Ni por su poder político ni por su capacidad económica será posible cargarle un monto de transferencias suficientes para enderezar el rumbo.
Se requiere algo más: reactivar la producción excluida. Hay en el medio rural y urbano cientos de miles de hectáreas, de traspatios rurales, de medianas y pequeñas industrias, de talleres de todo tipo, que se reactivarían por la mera reconexión con la demanda. Es una experiencia probada.
Tal debería ser precisamente el papel de las transferencias del estado: detonar la producción de las enormes capacidades subutilizadas que encuentran dispersas en todo el territorio nacional, que hace algunos años producían casi todo lo necesario al consumo mayoritario.
Una estrategia que encuadraría en el amplio marco constitucional que define al sector social de la economía. Maltratado, descuidado, pero con un enorme potencial de reactivación con inversión mínima.
No hay manera de que la inversión interna y externa nos construya un sector globalizado competitivo, vigoroso y capaz de revertir la pobreza y la inequidad. El riesgo es lo contrario, que entre en declive. Pero las transferencias sociales que proponen los candidatos, bien dirigidas, pudieran ser la semilla de un sector social que si cumpla la tarea.
Además, lo que se invierta como demanda en el sector social podrá vigorizarse y retornar a la economía nacional como una demanda más racional; la de insumos y equipos productivos que también revitalicen la industria nacional.
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